Pese a los avances, en las modernas sociedades la función política de sus ciudadanos está sensiblemente devaluada al haber sido desplazada hacia una minoría representativa. En consecuencia, la ciudadanía puede creer que quien gobierna una sociedad es ella misma a través de sus representantes. También que, aunque no gobierne, resulta que gobierne por extensión del […]
Pese a los avances, en las modernas sociedades la función política de sus ciudadanos está sensiblemente devaluada al haber sido desplazada hacia una minoría representativa. En consecuencia, la ciudadanía puede creer que quien gobierna una sociedad es ella misma a través de sus representantes. También que, aunque no gobierne, resulta que gobierne por extensión del poder del voto. Tal vez resulte que quien gobierna es la propia democracia moderna. Sin embargo, cualquier observador escéptico puede llegar a la conclusión de que la democracia al uso es un juego muy especial para distraer políticamente a la masa de espectadores.
Quizás la tercera posición tiene mayores visos de objetividad, porque en el proceso, aunque la intervención del elector es significativa, los verdaderos protagonistas son los que bajan a la arena. El elector pulsa el botón de la maquina, mientras los candidatos marcan el espectáculo. El punto álgido de la partida se alcanza con las elecciones. Si bien hay que considerar el mercadeo preelectoral y los ajustes postelectorales. No obstante la función de entretenimiento no concluye con la toma de posesión del gobierno democrático, sino que se va prolongando en el tiempo hasta empalmar con los siguientes prolegómenos electorales en los que se inicia una nueva partida.
Hablando de la democracia que se oferta, se trata de un juego mayoritariamente visual en el que intervienen, junto con los jugadores que salen a escena, los espectadores. Observan el espectáculo del que alguno de los participantes resultará ganador, como suele suceder en otros juegos de competición. En su punto álgido, el proceso es como una moderna lucha de gladiadores que tratan de deshacer de sus rivales con el arma de la retórica a base de agredir y defenderse con discursos, pretendiendo arrollar a su enemigo y ganarse el favor de los espectadores. La peculiaridad del juego democrático es precisamente que el espectador decide quien es el ganador, sin necesidad de que se use la violencia, simplemente se trata de tomar partido por una parte. Es en el momento de depositar el voto en el que el simple observador interviene en el juego, pretendiendo inclinar la balanza en favor de alguno de los participantes. Cuando hay una mayoría única resultante del proceso electoral o fruto de las componendas subsiguientes, el ganador del juego incruento ocupa el sitial de la autoridad y, olvidando a quien le eligió, comienza a regir el destino de los espectadores. Al final, los que siguen jugando a su aire son los protagonistas del juego, mientras los espectadores, cumpliendo su función, se quedan esperando para observar el desarrollo de un juego en el que ya no participan.
Vuelve a rondar la gran duda de si la ciudadanía gobierna, incluso si gobierna esa minoría de partido resultado de la contienda electoral o, en todo caso, si lo hace la democracia misma.
Lo primero prácticamente queda descartado. En virtud del principio de representación no sujeto a mandato expreso, por el que se rige este modelo de gobierno, los ciudadanos en democracia no gobiernan, simplemente son gobernados.
Por otro lado, parecería ingenuo pensar que quien ha sido parte del espectáculo pase a ser gobernante por el toque mágico del electorado. El poder de gobierno es algo solido situado muy por encima del sitial de gobernante y permanece ajeno a los avatares del juego. Como juego que es todo está previsto con anterioridad, con independencia del que gane el torneo, porque cualquier jugador es solo jugador, pero no gobernante real.
Quiere esto decir que más allá de las voluntades electorales intervinientes en el juego hay algo más sólido que permite al elegido gobernar como autoridad, pero no que gobierne. El primer límite está en la estructura estatal que fija el marco de la autoridad. No es posible gobernar la margen del Estado de Derecho. El segundo límite viene establecido por la fuerza real o síntesis de intereses que nueve la sociedad, con capacidad para dirigirla en una u otra dirección. Son sus comisionados los que fijan la acción de gobierno, porque no tendría sentido que alguien ajeno al sistema, que es el fabricante de la realidad real, tratara de dirigir una realidad que desconoce.
En relación con la tercera posibilidad, resulta que no hay margen para la casualidad producto del voto, tal como sostiene la democracia al uso, ningún producto del azar puede cambiar el curso de la realidad prefabricada. De ahí la falacia de las ideologías puras, refugiadas en la utopía o simples productos ocasionales populistas para marcar diferencias ante el electorado, porque nunca podrán enfrentarse a la ideología del sistema, puesto que es el soporte intelectual del mundo real, asistido sobre el terreno por el empresariado capitalista. La consecuencia es que los elegidos bajo el paraguas de un partido tienen dos opciones, bien jugar en los términos marcados por el sistema para sobrevivir como autoridad u oponerse a él y fracasar. Rascando en la apariencia, no es difícil descubrir que, por encima del juego democrático está ese entramado, demasiado real, que conduce de manera efectiva y a su voluntad a toda la sociedad.
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