El 8 de febrero de 1600, hace por tanto 415 años, Giordano Bruno escuchaba su sentencia de muerte, dictada por el Santo Oficio. Según parece, acto seguido se volvió a los jueces que lo mandaban a la hoguera y les dijo: «Tal vez tenéis más miedo vosotros al emitir vuestra sentencia que yo al recibirla». […]
El 8 de febrero de 1600, hace por tanto 415 años, Giordano Bruno escuchaba su sentencia de muerte, dictada por el Santo Oficio. Según parece, acto seguido se volvió a los jueces que lo mandaban a la hoguera y les dijo: «Tal vez tenéis más miedo vosotros al emitir vuestra sentencia que yo al recibirla».
Bruno fue quemado vivo el 17 de febrero del mismo año. Tuvo la suerte de que el encargado de llevar el proceso de acusación de herejía fuera el cardenal Roberto Belarmino, jesuita e inquisidor que escribió De arte bene moriendi (El arte de morir bien). Este cardenal, muy celebrado hace poco por el papa Ratzinger, llevó años después el proceso inquisitorial contra su amigo Galileo y contra muchos otros; de ahí su fama de «martillo de los herejes». Fue santificado en 1930 y declarado «doctor de la Iglesia» en 1931. Pablo VI creó en 1969 una cátedra cardenalicia con su nombre. Otro jesuita, Jorge Bergoglio, era el titular de la cátedra cuando fue elegido papa.
Aquel santo parecía saber bien que el miedo es un elemento clave para el éxito de las religiones. En particular de las llamadas del Libro, o abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islamismo). No en vano las tres comparten los cinco primeros libros de la Biblia (el Pentateuco o la Torá), unos textos en los que se revela un Dios que aterroriza, que muestra un odio y una crueldad extremos no sólo hacia quien no se postre ante él, sino simplemente hacia quien no crea… o crea en otros dioses además de en él.
La ira de ese Dios celoso, vengativo y criminal, ha sido históricamente administrada con generosidad digna de mejor causa por muchos de los clérigos de las distintas religiones. De especial magnitud fue la que gestionó durante siglos la Iglesia católica. Cruzadas, inquisición, nacionalcatolicismo, negación de condones para combatir el sida… la historia criminal de la Iglesia da para rellenar gruesos tomos. De hecho, diez ha completado Karlheinz Deschner en su obra titulada «La historia criminal del cristianismo», donde no olvida la cuota que le corresponde al protestantismo. Si hubiera extendido su estudio al islamismo, ¿cuántos volúmenes habría alcanzado? En todo caso, es una obra que requeriría, lamentablemente, una continua actualización.
No se trata sólo de que los administradores de la Verdad vengan aterrorizando
con la muerte y otros castigos físicos acá, sino que siempre han buscado el sometimiento mediante el pavor a la condenación eterna en el inefable más allá, en el «infierno». El Dios que dictó aquellos libros sagrados ha sido muy predominantemente un dios de temor, sólo secundariamente de amor (generalmente reservado a los suyos) y, nunca, de humor. Con Él y sus dogmas no se admiten desacuerdos, y, mucho menos, bromas. Porque el humor bueno es antidogmático -que nadie se atreva a negarlo- y, por tanto, peligroso para el Gran Dictador.
Por tanto, creo que cualquier religión que pretenda ser «de amor» necesita repudiar explícita y radicalmente al sanguinario Dios bíblico, y a cualquier fuente que incite al menosprecio o el odio a los infieles y desviados. Ya sé que, así, judíos, cristianos y musulmanes, ¿con qué se quedan? Por fortuna, creo que la mayoría de ellos rechazan de hecho a ese Dios, expurgan los textos sagrados (con criterios a menudo muy laicos) y se quedan sólo con «lo bueno». Parece lógico que Dios tenga miedo. Por un lado, la ciencia y la razón lo han hecho no sólo innecesario para la comprensión del mundo, sino incluso un estorbo; por otro, la moral laica ha dejado en evidencia la decrepitud en muchos aspectos de la divina. De modo que cada vez más personas están intentando expulsar a Dios de sus vidas para que estas sean mejores, más autónomas y más dignas.
Pero se quedan a medias en el intento, porque ya se encargan los clérigos y, lo que es peor, los gobernantes que no respetan el aconfesionalismo del Estado -y por tanto a los ciudadanos-, de metérnoslo hasta en la sopa: en la escuela, en las leyes, en los presupuestos, en los medios públicos, etc. Llevan muy mal que las gentes se olviden -con enorme alivio, por cierto- de Él, y aún peor que cuando lo recuerden sea para hablar de sus vicios y achaques, y los abusos perpetrados Dios mediante. Tras los atentados de Charlie Hebdo, incluso ha habido un destacado líder religioso que ha justificado las reacciones violentas (eso sí, desaprobando «matar en nombre de Dios») cuando alguien habla mal de la religión, se burla de ella, o hace bromas de la fe. Ante esas «provocaciones», considera el «¡puños fuera!» como «normal». Normal es que este líder haya sido titular de la cátedra Belarmino mencionada antes. ¡Qué miedo, líbreme Dios de burlarme del papa Mazinger! Afortunadamente, no se desatan, entre la gente menos santa, esas reacciones violentas «normales» cuando el Santo Padre no deja de elevar a los altares a víctimas de la guerra civil que son siempre del bando faccioso, o cuando en el parlamento europeo califica los abortos de asesinatos, o cuando mantiene los privilegios de la Iglesia en tantos países, el veto a los condones, las mujeres discriminadas, etc., etc.
Por otra parte, reflexionemos. ¿Realmente es «normal» ese impulso agresivo, e incluso esa ansia sostenida de violencia, en quien ve atacada o en entredicho lo que considera la Verdad o sus Representantes? Imagínese el lector que le llega Mengano diciendo cosas así: «2 y 2 son 5», «es de noche» (cuando brilla el sol), «me río yo de la ley de la gravedad», «Einstein era un imbécil», o, como de hecho se oye con frecuencia, «la teoría de la evolución es falsa, pues todo es obra del Creador». ¿Se enfurecería usted con Mengano? Ahora que caigo, a lo mejor es usted el propio Mengano: ¿conoce a alguien que quiera golpearlo por esas afirmaciones?, ¿o a alguien que quiera estallar bombas contra el Anís del Mono por la mofa que desde hace más de un siglo hace del grandísimo y queridísimo Darwin? Más bien se mira a los atrevidos ignorantes con cierta pena, desdén o risa, y tal vez se intente animarlos a que observen, estudien y piensen, pero a nadie se le pasa por la cabeza hacerles daño (bastante tienen ya), ni intentar prohibirles decir sus tonterías (salvo que sean, como a veces es el caso, profes de ciencias).
Si reaccionamos de tan buen rollo respecto a las «verdades» palmarias que nos ofrece la ciencia o el sentido común, ¿por qué no responden de igual modo tantos de quienes sostienen las «Verdades» religiosas, como el papa o muchos creyentes que no se consideran fundamentalistas? ¿Por qué perseveran melindrosamente en que -con el apoyo de los gobernantes que inicuamente ignoran el respeto a la libertad y a la igualdad formal de las conciencias- se considere delito la blasfemia y todo lo que pueda herir sus privilegiados sentimientos religiosos? Creo que Giordano Bruno nos dio una buena pista con su extraordinaria frase.
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