Se ha creado una mala costumbre: separar a un autor respecto de las bases teóricas que les servían como soporte; separarle de sus presupuestos teóricos e históricos inmediatos. Esta separación ha hecho que algunos otorguen los méritos del pensamiento original, en el sentido de exclusividad, a autores cuyo gran mérito fue precisamente desarrollar tesis elaboradas […]
Se ha creado una mala costumbre: separar a un autor respecto de las bases teóricas que les servían como soporte; separarle de sus presupuestos teóricos e históricos inmediatos. Esta separación ha hecho que algunos otorguen los méritos del pensamiento original, en el sentido de exclusividad, a autores cuyo gran mérito fue precisamente desarrollar tesis elaboradas por otros, aunque enriqueciéndolas. En los trabajos académicos sobre Gramsci, parece ser bastante común este procedimiento. Se estudia, se escribe sobre el pensamiento de Gramsci desvinculándolo de sus presupuestos teóricos y políticos inmediatos, que fueron el pensamiento y la acción política de Lenin. Y Gramsci fue, en mi opinión, por encima de todo, un leninista.
Mucho de lo que se le atribuyó como contribución exclusiva no es más -y esto es mucho- que la aplicación original de las tesis defendidas por Lenin. No queremos aquí reducir al mínimo la importancia de quien fue, como está reconocido, uno de los principales teóricos marxistas del siglo XX. Lo que pretendemos es recolocar su producción teórica de pie, ya que, en cierto sentido, está al revés.
Tal vez nuestra primera zambullida en el concepto de hegemonía puede mostrarnos la íntima relación existente entre el pensamiento de Lenin y la obra de Gramsci respetando, es evidente, los limites históricos de estos autores que, aunque contemporáneos, tuvieron vivencias y experiencias políticas bastantes diferenciadas, transitando por situaciones históricas muy particulares.
Lenin y la hegemonía
Fue el propio Gramsci quien, en diversos pasajes de su obra, reconoció la paternidad leninista del concepto de hegemonía. Afirmó: «El principio teórico-político de la hegemonía (…) es la mayor contribución teórica de V. Ilich a la filosofía de la praxis». En otro texto, reafirmó esta idea: «Es posible afirmar -dijo Gramsci- que la característica esencial de la filosofía de la praxis más moderna (refiriéndose a Lenin) consiste en el concepto histórico-político de hegemonía».
Estas afirmaciones, extraídas de sus ‘Cuadernos de la Cárcel’, son pruebas más que suficientes de que Gramsci no pretendió crear algo esencialmente nuevo y sí desarrollar algo ya existente (al menos, en lo que se refiere al concepto de hegemonía), algo que sería para Gramsci el «punto esencial» del marxismo, «la mayor contribución teórica» de Lenin.
El concepto de hegemonía fue, ciertamente, como afirmó Gramsci, una de las mayores aportaciones de Lenin a la ciencia política marxista, aunque, contradictoriamente, como recordó Luciano Gruppi, pocas veces esta terminología haya aparecido en su obra, y las pocas veces que se utilizó ese término fue durante el breve espacio de tiempo que precedió a la revolución de 1905.
Veamos entonces cómo surgió este concepto en la obra de Lenin durante este corto período de tiempo. Afirmó Gramsci: «Según el punto de vista del proletariado, la hegemonía pertenece a quien lucha con mayor energía (…), al jefe ideológico de la democracia». Por tanto, hegemonía tuvo para Lenin el evidente sentido de dirección política, y sólo podría elaborarse cuando una clase abandonase su visión exclusivista de corporación; en el caso del proletariado, cuando abandonase la visión economicista -y corporativa- de la lucha exclusivamente sindical, y se aferrase al hilo conductor de las grandes transformaciones que es la lucha política revolucionaria. Si el proletariado, en cuanto clase, quisiera construir su hegemonía política sobre el conjunto de la sociedad, debería abandonar el «estricto limite de la lucha económica contra el patrón y el Gobierno», y situarse en la línea del frente de las luchas «contra cualquier manifestación de arbitrariedad y de opresión, donde quiera que se produzca, cualquiera que sea la clase o grupo social afectados.» Tener hegemonía significaba para el proletariado, ante todo, ganar para su lado a la mayoría de las clases subalternas, mas para esto seria preciso que el proletariado fuese la dirección más consecuente de su lucha, portavoz auténtico de las aspiraciones del conjunto del pueblo. Podemos decir que, en Lenin, el concepto de hegemonía se articulaba con otro concepto central, el de vanguardia, entendido como dirección de un arco, más o menos amplio, de alianzas.
