Es moda entre algunos académicos y grandes medios de comunicación proclamar que estamos entrando en un período de reversión de la traída y llevada globalización, la cual, al decir -en Público- del afamado sociólogo Boaventura de Sousa Santos, ha dominado la economía, la política, la cultura y las relaciones internacionales en los últimos 50 años. […]
Es moda entre algunos académicos y grandes medios de comunicación proclamar que estamos entrando en un período de reversión de la traída y llevada globalización, la cual, al decir -en Público- del afamado sociólogo Boaventura de Sousa Santos, ha dominado la economía, la política, la cultura y las relaciones internacionales en los últimos 50 años. Recordemos que este proceso consiste en interacciones -ya previstas por Marx- en general protagonizadas por agentes de los ámbitos más diversos, más que por los Estados. Cuando a estos atañe, ven coartada la soberanía en la regulación, por los tratados de libre comercio, «la integración regional, de la que la Unión Europea es un buen ejemplo, o la creación de agencias financieras multilaterales, como el Banco Mundial y el FMI».
Pero el fenómeno no deviene lineal, por supuesto. Resultaría pertinente evocar que, desde hace más de 20 años, De Souza viene insistiendo en la complejidad dialéctica, en el carácter contradictorio que se agolpa bajo el término. Reparemos, grosso modo, en que mucho de lo que se considera planetario había sido originalmente particular, desde la hamburguesa McDonald´s, al estrellato cinematográfico activamente producido por Hollywood para rivalizar con las concepciones artísticas francesas e italianas que antes dominaban, hasta la democracia como régimen político universalmente practicado en su versión neoliberal, más norteamericana que la europea, antaño tan socorrida.
Con la mundialización no se eliminan las desigualdades sociales y las jerarquías entre países o regiones. Estas se fortalecen. A despecho de grandilocuentes discursos, muchos reciben menor protección oficial: trabajadores industriales, campesinos, culturas nacionales o locales… A causa de la «mecánica» trepidante, los sacrificados quedan sujetados a sus sitios de asentamiento y suelen salir de ellos forzados «(refugiados, desplazados internos y transfronterizos) o falsamente por voluntad propia (emigrantes)» […]» Sin embargo, «la resistencia de las víctimas se beneficiaba [se beneficia] a veces de las nuevas condiciones tecnológicas ofrecidas por la globalización hegemónica (transportes más baratos, facilidades de circulación, internet, repertorios de narrativas potencialmente emancipadoras, como, por ejemplo, los derechos humanos), y se organizaba [se organiza] en movimientos y organizaciones sociales transnacionales […] La manifestación más visible de este tipo de globalización fue [es] el Foro Social Mundial, que se reunió por primera vez en 2001 en Porto Alegre (Brasil).»
Tras este nervioso paneo, preguntémonos qué hay de nuevo para que uno que otro gurú plantee el cacareado final. Las expresiones referidas, alega la fuente, «son dinámicas nacionales y subnacionales. En cuanto a las primeras, se subraya el Brexit, por el que el Reino Unido (¿?) decidió abandonar la UE, y las políticas proteccionistas del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, así como su defensa del principio de soberanía, oponiéndose a los tratados internacionales (sobre el libre comercio o el cambio climático), mandando erigir muros para proteger las fronteras, involucrándose en guerras comerciales, entre otras, con Canadá, China y México.»
Según el citado articulista, con quien comulgamos, esto, lejos de configurar reflejos de desglobalización, lo constituyen de una nueva fase de globalización, más dramática, excluyente para la convivencia democrática, si en sí no implica su conclusión. «Si analizamos los datos de la globalización de la economía, concluiremos que la liberalización y la privatización de la economía continúan intensificándose con la orgía de tratados de libre comercio actualmente en curso. La Unión Europea acaba de acordar con Canadá un vasto tratado de libre comercio, el cual, entre otras cosas, expondrá la alimentación de los europeos a productos tóxicos prohibidos en Europa pero permitidos en Canadá, un tratado cuyo principal objetivo es presionar a Estados Unidos para que forme parte. Fue ya aprobada la Alianza Transpacífica, liderada por Estados Unidos, para enfrentar a su principal rival: China. Y toda una nueva generación de tratados de libre comercio está en curso, negociados fuera de la Organización Mundial del Comercio, sobre la liberalización y la privatización de servicios que en muchos países hoy son públicos, como la salud y la educación. Si analizamos el sistema financiero, verificaremos que estamos ante el sector más globalizado del capital y más inmune a las regulaciones nacionales.»
Por cierto, datos de conocimiento público «son alarmantes: 28 empresas del sector financiero controlan 50 trillones de dólares, esto es, tres cuartas partes de la riqueza mundial contabilizada (el PIB mundial es de 80 trillones y además habrá otros 20 trillones en paraísos fiscales). La gran mayoría de esas instituciones está registrada en América del Norte y en Europa. Su poder tiene también otra fuente: la rentabilidad de la inversión productiva (industrial) a nivel mundial es, como máximo, del 2,5 %, en tanto que la de la inversión financiera puede llegar al 7 %. Se trata de un sistema para el cual la soberanía de 200 potenciales reguladores nacionales es irrelevante».
