El estatus privilegiado de la industria de la defensa en los Estados Unidos refleja la fortaleza del complejo militar industrial. Por mucho tiempo los teóricos marxistas estudiaron el imperialismo sobre todo desde la perspectiva de la economía. Hoy la situación exige que se analice al imperio norteamericano desde un punto de vista político-militar Tariq Alí […]
El estatus privilegiado de la industria de la defensa en los Estados Unidos refleja la fortaleza del complejo militar industrial. Por mucho tiempo los teóricos marxistas estudiaron el imperialismo sobre todo desde la perspectiva de la economía. Hoy la situación exige que se analice al imperio norteamericano desde un punto de vista político-militar
Tariq Alí («¿Qué imperialismo?», 2003)
En el presente trabajo nos proponemos comenzar a repensar la relación entre economía, política y guerra en la teoría social e indagar el lugar absolutamente central que actualmente ha adquirido la militarización, la guerra y las relaciones de poder y de fuerzas en el capitalismo contemporáneo, bajo la hegemonía mundial de Estados Unidos.
Guerra y política en el pensamiento clásico
En las ciencias sociales, y en particular dentro de la tradición marxista, han sido clásicas las reflexiones de Karl von Clausewitz sobre la guerra y su articulación con la política. Según el estratega prusiano: «Vemos, por lo tanto, que la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de la misma por otros medios«[i].
Esta concepción hoy clásica de la guerra atrajo particularmente la atención de Lenin, quien se esforzó por indagar la relación del sistema capitalista con los conflictos bélicos. Lo hizo justamente en 1915, durante la primera guerra mundial.
Prolongando su relectura-reescritura de la Ciencia de la Lógica de Hegel, Lenin decide estudiar al detalle la obra de Clausewitz. En ella el líder bolchevique encuentra una concepción no mecanicista ni economicista de los conflictos bélicos, según la cual la guerra es una totalidad orgánica que a su vez constituye una parte de la unidad contradictoria mayor: la política.[ii] De allí que la guerra mundial no sea, en la óptica del fundador de la Internacional Comunista, la interrupción entre dos períodos de paz, sino la continuación de la política y de los intereses clasistas del imperialismo por otros medios.
Aquella definición de Clausewitz y los comentarios que sobre ella ensayó Lenin (estrechamente vinculados a su teoría del imperialismo, que por entonces estaba elaborando) revisten una actualidad inusitada. En el capitalismo de nuestros días la guerra y el militarismo se han convertido en el corazón mismo de las relaciones sociales y la mundialización del capital.
De allí que resulte sugerente y productivo volver a pensar en aquella problemática a la hora de examinar la globalización y el imperialismo contemporáneos. Una problemática inexplicablemente «olvidada» -cuando no directamente proscripta- en la agenda de temas de las ciencias sociales durante el auge del pensamiento único y el discurso neoliberal.
La globalización del Neoliberalismo a sangre y fuego
Si el dinero, como dice Augier, «viene al mundo con manchas de sangre
en una mejilla», el capital lo hace chorreando sangre y lodo,
por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies
Karl Marx (El Capital)
Ya desde el mismo nacimiento de los primeros «experimentos» neoliberales, encontramos la presencia indeleble del ejercicio de la fuerza material y la violencia extrema al interior de lo que suele denominarse la economía capitalista.
Como es bien sabido, el neoliberalismo no nace históricamente con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, sino con el golpe de Estado del general Pinochet en Chile, en septiembre de 1973. Esa primera experiencia neoliberal a nivel mundial, caracterizada por una política de choque y ajuste fulminante, respondió a una estrategia de fuerza del capital imperialista impuesta -literalmente- a sangre y fuego. Sólo una vez que el «experimento» logró instalarse en la periferia, los grandes capitales lo aplicaron en los capitalismos centrales de la mano de Thatcher y Reagan.
Esa ofensiva mundial del capital, articulada con la carrera armamentista, logra quebrar el equilibrio de la guerra fría, contribuyendo a la posterior implosión de la URSS y el llamado «campo socialista» o «socialismo real». De allí en más se pone fin al sistema mundial bipolar.