No obstante, ser vanguardia no se podría afrontar sólo como un acto de «autoafirmación revolucionaria». Para que una fuerza política se constituya como vanguardia sería necesario que se inserte en la acción política de las masas populares. Para ello, no bastaba llamarse vanguardia sino que sería preciso «proceder de forma que todos los demás grupos se diesen cuenta y se viesen obligados a reconocer» que los socialistas marchaban al frente. Y terminó diciendo: «Los representantes de los demás grupos (no) serían imbéciles hasta el punto de reconocer que somos vanguardia sólo porque lo decimos».
En los primeros años del siglo pasado, los socialdemócratas rusos se vieron divididos en relación con la respuesta que dar a una serie de cuestiones, entre ellas: ¿El proletariado debería o no participar en el proceso de revolución burguesa? ¿Debería o no procurar dar a esa cuestión una solución de continuidad que le favorezca? ¿Debería o no ejercer el papel dirigente?
En particular, cuanto se plantearon estas cuestiones, se levantaron quienes afirmaban que el proletariado no debería participar como fuerza dirigente del proceso revolucionario. La revolución burguesa debería ser obra exclusiva de la propia burguesía. El proletariado sólo debería dar su consentimiento, apoyándola «críticamente», sin el trabajo de sus manos. Debería esperar, con paciencia, su vez. Para quienes la cuestión del poder para la clase obrera no estaba situada en el orden del día, la hegemonía tampoco era un problema que resolver.
Mas, para Lenin, al contrario, el problema del poder político estaba planteado desde el primer día, y la conquista de la hegemonía se constituía en un problema clave que debería comenzar a resolverse teórica e políticamente. Ganar al conjunto de las clases subalternas para su dirección política es la tarea primera del proletariado revolucionario y de su partido político. Es la tarea a la que Lenin se lanzó con todas sus fuerzas, durante toda su vida de militante.
¿Cómo afrontaba Lenin la cuestión de la conquista de la hegemonía en 1905?
Al contrario de los mencheviques, que afirmaban que el proletariado debería abandonar la dirección de la lucha política, durante la primera fase de la revolución, en manos de la propia burguesía, Lenin defendió la tesis de que el proletariado debería procurar mantenerse en la dirección del movimiento. «No sólo podemos -afirmó Lenin- sino que debemos dirigir de cualquier forma esa actividad de los diversos grupos de oposición si queremos ser vanguardia».
Lenin continuó: «Pero si queremos ser demócratas avanzados (vanguardia de la lucha contra la autocracia) debemos tener la preocupación de incitar a pensar exactamente quienes sólo están descontentos con el régimen universitario, o sólo con el régimen de los ‘zemstvos’ (…), a pensar que todo el régimen político carece de valor. Nosotros debemos asumir la organización de una amplia lucha política bajo la dirección de nuestro partido.»
La conquista de la hegemonía para el proletariado significaba también, y principalmente, la conquista de las masas de campesinos, y esto sólo seria posible con la elaboración de un programa mínimo que incluyese la reivindicación de la propiedad de la tierra, reivindicación de cuño burgués que, contradictoriamente, va más allá de los límites que la burguesía liberal deseaba con su proyecto de revolución.
Por tanto, la conquista de la hegemonía exigía ciertas concesiones del proletariado a las demás clases subalternas, a veces hasta ciertas fracciones de las clases explotadoras. La hegemonía, en cuanto resultado del proceso de conquista de la dirección política, exigía la atención de algunos intereses específicos de estas clases y fracciones de clases, sin lo que cualquier propuesta seria frase vacía. Lenin afirmó: «Sólo estableciendo una relación de amplia alianza con los campesinos el proletariado puede convertirse en fuerza dirigente de la revolución y puede romper con el nexo entre la revolución democrática y la hegemonía burguesa».
Para Lenin, el problema de la construcción de la hegemonía del proletariado fue clave, no sólo en los períodos que anteceden a la revolución, como instrumento necesario para la conquista del poder político, sino también en los momentos posteriores de construcción de una nueva sociedad.
