Las mesas redondas, a pesar de lo que sugiere su nombre, suelen ser poco dialécticas, tanto en el sentido clásico del término como en el marxista; los ponentes saben de antemano lo que van a decir (a veces llegan al extremo de llevarlo escrito para leerlo en voz alta), y casi nunca hay tiempo (o […]
Las mesas redondas, a pesar de lo que sugiere su nombre, suelen ser poco dialécticas, tanto en el sentido clásico del término como en el marxista; los ponentes saben de antemano lo que van a decir (a veces llegan al extremo de llevarlo escrito para leerlo en voz alta), y casi nunca hay tiempo (o voluntad) suficiente para que se produzca entre ellos y con el público un verdadero diálogo. Pero, por suerte, no siempre es así, y hace poco tuve el privilegio de participar en una mesa redonda realmente viva, tan viva que acabó convirtiéndose en una fiesta. Fue el pasado 10 de febrero, en un homenaje a los cinco agentes cubanos secuestrados -guantanamizados– por el Gobierno estadounidense, y aunque ya he hablado de esa experiencia singular en otro artículo (La socialización del heroísmo), siento la necesidad de volver sobre ella y sobre las reflexiones que me impuso.
Las intervenciones de mis compañeras y compañeros de mesa –sobre todo las de Paco Bernal, a quien el síndrome de Down no ha impedido convertirse en un excelente pintor, y la de su hermana y «entrenadora» (como ella misma se define), Rosa Bernal– desencadenaron en mi cabeza una auténtica avalancha de evocaciones e ideas, que me llevaron a prescindir de lo que había preparado para intentar compartir con los presentes aquel inesperado regalo de las circunstancias. Una de esas ideas no es nada nueva y además acabo de exponerla en el párrafo anterior, pero creo que conviene insistir en ella: las conferencias y las mesas redondas deberían ser menos mecánicas, menos ceremoniosas, más espontáneas y abiertas, más participativas e interactivas; más dialécticas, en una palabra, en el mejor sentido de la palabra. Otra reflexión, inspirada por un comentario de Rosa sobre lo que podríamos llamar «normalización de lo excepcional», dio lugar al artículo antes mencionado. Y también pensé -me hicieron pensar– en otras muchas cosas, que intentaré resumir a continuación.
Pensé en una frase de Fidel Castro, cuyas palabras exactas no recuerdo pero sí su sentido: la validez de un Gobierno se puede medir por la atención que presta a los menos favorecidos, y muy concretamente a los discapacitados. Y recordé que hace unos años, en La Habana, vi actuar a La Colmenita, una maravillosa compañía cubana de teatro infantil integrada por niños y niñas con minusvalías de distinta índole, tanto físicas como mentales. Fue una experiencia inolvidable, y tuve la suerte de compartirla con tres de las personas más sabias que conozco: Irene Amador, Eva Forest y Alfonso Sastre. Hablamos luego largo y tendido del espectáculo que acabábamos de ver, y, entre otras cosas, tuvimos que admitir que, dada la extraordinaria calidad de las actuaciones, habíamos tardado un buen rato en percatarnos de que sobre el escenario había niñas y niños discapacitados; no era fácil asimilar la idea. Ante los cuadros de Paco Bernal expuestos en el local donde se celebró el homenaje a «los cinco», volví a sentir lo mismo que ante La Colmenita, y al comentarlo con algunos de los presentes comprobé que compartían mis impresiones. Lo primero que uno piensa, de forma automática e irreflexiva, es: «Algo tan bello no puede ser obra de un discapacitado». Luego llega la verdadera reflexión, y cobramos conciencia de que tenemos una idea muy equivocada de lo que son los discapacitados. O acaso no tengamos ninguna idea digna de ese nombre, porque preferimos no pensar en ellos.
«Roma no es más grande que el bienestar de los romanos», le advirtió Cicerón a César. Cuba es grande porque se preocupa, ante todo, por el bienestar de los cubanos y de sus huéspedes (en Cuba solo es extranjero el que se empeña en serlo), y muy especialmente de los más desvalidos, como los jóvenes artistas de La Colmenita, como Paco Bernal, que ha recibido en la isla más atención y atenciones que en su propio país.
Y al pensar en La Colmenita y en los niños cubanos (los más sanos y risueños del mundo, y ese es el mayor triunfo de la revolución), me acordé de Gente Nueva, una excelente editorial de La Habana dedicada a la literatura infantil, en la que tengo el honor de haber publicado varios libros. Aunque más que en la editorial en sí, pensé en su nombre, que no podría ser más certero, puesto que los niños son la gente nueva, y no solo en el obvio sentido biológico e histórico, sino también en el político, en el sentido guevariano. Y pensé que ya va siendo hora de dejar de hablar del «hombre nuevo», en masculino singular: el futuro es de la «gente nueva», ambigenérica y colectiva. Pensé en lo mucho que nos queda por andar, en las muchas discriminaciones que tenemos que abolir, empezando por la más básica, la de la mujer, un problema del que se habla todos los días para eludir su resolución definitiva, inaugural. Como dijo Engels, la primera explotación, y el modelo de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre; y la superestructura ideológica de esta explotación básica, el machismo, sigue presente en todos los discursos (incluso en los más revolucionarios, aunque solo sea por omisión) y en todas las sociedades. Está muy bien que el rostro del Che se haya convertido en un icono de la revolución; es lamentable que el de Haydée Santamaría sea prácticamente desconocido; y lo mejor sería que el emblema de la revolución no fuera un rostro, una persona, sino una muchedumbre, un pueblo. El «hombre nuevo» no puede ser ni masculino ni singular; solo puede realizarse despojándose del individualismo machista, sumiéndose en lo femenino y en lo plural. El viejo hombre ha muerto (aún no, pero agoniza), viva la gente nueva.