El viejo desvía la mirada hacia el calendario y ve que la Navidad está al caer. Se levanta refunfuñando y, con paso lento, va hacia la chimenea, apaga el fuego para ahorrar madera durante la travesía y luego abre la puerta de su cabaña. Una ráfaga de aire glacial se cuela en el interior. Hace […]
El viejo desvía la mirada hacia el calendario y ve que la Navidad está al caer. Se levanta refunfuñando y, con paso lento, va hacia la chimenea, apaga el fuego para ahorrar madera durante la travesía y luego abre la puerta de su cabaña. Una ráfaga de aire glacial se cuela en el interior. Hace un frío polar. «Qué mal ando de memoria, se me había olvidado el viaje navideño», piensa mientras se acerca al establo. «Debe ser por el cambio climático, desde que destruyeron la capa de ozono con tanto humo ya no me funciona el cerebro». Tiene una barba blanquísima que le llega a la cintura y que sería indistinguible de la nieve en el paisaje si no fuera por el vivo color bermellón de su indumentaria. Los renos lo saludan con alegres resoplidos al entrar. Les pone las guarniciones, los engancha al trineo y ata detrás la carga de juguetes de contrabando que sus amigotes borrachines del movimiento libertario le han conseguido en el mercado negro de Taiwan.
Antes de partir, saca de un enorme talego una botella del vodka ilegal que le suministra el fiel Nikita y se bebe medio litro a gollete. Siente un calorcillo inmediato en el interior y se le quitan las preocupaciones. Es verdad que olvida con facilidad las cosas más inolvidables y que pierde el hilo, que de unos años a esta parte no sabe nunca dónde ha puesto la marihuana, el Viagra, los preservativos o la caja de aspirinas para el reuma, pero el momento más triste fue cuando en un delirio confundió a Nuliajuk, la tierna esquimal que lo había solazado tantas lunas, con la tremenda Condoleezza Rice y la echó a patadas de la cabaña. Desde entonces, a pesar de sus excusas, Nuliajuk se niega a hablarle y ahora él tiene que apañarse como puede. Será por eso -la soledad agobia- que suele estar resentido. Menos mal que la alegría de los niños al recibir juguetes en la noche mágica es contagiosa.
-Se acabaron las complicidades con esa gente, Nok -le dice al reno que tiene más cerca-. Esta Navidad no hago más el payaso en los almacenes, si quieren regalos que vayan a pedírselos al trío de las Azores. Además, me voy a agenciar una chilaba y, a partir de ahora, que les den.
El vodka y los frijoles cubanos que le trajo un emisario del comandante ya han empezado a hacer su efecto cuando sobrevuela Moscú. Suelta una sonora ventosidad, inaudible a ras de tierra. Hace un corte de mangas.
-Para el Putin, por traidor.
Llega a destino. Es una ciudad mártir, como Guernica, como Hiroshima. Las casas que visita están llenas de cadáveres en descomposición o roídos por los perros. Deposita una muñeca de trapo junto a una niña inerme de rostro irreconocible por la metralla. Llora desconsolado. Diez segundos después, una ráfaga de fusil automático lo libera de sus penas.
-Estos árabes, además de terroristas, son raros -dice el soldado yanqui mientras le da una patada en la cara al viejo que agoniza-. Mira que disfrazarse de Papá Noel en Faluya. Bob, hazme una foto junto a él para que se la mande a Susan.
No puede enviarla, porque media hora más tarde una bomba disimulada por la resistencia bajo las piedras de la calle lo hace saltar en pedazos. A los pocos días, en un pueblecito de Oklahoma se reza un emotivo responso por el héroe caído y al final todos cantan God Bless America.