Lenin tuvo el mérito de rescatar el marxismo del cenagal del economicismo donde, en grande medida, había caído después de la muerte de Engels. Rescató el papel activo de los hombres organizados en partidos políticos como agentes vivos del proceso de transformación social. Una transformación que se da fundamentalmente en la esfera de la lucha política de masas. En esta elección, abierta por Lenin, seguiría Gramsci.
Gramsci y la hegemonía
«Los comunistas turineses habían planteado concretamente la cuestión de la hegemonía del proletariado, es decir, la base social de la dictadura del proletariado y del Estado proletario». Así, Gramsci abordó el problema de la hegemonía en su obra clásica ‘La cuestión meridional’, donde podemos ver que, para él, al menos en esta obra anterior a su estancia en la cárcel, hegemonía y dictadura eran aspectos indisociables del poder obrero y popular.
Pero existía una condición para que se lograse la hegemonía del proletariado. «El proletariado -afirmó- puede convertirse en la clase dirigente dominante en la medida en que logre crear un sistema de alianzas de clases que permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de la población trabajadora.» Era preciso ampliar la base social de la revolución y del nuevo poder que surgiría; por tanto, era necesaria la construcción de un amplio frente bajo la dirección política y cultural de la clase obrera y de su partido político: el Partido Comunista.
Luciano Gruppi nos recordó que, al contrario de Gramsci, Lenin, en sus textos, parecía reducir el concepto de hegemonía a un «determinado tipo de alianza», sin utilizar jamás el término para designar el propio ejercicio de la dictadura del proletariado. El motivo, según Gruppi, seria que Lenin estaba «empeñado en una polémica directa, en una áspera lucha contra los reformistas, contra los social demócratas que negaban el concepto marxista de dictadura del proletariado».
En mi opinión, Gruppi, aquí estaba acertado sólo en parte. El refuerzo, o mejor dicho, el rescate del término ‘dictadura del proletariado’, no se dio, exclusivamente, por causa del fuerte debate ocurrido en el seno de las corrientes socialdemócratas, sino fundamentalmente debido a la precisión del término. Para Lenin, el ejercicio de la dictadura del proletariado presuponía la hegemonía política de esta clase, y era un componente necesario para la construcción y la estabilidad del nuevo Régimen.
No obstante, los dos conceptos -dictadura y hegemonía- no se confundirían (aunque esta confusión pueda existir en algunas partes de la obra de Gramsci), pues la primera se refería a la esencia particular del nuevo poder que surge -el Estado obrero- conviene acordarnos de la fórmula concisa de Engels: Estado es igual a dictadura de clase; el segundo señalaba la dirección político-ideológica que forjaría la base social necesaria para la conquista del poder político y la construcción del Estado socialista.
En este sentido podemos afirmar que el concepto de hegemonía, aunque no explicitado, estuvo presente en toda la obra política de Lenin, ganando mayor importancia durante los períodos revolucionarios (1905 y 1917) y también en los primeros años de construcción del poder socialista, traduciéndose en el difícil problema de la alianza entre obreros y campesinos, entre los obreros y la intelectualidad formada en el seno de la sociedad capitalista, etc.
Gramsci afirmó: «El proletariado, mediante su partido político, consigue (…) crear un sistema de alianzas en el sur, o entonces las masas campesinas buscarán dirigentes políticos en esta misma zona, o sea, se entregarán completamente en manos de la pequeña burguesía, convirtiéndose en reserva de la contrarrevolución». Continuó: «El problema campesino siendo el problema central de cualquier revolución en nuestro país y de cualquier revolución que quiera dar frutos: y por esto, debe ser planteado con coraje y decisión». Una vez más, vemos aquí el pensamiento de Lenin con toda su fuerza.
En Italia, tales tesis cumplieron un papel importante, dado que el movimiento obrero y socialista, desde la derecha socialdemócrata -que tendía a formar una alianza prioritaria con la burguesía liberal norteña y someterse a ella- hasta los izquierdistas de Bordiga -contrarios a cualquier solución de compromiso en relación al Programa máximo de los comunistas- se mostraba contrario a una alianza estratégica entre los obreros del norte y los campesinos del sur. Por tanto, plantear el problema de la construcción de la alianza obrera y campesina en Italia era, también, plantear concretamente el problema de la construcción de la hegemonía por el proletariado en el proceso revolucionario italiano. Sin temor a exagerar, podemos afirmar que Gramsci fue el principal dirigente revolucionario leninista en la Italia del finales del decenio de 1910 y comienzos de los años 1920.
