Lo contaba Vicente Verdú en «El planeta americano» (editorial Anagrama): «Hoy es ya difícil comprarse un mueble o un coche en el corazón urbano de Estados Unidos y sólo los fast-foods, las tiendas de ropa agrupadas en centros comerciales, los teatros y los museos permanecen en zonas tradicionales. Los nuevos lugares de ocio, los cines […]
Lo contaba Vicente Verdú en «El planeta americano» (editorial Anagrama): «Hoy es ya difícil comprarse un mueble o un coche en el corazón urbano de Estados Unidos y sólo los fast-foods, las tiendas de ropa agrupadas en centros comerciales, los teatros y los museos permanecen en zonas tradicionales. Los nuevos lugares de ocio, los cines o los night clubs, las boleras o los comercios boyantes se sitúan en los malls a millas de distancia de la antigua calle mayor». Fenómeno tristemente universalizado, la subcultura de las grandes superficies comerciales sigue imponiendo sus designios en las geografías de los cuatro puntos cardinales. El ágora, la histórica plaza pública como lugar de encuentro e intercambio cultural siempre abierta a sus ciudadanos durante siglos de experiencia humana, ha sucumbido hace décadas ante la deificación de los nuevos parques temáticos de la mercantilización, articulados en torno al axioma doctrinal del «consumo luego existo». Lo señala claramente Jeremy Rifkin en su interesantísimo ensayo «La era del acceso» (editorial Paidós): «El elemento central de esta nueva aventura del capitalismo globalizado se basa en transformar toda experiencia cultural y vital en una actividad comercial»… No tenemos que ir muy lejos para comprobarlo: en esta Euskal Herria tan mitificadamente «distinta», las grandes empresas del consumo planificado (vascas en su capital de origen o foráneas en su inversión, tanto monta, monta tanto) han llenado la periferia de nuestras ciudades de nuevos macrotemplos sujetos a la liturgia intransferible de la tarjeta de crédito, puerta de acceso a los «placeres» más insospechados desde comprar a precios realmente interesantes el último modelo de cepillo de dientes eléctrico hasta poder «disfrutar» de la más reciente producción de las majors norteamericanas con una tonelada de palomitas como complemento lúdico-nutritivo, desde quedar con los amigos o vecinos para un «paseo» vespertino hasta pasar una revisión óptica con «totales garantías» oftalmológicas… En menos de treinta años, nuestras plazas públicas han desaparecido devoradas por el reino de las autopistas y su extensión comercial gracias a los últimos modelos de vehículos que, como en los anuncios publicitarios que nos persiguen veinticuatro horas sobre veinticuatro (tiempo de sueño incluido), nos trasladan «libre y voluntariamente» al paraíso de los ghettos cerrados y periféricos, rodeados de «seguridad» (generalmente armada), fragancias diversas, estilismo kitch y luces en perpetuo movimiento. Ya a finales del siglo XX, los adolescentes estadounidenses pasaban más tiempo en los centros comerciales que en cualquier otro lugar a excepción de su casa y el instituto. Una tendencia extrapolable hoy a buena parte de la juventud bonaerense, japonesa, salvadoreña y… ¿vasca? Todavía no hemos escuchado a ninguna «autoridad competente» levantar la voz ante esta «pérdida de valores», argumento usado hasta la saciedad ante otro tipo de alternativas de ocio al parecer menos decorosas…
Subcultura del espectáculo en su sentido más primario y alienante, estos centros privados con sus propias reglas de acceso, conviene no olvidarlo, se han revelado como nuevos escenarios de encuentro e intercambio con una temperatura siempre equilibrada y placentera (sea verano o invierno, estemos en el norte o en el sur) como un elemento más de ruptura fronteriza con el exterior, un ambiente cerrado casi herméticamente en el que por unas horas (ver folletos) podemos olvidarnos por fin del mundo real y su «guerra sin cuartel» situándonos en el laberinto como actores libres y directos gracias a un entorno con sonidos peculiares, supuestas distracciones y quién sabe qué sorpresas inesperadas… Los datos señalan que hoy un ciudadano medio de cualquier parte del mundo industrializado (con extensión cada día más evidente a las «periferias del sistema») visita un centro comercial cada diez días, pasando entre sus límites territoriales una media de hora y cuarto. Es decir, dos mil setecientos minutos de su «tiempo propio» al año. Por no hacer una extrapolación a más largo plazo… En esta nueva era de la nada, los megacentros y los supuestos destinos temáticos de entretenimiento son las principales puertas de acceso a unos «gramos de felicidad» pero menos entre el silencio siempre sospechoso de una clase política que, en la mayoría de los casos, esconde con su actitud oscuros intereses económicos en extraña complicidad con los «mecenas» de esta arquitectura «atrayente» y «seductora» pero no precisamente altruista, que han favorecido con su libro de estilo democrático. Por cierto y a modo de coda final, una propuesta empírica: en vuestra próxima visita a un centro comercial, viaje siempre sin retorno posible, fijaros en cuántos relojes podéis observar entre las fuentes, surtidores y nenúfares, entre los carteles luminosos, los colores de las cristaleras o las lámparas de los techos. Es difícil localizarlos, si es que existen. Porque en el reino de nunca jamás el tiempo se detiene plácidamente mientras se abre el telón y comienza un reality show televisivo y tridimensional en sesión continua en el que nosotros y sólo nosotros, dicen, somos los auténticos protagonistas…
(Joseba Macías es sociólogo, periodista y profesor de la EHU-UPV).