A la caída -sin honor y sin gloria- de la URSS, se sumó la crisis de numerosas experiencias nacional-populistas en el Tercer Mundo, que habían surgido y se habían desarrollado luego de la descolonización.
Este proceso vivido en la periferia acompañó a su vez la crisis de los pactos (explícitos o implícitos) de gobernabilidad en los capitalismos metropolitanos vigentes desde la posguerra hasta mediados de los ’70 -la supuesta «edad de oro» del capitalismo keynesiano-. Pactos y regulaciones que maniataban, por un lado, la movilidad internacional del capital y, por el otro, la rebeldía de la clase trabajadora.
Aunque el neoliberalismo combinó la violencia extrema y las políticas sociales de choque con falsas promesas de extensión de «la democracia» y «los derechos humanos», los único que realmente se extendieron en esos años fueron los mercados de mercancías y capitales.
En los capitalismos realmente existentes, fueron crecientes las violaciones de los derechos humanos de la mano de dictaduras feroces que aplicaron con tortura, desaparición y secuestros el recetario neoliberal. Aquellos años asistieron a un franco debilitamiento de las (ya de por sí escasas) instancias públicas de control democrático de la política en los países capitalistas, tanto centrales como periféricos. El creciente vaciamiento de las formas republicanas (aunque burguesas) de gobierno en aras de la manipulación mediática de los votantes y la fabricación industrial del consenso pasivo fueron el telón de fondo de esta hegemonía neoliberal. La ofensiva patronal contra la clase trabajadora atravesó todos los órdenes de la vida (económico-salarial, precariedad laboral, seguridad social, educación y salud públicas, etc).
Paralelamente, mientras se postulaba un supuesto «achicamiento del Estado», los capitalismos realmente existentes fortalecieron las fuerzas estatales de represión. Tanto a nivel nacional como internacional. No resulta aleatorio que durante esos años se haya generalizado a escala planetaria el control militar de EEUU y la OTAN, violentando las soberanías nacionales de los Estados capitalistas dependientes, periféricos y subdesarrollados.
Estados Unidos en la nueva fase del imperialismo
¿Qué nos dejó como herencia ese modelo neoliberal impuesto a sangre y fuego durante los últimos treinta años a nivel mundial? Una sociedad globalizada donde existen millones que se mueren de hambre y enfermedades curables, padecen analfabetismo, exclusión y explotación extremas mientras que 500 grandes empresas mundiales manejan el 80% de la producción y el comercio del planeta.
Según el Financial Times, de esas 500 compañías y bancos, casi un 48% pertenecen a EEUU; 30% a la Unión Europea y apenas el 10% a Japón[iii]. En total, aproximadamente el 90% de las mayores corporaciones que dominan la industria, la banca y los grandes negocios son norteamericanas, europeo occidentales o japonesas. Según estos datos, salta a la vista de cualquier observador no prejuiciado que el poder mundial no está repartido por todo el mundo ni que se difumina en una supuesta «desterritorialización» sin centro ni jerarquías. El poder no está repartido por cualquier lado. No, de ningún modo. Está bien determinado. El poder mundial de las relaciones de capital produce y reproduce permanentemente agudas asimetrías. A pesar de los relatos apologéticos, el capitalismo jamás ha sido plano ni homogéneo, hoy menos que nunca.
En el interior de esa inmensa «oligarquía financiera» (como denominaba Lenin a la fusión de las grandes firmas industriales con el mundo de las finanzas) cinco de los diez principales bancos son estadounidenses. Lo mismo vale para seis de las diez principales compañías farmacéuticas y/o biotecnológicas, cuatro de las diez principales firmas de telecomunicaciones, siete de las principales compañías de tecnologías de la información, cuatro de las principales compañías del petróleo y el gas, nueve de las diez principales empresas de software, cuatro de las diez más importantes compañías de seguros y nueve de las diez principales firmas de comercio minorista. Si se observan las diez principales compañías del mundo, el 90% tienen propiedad estadounidense[iv].
En el capitalismo globalizado de nuestro tiempo, el imperialismo norteamericano ocupa el lugar central. Para repensar la problemática del imperialismo necesariamente hay que poner los ojos sobre la potencia hegemónica que pretende y de hecho ejerce funciones de policía y ejército del mundo.
