Nací cuando ya había pasado todo «lo gordo» en mi país, en 1979. Quiero decir con esto que me perdí cosas bien gordas, como el «españoles, Franco ha muerto» o los esfuerzos de unos y otros para acordar la Constitución de 1978. Por eso, cuando me descargo de Internet un documental sobre la Transición de un programa de la tele que no pude ver, es imposible que pueda emocionarme igual que otras personas que sí vivieron aquello en su adultez siendo adultos. Interesarme, sí. Emocionarme no.
Formo parte de esa generación que crecimos con Espinete, y como decía el anuncio de Coca-cola: de los que primero jugamos a los marcianitos y sabemos quién es Maira del un, dos, tres. Así que claramente, aquello de «todo el mundo al suelo» en 1981 -o el día más difícil del rey– me cogió en pañales. Y al año siguiente, la mayoría absoluta famosa, y más allá de eso el divorcio libre… Naturalmente, uno andaba en el colegio sin enterarse de nada -de nada «emocionante»-. Supongo que muchos como yo habrán preguntado a los suyos cómo se vivió en casa el 23-F, en plan ¿qué sentisteis, dónde estábais, qué hicisteis? ¡Porque yo no me enteré de nada! No parece que emocionante fuera la palabra adecuada, sino acojonante -en su versión de acojonar-. Una cosa así, que podía afectar a tanta gente…
Debo decir que jamás he asistido a un mitin político. Quizá es porque, para mí, siempre han existido los mítines de partidos distintos, y no es algo que me emocione especialmente. Quizá también porque prefiero descargarme completito el programa electoral de Internet a ver qué me venden. Da igual que me lo quiten de la página del partido pasado un tiempo prudencial. En Internet brotan las noticias así como en algunas casas, los calcetines parecen brotar del cajón. Sigue siendo como cosa de magia para algunos -lo de Internet también, aunque usen «el Google», el e-mail y se conecten frecuentemente-.
He tenido derecho al voto en tres elecciones generales y he votado en las dos últimas. Sí, no se sorprendan, yo también preferiría listas abiertas, pero de momento no creo que las vacas vuelen, aunque ahora existan hasta mulas electrónicas. Como decía, ejercí mi derecho al voto en las dos últimas elecciones, así que me siento por un lado como «los que permitieron la mayoría absoluta del PP por quedarse en casa» y por otro, debo ser de los que se emocionaron levemente con aquello de «el poder no me va a cambiar», aunque nuestro presidente debería reconocer que un poco al menos, sí.
Será por mi generación, pero ahora que he cumplido 30 años, y recapitulando emociones así «gordas», de país -qué país-, me doy cuenta de que uno de esos momentos gordos fue cuando liberalizaron las telecomunicaciones. Aquello sí que lo viví con cabeza. Telefónica era el Imperio y parecía que los internautas de entonces éramos cuatro rebeldes sin causa. Como todo lo impopular, un agosto de 1998 subieron las tarifas telefónicas locales: cada minuto que pasábamos conectados a Internet costaba un riñón.
Un par de meses antes de esa subida les di un disgustillo a mis padres, iba en un sobre y era una factura de 68.000 pesetas de las de antes. Creo que no me molieron a palos porque está mal visto pegarle a un hijo, y eso que antiguamente no había denuncias por cosas así. El día 3 de septiembre de ese año, los internautas hicimos nuestra primera huelga y nos organizamos.
Minnesota, Madrid, año 2000. El programa especial de las elecciones generales en Telecinco lo presentaba Àngels Barceló. Me sorprendió lo pequeñita que es, al verla allí en el plató. Era la primera vez que la veía de pie y no era igual que desde casa presentando las noticias. Recuerdo cómo la periodista Montserrat Domínguez estaba enfadadísima, fuera de cámara. No por los resultados electorales, que daban la mayoría absoluta al PP, sino porque el impacto de la noticia desbarató los tiempos del programa y todos los que habíamos sido invitados a hablar, nos quedamos sin poder hacerlo.