Coerción y hegemonía
Surge entonces una pregunta: ¿podría existir un Estado que se mantuviese sin la coerción o sin la hegemonía? La respuesta del marxismo debería ser no. No obstante, varios autores afirmaron que aquí habría una diferencia fundamental entre los conceptos de Lenin y de Gramsci sobre el Estado. Reconozco que las diferencias entre ambos pensadores no son tan significativas. Lo que existió fue el refuerzo de uno u otro aspecto de la dictadura de clase, entendida siempre como articulación compleja entre dirección político-ideológica y coerción. Ningún Estado podría sostenerse permanentemente sólo mediante la coerción y, por el contrario, ningún Estado, por más democrático que sea, puede dejar de utilizar ampliamente los mecanismos represivos disponibles para mantener el orden establecido; es decir, para impedir que las relaciones de las clases que le sostienen sean eliminadas por la lucha de clases.
Esta diferencia en la tónica fue fruto de los diferentes momentos históricos donde se insertaron dichas producciones teóricas. Lenin escribió sus principales trabajos sobre el Estado, y por tanto sobre la dictadura de clase, en un período bastante próximo del asalto al poder en Rusia, en plena efervescencia revolucionaria en Europa; por tanto, en un período de agravamiento de la lucha de clases y en medio de un acalorado debate entre las alas izquierda y derecha de la social democracia. Esta última negaba categóricamente el papel central de la violencia revolucionaria en los procesos transiciones socialistas y la necesidad de implantación de una dictadura del Proletariado.
Todo esto llevó a Lenin a concentrar su atención en el problema del Estado en cuanto instrumento de coerción en manos de una clase social, en detrimento de los roles de educador y de dirigente, esbozados en algunas obras anteriores y posteriores. Incluso en ‘Estado y revolución’ y en ‘El renegado Kautsky’, ambas de 1917, este aspecto estaba presente, aunque de manera no central.
Fue el propio Lenin quien nos habló del rol del Estado socialista, que sería «dirigir, organizar (…), ser el educador, el dirigente de todos los explotados, en la tarea de organización de la vida social, sin la burguesía y contra ella.» Estas características convivirán, lado a lado, con el ejercicio de la coerción sobre los restos de las clases explotadoras separadas del Poder.
Me gustaría citar, corriendo el riesgo de resultar fastidioso, otros pasajes (ambas extraídas de la obra ‘El Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo’) en las cuales Lenin reforzó o papel de educador e de dirección del Estado proletario. «La dictadura del Proletariado, afirmó, es una lucha tenaz, cruel y terrible, violenta y pacífica, militar, económica, pedagógica y administrativa, contra las fuerzas tradicionalistas de la vieja sociedad», y continuó diciendo: «Bajo la Dictadura del Proletariado, será preciso reeducar a millones de campesinos y pequeños propietarios, intelectuales burgueses, subordinando a todos a la dirección del proletariado».
Gramsci, por su vez, escribió no momento de retroceso de la revolución europea e de avance del nazi-fascismo. Por fin, o propio entendimiento de que o Estado seria uno instrumento de coerción de una clase sobre a otra ya estaba por demás consolidado no interior del movimiento comunista internacional a ponto de se tornar o único aspecto a ser considerado. Este fue, sin duda, o reflejo de una lectura dogmática y ahistórica de los textos del propio Lenin.
Gramsci se esforzó, justamente, en rescatar las aportaciones de Lenin y profundizarlas; para Gramsci, el problema del Estado era más complejo. Sin olvidar que el Estado era fundamentalmente un instrumento de coerción, amplió su estudio a uno otro aspecto: el Estado en cuanto dirigente y educador, esforzándose en comprender el rol que las ideologías desempeñaban en este proceso.
Gramsci comprendió que la producción y la reproducción de las relaciones sociales -y políticas- no podían darse, exclusivamente, a través de la coerción; se daban de múltiples (y complejas) formas, donde las ideologías tenían un papel decisivo. Para Gramsci, el Estado seria «hegemonía acorazada de coerción». Era preciso superar las tesis simplistas imperantes en el seno de la III Internacional y él, con la ayuda de Lenin, en cierto sentido, las superó.
* Historiador, doctorando en Ciencias sociales por la Unicamp, miembro del Comité Central del Partido Comunista de Brasil y de la Comisión editorial de las Revistas ‘Debate Sindical’ y ‘Principios’