Así que nos encontramos en una era donde la mundialización se acentúa de manera más peligrosa, dañina para los más, patológica. «La apelación al principio de soberanía por parte del presidente de Estados Unidos -acota De Souza Santos- es solo la huella de las desigualdades entre países que la globalización neoliberal ha venido a acentuar. Al mismo tiempo que defiende el principio de soberanía, Trump se reserva el derecho de invadir Irán y Corea del Norte. Tras haber destruido la relativa coherencia de la economía mexicana con el NAFTA y provocado la emigración, Estados Unidos manda construir un muro para frenarla y pide a los mexicanos que paguen su construcción. Ello, además de ordenar deportaciones en masa […] La globalización hegemónica se profundiza usando, entre muchas otras máscaras, la de la soberanía dominante, que académicos desprevenidos y medios de comunicación cómplices toman por desglobalización».
Preocupación en la «catedral»
Como concitan la atención analistas tales Juan Francisco Martín Seco, en República de las ideas, a Davos se le tiene por la catedral de la globalización. No en balde fue en ese ágora donde hace 20 años el neoliberalismo económico se sacó la máscara y proclamó con sumo descaro por boca de Tietmeyer, entonces presidente del Bundesbank: «Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos», con lo que se quebraba la soberanía popular. No obstante, prosigue el entendido, este año en el idílico emplazamiento se ha mostrado honda preocupación por los movimientos, asociaciones y partidos de variopinto jaez que están surgiendo por doquier contra el Sistema y que cuentan como razón de ser «los incrementos en la desigualdad que la misma globalización genera.» Desigualdad que desasosiega a los contertulios no por filantropía, sino porque, se quejaron, «está alcanzando niveles intolerables, incluso ahora que ha vuelto el crecimiento. No podemos acabar en un mundo con una élite cosmopolita y un ejército de trabajadores insatisfechos», algo que iría (va) contra el propio Sistema, alertó un alto personaje entre los reunidos.
«Hoy -insiste Martín Seco- el incremento de la desigualdad es tan evidente que hasta en Davos se ha aceptado como un hecho incontestable. El informe ‘Premiar el trabajo, no la riqueza’, de Oxfam, pone de manifiesto que el 82% del crecimiento fue a parar al 1% más privilegiado del mundo. Los desequilibrios obedecen no solo a que la parte de la renta que se destina a la retribución de los trabajadores se haya reducido de forma sustancial con respecto al excedente empresarial, sino porque aun dentro del sector de asalariados, el abanico retributivo es cada vez más amplio. Según este informe, en Estados Unidos, por ejemplo, ´con poco más de un día de trabajo, un director general gana lo mismo que un trabajador en todo un año´. Y la misma realidad la han puesto de manifiesto los sindicatos europeos con una imagen muy significativa, los altos ejecutivos que han participado estos cuatro días en el Foro de Davos han cobrado más en ese corto periodo que la mayoría de los ciudadanos en un año y medio o dos de trabajo.»
Entre los políticos que defendieron a capa y espada la multipolaridad y formaron un frente común contra el proteccionismo a ultranza que parece defender Donald Trump, el presidente francés, Emmanuel Macron, sostuvo que el crecimiento económico por sí solo no basta para lograr el «bien común», porque ha dejado fuera del progreso a muchas personas. «Si no le puedes asegurar a la gente, afirmó, que la globalización es buena para ellos, habrá nacionalistas y extremistas que quieran deshacerse del sistema. Y ganarán. Y no pasará solo en Francia, pasará en todos los países». He ahí el «pecado original».
Amén de los consabidos paliativos mencionados en la «Montaña Mágica», acota Seco, «el problema de los mandatarios internacionales que en Davos se dan golpes de pecho, es que pretenden cuadrar el círculo. Por una parte glorifican a la globalización y afirman que sin ella no hay futuro económico ni político, pero por otra son conscientes de que el incremento de la desigualdad la pone en peligro. No se dan cuenta, o no quieren dársela, de que lo uno va unido indefectiblemente a la otra. La globalización significa, tal como Tietmeyer anunció en ese mismo foro hace ya veintidós años, la entrega del poder a los mercados. Los gobiernos en buena medida han perdido su capacidad de actuar y de controlar al poder económico, que impone sus condiciones. La liberalización de todos los mercados conduce de forma automática y por su propia inercia a incrementar la desigualdad y los desniveles sociales.»
Mas no caigamos en la ingenuidad: los Estados sí intentan defender sus economías. «La globalización solo cercena aquellas medidas proteccionistas que restringen los movimientos de capitales y que implican regulación e intervención de los mercados. Cuando se impone la globalización, el proteccionismo no desaparece, solo que el Estado cuenta con muchas menos armas, se apoya exclusivamente en la manipulación del tipo de cambio y en el dumping laboral y fiscal. Incluso en el caso de los países de la Eurozona tampoco pueden contar con la devaluación de la moneda; luego, para proteger la competitividad, se ven obligados a utilizar como únicas medidas la reducción de los costes sociales y fiscales. No es por casualidad que los países que se sitúan en la cola del nuevo índice que antes se ha citado, sean los países del sur de Europa, cuya enorme pérdida de competitividad durante los primeros años del Euro les ha arrastrado a deflaciones competitivas de crecidas dimensiones.»