Guerras preventivas, intervenciones extraterritoriales y militarización creciente de la sociedad global
Si esperamos que las amenazas se materialicen plenamente habremos esperado demasiado. En el mundo en el que hemos entrado la única vía para la seguridad es la vía de la acción, y esta nación actuará. Nuestra seguridad requerirá a la fuerza militar que Uds dirigirán. Una fuerza que debe estar lista para atacar inmediatamente en cualquier oscuro rincón del mundo […] Y nuestra seguridad requerirá que estemos listos para el ataque preventivo cuando sea necesario para defender nuestra libertad y defender nuestra vida. Debemos descubrir células terroristas en 60 países o más. […] Al enfrentarnos al mal y a regímenes anárquicos no creamos un problema sino que revelamos un problema. Dirigiremos al mundo en lucha contra el problema.
George W. Bush (Discurso en la Academia militar de West Point)
En la sociedad contemporánea la reproducción «normal» del capital imperialista no puede sobrevivir sin un proceso generalizado de guerras preventivas, intervenciones extraterritoriales y militarización creciente de todo el globo terráqueo. Procesos estrechamente ligados al intento norteamericano de hegemonía y dominación absoluta de todo el planeta.
Nunca antes una potencia imperialista había asumido con semejante agresividad, cinismo y desfachatez el propósito de dominar todo el mundo. El programa político-militar del actual presidente Bush apunta a la militarización de toda la Tierra (e incluso del espacio exterior). Quizás el único antecedente cercano, mínimamente comparable, haya sido el de Adolfo Hitler y las peores pesadillas del nazismo.
La estrategia norteamericana de «Seguridad Nacional», implementada desde la era Reagan en adelante, resultó potenciada en términos geométricos después de septiembre de 2001. A partir de entonces, en EEUU se crea un superministerio de seguridad con aproximadamente 170.000 empleados.
Sin embargo, esa estrategia y el predominio que en ella juega el militarismo, el control policial de toda la vida social (dentro y fuera de EEUU) y la opción por las guerras, bombardeos e invasiones no debe quedar reducido exclusivamente a una dimensión técnico-institucional. No son sólo Bush y su administración quienes optan por la guerra. Es el capitalismo como sistema el que necesita la guerra y el keynesianismo militar para morigerar sus crisis, sus déficits y su falta de soluciones a largo plazo para resolver las demandas de la sociedad global.
El potencial militar de EEUU constituye parte inseparable de la dominación mundial imperialista que, además de la dimensión militar, también se ejerce en el terreno económico, político, diplomático y cultural. Ninguna de estas dimensiones se pueden separar en forma completa, como si fueras «factores» aislados. En realidad, constituyen dimensiones diversas de una misma totalidad social. Evitando toda tentación fetichista (que tiene a aislar el «factor económico» del «factor político» del «factor ideológico»… y así de seguido…), nunca debemos olvidar que la sociedad no es una sumatoria de «factores» sino un conjunto de relaciones de fuerzas sociales entre las clases.
Hace ya mucho tiempo, en un estudio hoy clásico sobre el imperialismo, Harry Magdoff alertaba contra toda tentación fetichista o mecanicista en las ciencias sociales. Decía: «Una condición necesaria para este tipo de crecimiento económico [se refiere al de las finanzas y la industria norteamericanas correspondientes al año 1968] es la existencia de un medio ambiente político y militar favorable: la actividad política y militar y las alianzas internacionales deben estar orientadas a establecer y mantener el control y la influencia en lo político y militar. Tampoco aquí es cuestión de determinar qué va primero. El control económico, el control militar y el control político se apoyan y estimulan recíprocamente«[v].
Recientemente, más cerca nuestro que aquel clásico estudio de Magdoff, Peter Gowan ha vuelto a insistir con la estrechísima imbricación entre dominación económica y dominación militar para el caso norteamericano. Así señaló que «El brazo militar norteamericano constituye la forma principal mediante la cual los Estados Unidos expanden y mantienen su penetración económica en otras economías políticas. […] El predominio militar norteamericano, tanto en general como mediante lo anteriormente mencionado, constituye un apoyo del sistema monetario internacional posterior a 1971, consistente en crear dinero basado en el dólar»[vi].