A mí me habían maquillado por primera vez para salir en directo en la tele. Era emocionante: o sea que estaba como un flan. Sentado junto a otros invitados que también tenían previsto hablar sobre las promesas electorales realizadas por todos los partidos. Me daba igual quién ganara. Yo me repetía, una y otra vez, más o menos lo que quería decir, en nombre de la Asociación de Internautas: «sólo esperamos del nuevo gobierno que salga, que tenga en cuenta nuestras reivindicaciones sobre Internet, ya que el asunto de la Tarifa Plana está en vía muerta en el Congreso de los Diputados y todos han hecho muchas promesas». Imposible que me saliera igual con los nervios que llevaba.
Aunque nadie pudo finalmente intervenir en el programa, fue muy emocionante. Con el lema «seguimos mirando el reloj» y después de casi tres años de ser tremendamente pesados, los internautas habíamos logrado llevar a la agenda política el asunto demencial de tener que pagar cada minuto que se pasaba conectado a Internet. Tuve la suerte de vivir en primera persona todo aquello y ver cómo nos habíamos sentado con todos los partidos políticos, pues pasé esos años en Madrid. La mayoría de la sociedad sabía lo que era la Tarifa plana, aunque algunos seguían pensando que solamente era una cuestión de conectados compulsivos. El resto es historia digital, y había sido realmente agotador.
El pasado 24 de mayo de 2009 asistí al primer mitin de mi vida, pero no era político. Volé desde Mallorca porque tenía que asistir. Mi querida Asociación de Internautas había convocado un acto sin precedentes en la capital y se habían adherido diversas organizaciones de todo color. Sólo tenía claro que iba a leerse este manifiesto defendiendo las libertades civiles, amenazadas hoy en Internet y afectando a toda la sociedad.
Fue allí donde tuve una de las sensaciones más emocionantes de mi vida. Aunque teníamos autorización, aquello empezó a tener un agradable olor a clandestino. Fue cuando el abogado Carlos Sánchez Almeida empezó a hablar. Me preguntaba a mí mismo, muy enfadado, cómo era posible que tuviéramos que reunirnos de esa forma en Madrid para defender libertades básicas, desde el micrófono, al viento. Sinceramente yo pensaba que con eso de «las libertades» ya sólo podían emocionarse aquellos con años suficientes como para haber visto nacer canciones del estilo de Canto a la libertad de Labordeta o aquellos que hubieran seguido a Serrat desde jóvenes. Por eso, gracias de corazón, gracias por emocionarme desde el primer momento, a todos los que subisteis allí a hablar. Definitivamente, nuestra tierra de libertad es Internet y los que un día fueron «los dioses del transporte de información» nos acechan.
Fueron contundentes discursos. Sé que me emocioné de pies a cabeza porque grité varias veces con todas mis fuerzas en cada uno de los discursos. Y no era en un partido de fútbol. Me daba cuenta de que todas las cosas que decíais, me importaban profundamente como ciudadano, supongo que por cosas de la generación, por una simple cuestión de cultura, de cultura digital. Fue un domingo 24 de mayo frente al Ministerio de Cultura, en la Plaza del Rey de Madrid, y no vi a nadie de lo que podríamos llamar «cultura oficial». Eso sí, de internet salimos 300 de toda condición, y estoy de acuerdo en que sonó un himno de libertad, ese día, en aquella plaza.
Señores políticos. ¿No les da vergüenza?
Alguien dijo una vez: «Telefónica no puede refugiarse en que es una empresa privada. Es una empresa privada, pero que presta un servicio reconocido en la Constitución como esencial, un servicio público. Y tiene que estar regulado». Hoy las entidades privadas son las SGAEs y compañías, auténticos trileros del lenguaje, que si bien no prestan servicios públicos, pretenden forzar la legislación con reformas demenciales en contra del interés general. El límite a ciertos derechos también está en la Constitución.
Señores políticos: ustedes, y ellos, son los analfabetos digitales de hoy. Las descargas no pueden regularse. Toda resistencia es inútil. Ya no tienen el poder absoluto de sus fábricas y la exclusividad de la copia. Los bits pueden transferirse de un sitio a otro sin control, sin autorización. Comprendo que es duro reconocerlo. Que los propietarios de los derechos encuentren su sitio en este mundo digital, pero que no sea a costa de la Constitución.
Artículo de Juan Gabriel Covas Programador informático y miembro fundador de la Asociación de Internautas.
http://www.internautas.org/html/5589.html