Donald, entrampado
Después de perder la compostura arremetiendo contra la «desleal» China y medio orbe con respecto a los «inicuos» nexos comerciales y económicos con los Estados Unidos, y hacer el amago de rendir tributo máximo al aislacionismo, en actos como la retirada del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), del que se separó formalmente el 23 de enero de 2017, Donald Trump se avino a la clásica frase de «Donde dije digo, digo Diego», y comenzó, impúdicamente, a coquetear con reincorporarse a aquello que en un inicio juzgó potencial desastre. Un punto más para los que descalifican las aseveraciones sobre la desglobalización. El hombre, que desde su campaña aseguró que comenzaría una era de tratados comerciales bilaterales «justos», capaces de generar empleos e industrias puertas adentro, ordenó a su administración un análisis sobre el eventual regreso al TPP, como difundió el pasado 13 de abril The Washington Post. Claro, antes de mojarse colocó la ropa a buen recaudo. Conforme a una reseña de Reuters, advirtió que volvería solo «si el acuerdo fuera sustancialmente mejor» que el ofrecido por Barack Obama, su antecesor.
A todas estas, nos preguntamos los móviles del multimillonario mandatario para cantar la palinodia. Y con otros observadores, como Basem Tajeldine, llegamos a la conclusión, además del hecho «subterráneo» de que, cual la hidra, la globalización posee tantas cabezas que, cuando cercenas una, aparece la otra donde menos se espera, este cambio de estrategia puede estar impulsado «por la guerra comercial» que EE.UU. emprendió contra China. (Nos referimos al intercambio de medidas luego de que Washington emitiera un memorando con el que impuso, el 22 de marzo pasado, nuevos aranceles a 1 300 productos del «dragón» asiático, por un valor de hasta 60 000 millones de dólares anuales, por «robo de propiedad intelectual estadounidense», y que Beijing repudió ipso facto elevando los aranceles a 128 mercancías gringas).
No en vano un funcionario de la Casa Blanca, citado por el importante diario de la capital del Potomac, fue muy específico al declarar que «volver a ese acuerdo multilateral contrarrestaría la competencia china.» Empero, el entuerto va mucho más allá, pues, luego de la salida del Tío Sam, los miembros del TPP Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam renegociaron las cláusulas, eliminaron las demandas de Washington y derivaron en el Acuerdo Global y Progresivo para la Asociación Transpacífico (CPTPP), también conocido como TPP-11, en vigencia al ratificarse por seis de los signatarios, y que, aun sin EE.UU., posibilita un mercado de 463 millones de habitantes, con un PIB per cápita promedio de 22 000 dólares . Tajeldine estima que incluso «el ataque a Siria les ha servido [a Trump y compañía] para distraer a la opinión pública» del retroceso; «pero no alcanzó para nada. Lo que fue celebrado como una victoria de primer momento para EE.UU., con el paso de las horas se fue sustituyendo por incontables críticas a esa agresión unilateral».
Lo indudable es que, harto probada la raigambre de la globalización por agudos estudiosos, los fracasos del Sistema son inobjetablemente múltiples. Como enumera Alejandro Nadal, de La Jornada, el ritmo de desarrollo del capitalismo ha venido disminuyendo desde hace más de 45 años. Entre 1972 y 2017 la tasa de despegue anual del PIB de los 20 países miembros de la OCDE se achicó de 4.2 a 2.5 por ciento. «Se trata de una tendencia de largo plazo y no de un problema coyuntural.»
Asimismo, la desorbitada inyección de liquidez ha repercutido escasamente sobre la economía real (Japón durante los pasados decenios). Hay un dilema insalvable: si el Estado no «endereza» sus finanzas, el mercado de capitales le castigará. Perdida se halla la única fuente de alguna legitimidad: la capacidad de mejorar el bienestar de las grandes masas de la población, «resultado que no depende de la acumulación continua de capital», hogaño en debilidad, sino de la redistribución.
El cuarto factor, el más importante, es que, si en ocasiones, la formación no ha tenido más remedio que respetar el hacer democrático, cuando se ha sentido fuerte ha escogido el camino de la violencia y la represión. Si de la Gran Depresión, verbigracia, surge el Estado de Bienestar, recuperada la fuerza el «guante de seda» pasó a segundo plano. Insistamos en la idea: en el presente, el crecimiento del entresijo financiero y la globalización de mercados y cadenas de valor se encargan de disciplinar a los gobiernos. Y estos, a sus pueblos.
Dentro de ese contexto, las elecciones suponen el camuflaje, pues no pueden trocar factores tales la desigualdad, que viene en andas de la mundialización, ese fenómeno que no cesa, y se enra í za, a pesar de la moda de negarlo entre algunos académicos y grandes medios de comunicación.
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