Hoy más nunca antes en la historia, la dominación imperialista tiende a ir borrando las fronteras entre los fenómenos «puramente económicos» y aquellos que serían «puramente político-militares».
Por ejemplo, Samir Amin ha señalado que «Estados Unidos no ganaría la competencia si no recurriera a medios «extra económicos» que violan los propios principios del liberalismo impuestos a sus competidores!»[vii].
Cualquiera sea el partido que se tome en la discusión sobre si el imperialismo norteamericano es tan agresivo en el terreno militar porque es débil económicamente y su hegemonía se encuentra en su fase de declinación (como sugieren, por ejemplo, Giovanni Arrighi y Beverly Silver) o si la lógica militar acompaña la expansión de la acumulación capitalista a nivel mundial bajo una creciente hegemonía norteamericana (como afirma, por ejemplo, Ana Esther Ceceña) lo sugerente de la observación de Samir Amin consiste en que aquellos que en otra época eran llamados «medios extraeconómicos» se han vuelto parte central del corazón del capitalismo imperialista de nuestros días. Se opte por la primera o por la segunda hipótesis, en cualquier caso lo que ya va quedando fuera de toda discusión es que esta activa intervención político-militar se va transformando cada vez más en una dimensión privilegiada y fundamental del nuevo imperialismo.
La ya mencionada estrategia de «Seguridad Nacional» del imperialismo norteamericano se rige por los objetivos del Departamento de Defensa de EEUU. Estos objetivos delimitan los «intereses vitales» de Estados Unidos. Entre ellos, cabe destacar los siguientes tres:
(a) asegurar el acceso incondicional a los mercados decisivos, a los suministros de energía y a los recursos estratégicos,
(b) prevenir la emergencia de hegemones o coaliciones regionales hostiles y
(c) disuadir y, si es necesario, derrotar cualquier «agresión» en contra de Estados Unidos o sus aliados»[viii].
Pero no es éste un problema exclusivamente institucional del Estado norteamericano ni de la administración Bush. Esa estrategia político-militar es parte de una lógica más global de la dominación social ejercida por el capital de nuestros días. Tampoco puede reducirse a la insanía mental, el fanatismo religioso o el alcoholismo reprimido de un individuo aislado -aunque ese individuo sea nada menos que el presidente del país más poderoso de la tierra-. La lógica de dominación imperialista va mucho mas allá de la marioneta visible puesta al frente de la Casa Blanca por aquellas grandes corporaciones que conforman lo que en su época el presidente Dwight Eisenhower denominò el «complejo militar-industrial».
Esa lógica está marcada hoy en día por la estrategia de la «guerra preventiva» y la «guerra permanente contra… el terrorismo». ¿A qué denominan «terrorismo» los estados mayores del Pentágono? Pues a toda disidencia radical, a todo movimiento social rebelde, a todo aquel o aquella que no acepte la disciplina mundial del capital o no obedezca las órdenes de la casa Blanca.
La globalización de la política de mano dura, «Seguridad Nacional» y el neomaccartismo norteamericano han impulsado el notorio debilitamiento de las instancias jurídicas internacionales. Las Naciones Unidas, que por otra parte tampoco eran sinónimo de democracia ni de ecuanimidad en las relaciones internacionales, se han convertido en una patética fachada de los planes militares del Pentágono. Todo orden jurídico, toda norma de derecho internacional tiende a ser reemplazada por los bombardeos de persuasión y los «daños colaterales» de la aviación norteamericana.
Como señala Samir Amin: «Estados Unidos estará llamado a sustituir el derecho internacional por el recurso de las guerras permanentes (proceso que ha comenzado en el Medio Oriente, pero que apunta ya hacia Rusia y Asia), deslizándose por la pendiente fascista (la «ley patriótica» ya le ha dado poderes a su policía frente a los extranjeros –aliens– que resultan ser similares a los que poseía la Gestapo»[ix].
Casi en las mismas palabras lo describe Emir Sader: «los Estados Unidos colocan con más fuerza en la práctica su unilateralismo, desarrollando iniciativas en el plano de la guerra, prescindiendo ya de cualquier tentativa de cobertura internacional -sea de las Naciones Unidas o de la OTAN-, rompiendo con cualquier apariencia de respeto a ciertas normas de derecho internacional y asumiendo de hecho el papel de ejército del mundo»[x].
Contrariamente a los viejos relatos institucionalistas y liberales que conceptualizaban a la guerra como «una anomalía entre dos momentos de paz y desarrollo», y a diferencia de los recientes relatos posmodernos y posestructuralistas que pretenden edulcorarla apelando a las formas jurídicas y legales de la constitución norteamericana, las nuevas formas de la dominación imperialista han terminado subordinando la política a la guerra, así como las instancias jurídicas internacionales al empleo desnudo de la fuerza militar.
La instalación de bases militares estadounidenses en todo el mundo
Las Naciones Unidas han votado reiteradas veces contra diversas formas del colonialismo. Una de las más conocidas ha sido la Resolución No. 1514 (XV), de 1960. Otra fue la Resolución 2189 del 13 de diciembre de 1966 (del XXI Periodo de Sesiones de la Asamblea General) referida especialmente al tema de las bases militares de las grandes potencias en países bajo dominación colonial. Más tarde, de 24 de octubre de 1970, la Resolución No.2625 (XXV), vuelve a abordar el tema. Y así de seguido.
Sin embargo, la proliferación desde hace por lo menos medio siglo -aunque en Cuba la de Guantánamo se instaló hace más de 100 años- de bases militares estadounidenses no ha dejado de expandirse por todo el mundo. E incluso se ha multiplicado desde el fin del sistema bipolar de la guerra fría. Según apunta Tariq Alí, «de los 189 Estados miembros de las Naciones Unidas, en 121 hay presencia militar norteamericana»[xi]. En total, EEUU mantiene actualmente aproximadamente 700 bases militares fuera de su territorio nacional. Se ha calculado en aproximadamente 250.000 el número de efectivos de las Fuerzas Armadas estadounidenses que ocupan esas bases.
La instalación de todas esas bases militares estadounidenses en más de la mitad de los países de la Tierra no puede pasar desapercibida para la ciencia social y la teoría crítica. Esa presencia constituye un dato demasiado escandaloso como para ser soslayado o mantenido fuera de la agenda de discusión teórica en el campo de la economía política y de su crítica.
¿Cómo puede después sostenerse, con un mínimo de seriedad intelectual, que el colonialismo es algo pretérito, totalmente abolido y cancelado por el nuevo orden mundial? ¿Cómo explicar, desde el punto de vista específico de las ciencias sociales, esa increíble presencia militar norteamericana en todos los confines del planeta Tierra? ¿Si, supuestamente, el colonialismo ya no es un concepto «útil», con cual habría que reemplazarlo?
Mientras las economías capitalistas latinoamericanas naufragan una a una, la militarización y la penetración norteamericana aumentan día a día. El nuevo pretexto utilizado por la gran potencia del norte es la lucha contra «el narcotráfico y el terrorismo». Ya hay bases militares de EEUU en Manta (Ecuador), Tres Esquinas, Larandia y Puerto Leguizamo (Colombia), Iquitos y Nanay (Perú), Reina Beatriz (Aruba), Hato (Curaçao), Vieques (Puerto Rico, de donde tuvieron que retroceder por las protestas populares), Liberia (Costa Rica), Comalapa (El Salvador), Guantánamo (Cuba), Soto de Cano (Honduras). A esto se suma el intento de construir nuevas bases en Tierra del Fuego (Argentina), en las orillas del río Itonamas (Bolivia) y controlar la base militar de Alcântara (Brasil), a lo que se suma el proyecto de insertarse tanto en la provincia argentina de Misiones y dirigir la Triple Frontera de Argentina, Brasil y Paraguay como en el Amazonas brasileño.
A esta inmensa tela de araña imperialista de bases militares se suman los crecientes ejercicios militares conjuntos entre los patrones estadounidenses y sus serviles vasallos latinoamericanos: Cabañas; Águila I, II y III; Unitas; Cielos Centrales; Nuevos horizontes, etc., etc. Que el Comando Sur (USSOUTHCOM) del Ejército norteamericano se haya trasladado de Panamá a Miami no ha cambiado el fondo del asunto, incluso lo ha agravado. Continúa el claro predominio imperial norteamericano sobre las fuerzas militares de la región.
Esa presencia militar abierta y descarada se combina con los proyectos económico-políticos y geoestratégicos destinados al control y apropiación de los recursos naturales (agua, petróleo, biodiversidad, etc.) porque, insistimos, en el capitalismo imperialista de nuestros días no se pueden abstraer ni fragmentar ninguna de estas dimensiones. De allí que las bases militares y los «programas» de ejercicios conjuntos de las fuerzas armadas se complementen con «planes» políticos geoestratégicos (Plan Colombia, Plan Puebla-Panamá, Plan Dignidad, Plan Iniciativa Regional Andina, etc.) y «proyectos» económicos (ALCA, NAFTA, TLC). Ninguna de estas instancias constituyen «factores» aislados, sino diversas facetas de una misma dominación social de las grandes corporaciones multinacionales con asiento principal en los Estados Unidos.
El posmodernismo y el supuesto «fin del imperialismo»
En el terreno ideológico, la guerra permanente del capitalismo imperialista contra los pueblos se recubre con los vestidos atractivos de «la democracia» y con los perfumes seductores de los «derechos humanos». Dos palabras importantísimas que en boca de los gendarmes del Pentágono se convierten en exactamente su polo contradictorio: torturas y vejámenes sexuales a prisioneros indefensos, matanzas de niños y niñas hambrientas, manipulación de la opinión pública, censura informativa, compra de candidatos, fraudes electorales, etc, etc. En nombre de los «derechos humanos» se aplica electricidad, se viola y se cometen los peores vejámenes imaginables en las cárceles de Irak y Guantánamo. En nombre de «la democracia» se bombardean hospitales, aldeas, escuelas y se invaden países por doquier, en «cualquier oscuro rincón del planeta» según las sabias palabras de ese gran intelectual llamado George W. Bush.
Pero si ambos lugares ideológicos han sido recurrentemente utilizados por los aparatos de propaganda oficial del Pentágono y la Casa Blanca, existen en cambio otro tipo de discursos -de factura filosófica y sociológica, mucho más refinados y con lenguaje de izquierda- que han terminado diluyendo la centralidad del imperialismo de nuestros días. Discursos y relatos que, paradójicamente, no provienen de la derecha recalcitrante sino de compañeros progresistas que a pesar de sus graves errores y equivocaciones, se sienten disconformes con el actual orden de cosas en el mundo.
Nos referimos principalmente a los relatos posmodernos y posestructuralistas de Toni Negri y Michael Hardt, dos de los más promocionados intelectuales que han postulado el (supuesto) fin del predominio norteamericano y el (ilusorio) ocaso del imperialismo[xii]. Estas tesis dieron la vuelta al mundo y aunque sus equívocos fueron respondidos desde varios flancos generaron no poca confusión en el «movimientos de los movimientos» contra la globalización capitalista.
En nuestra opinión, la visión apologética que Imperio proporciona de la globalización conduce a Negri a ser escandalosamente indulgente con la actual hegemonía mundial de Estados Unidos.
Tras la caída de la Unión Soviética, el derrumbe del sistema «socialista real» de Europa del Este y el fin del mundo bipolar, el american way of life se ha generalizado por todo el orbe. Los Estados Unidos se han convertido en «LA» potencia mundial. Tanto la invasión de Irak como la anterior intervención «humanitaria» en Kosovo, constituyen pruebas de una supremacía mundial sin parangón en la historia moderna y contemporánea. Lo mismo podríamos decir de los bombardeos en Afganistán o el reciente asesoramiento e intervención militar en Colombia, que se suman a las permanentes amenazas contra Cuba y Venezuela. Estados Unidos, por ejemplo, se da el lujo de bombardear la embajada de la República Popular China en la ex Yugoslavia y no sucede absolutamente nada. Algo impensable en los tiempos en que todavía debía disputar con los regímenes del Este europeo… Sin embargo, a lo largo de Imperio, Negri insiste una y otra vez en que «Estados Unidos ya no constituye un país imperialista». Esta tesis constituye una de sus peores y más garrafales equivocaciones.
Provocativamente, Negri plantea que: «Muchos ubican a la autoridad última que gobierna el proceso de globalización y del nuevo orden mundial en los Estados Unidos. Los que sostienen esto ven a los Estados Unidos como el líder mundial y única superpotencia, y sus detractores lo denuncian como un opresor imperialista. Ambos puntos de vista se basan en la suposición de que los Estados Unidos se hayan vestido con el manto de poder mundial que las naciones europeas dejaron caer. Si el siglo diecinueve fue un siglo británico, entonces el siglo veinte ha sido un siglo americano; o, realmente, si la modernidad fue europea, entonces la posmodernidad es americana. La crítica más condenatoria que pueden efectuar es que los Estados Unidos están repitiendo las prácticas de los viejos imperialismos europeos, mientras que los proponentes celebran a los Estados Unidos como un líder mundial más eficiente y benevolente, haciendo bien lo que los europeos hicieron mal. Nuestra hipótesis básica, sin embargo, que una nueva forma imperial de soberanía está emergiendo, contradice ambos puntos de vista. Los Estados Unidos no constituyen -e, incluso, ningún Estado-nación puede hoy constituir- el centro de un proyecto imperialista. El imperialismo ha terminado» [subrayado de Negri][xiii].
Para poder fundamentar una tesis tan a contramano de las evidencias accesibles a cualquiera que no tenga anteojeras Negri defiende a capa y espada una concepción del capitalismo contemporáneo donde las categorías de «imperialismo», «metrópoli» y «dependencia» ya no tienen eficacia ni lugar.
¿Por qué (cuestionando a Edward Said o a Samir Amin), Negri se niega a aceptar que en el mundo contemporáneo los Estados no son equivalentes o intercambiables? ¿Por qué rechaza con semejante vehemencia las categorías de «metrópoli imperialista» y de «periferia dependiente»?
Principalmente porque sustenta una visión del capitalismo entendido como espacio mundial chato, plano, sin centro y absolutamente homogéneo, donde las asimetrías y los desarrollos desiguales de las sociedades desaparecen como por arte de magia. Bajo el pretexto de cuestionar a las vertientes populistas, burguesas y nacionalistas de la teoría de la dependencia -aquellas que sólo tenían ojos para la dominación exterior del imperialismo pero culminaban legitimando los proyectos hegemónicos de las burguesías locales o vernáculas- Negri y Hardt terminan haciendo caso omiso de esa dominación. No es casual que Imperio postule la siguiente tesis: «Estados Unidos, Brasil, Gran Bretaña y la India» no muestran hoy, según Negri, «ninguna diferencia importante, sólo diferencias de grado«. Si Imperio tiene razón, entonces el papel hegemónico a nivel mundial de Estados Unidos se desdibuja completamente.
Justo cuando el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la OMC y el Pentágono ejercen un poder despótico en todo el orbe, Negri vuelve a reactualizar un planteo económico y sociológico cronológicamente anterior a la teoría de la dependencia. De este modo Imperio hace suyo un tipo de formulación que se encuentra mucho más cercano a las tesis de la sociología norteamericana estructural-funcionalista de los primeros años ’50 que al marxismo crítico. Aquella corriente atribuía el atraso latinoamericano a la falta de modernización, a la falta de capitalismo y… ¡sólo veía diferencias de grado entre la periferia y la metrópoli!. Esa es precisamente una de las tesis centrales de Imperio…
Afirmar -como nos propone Negri- que entre Estados Unidos y Brasil, la India y Gran Bretaña «sólo hay diferencias de grado»… implica retroceder cuarenta o cincuenta años en el terreno de las ciencias sociales. Más allá de la intención subjetiva de Negri al redactar Imperio, ese notorio equívoco lo conduce objetivamente a desconocer olímpicamente todo lo acumulado en cuanto al conocimiento social -académico y político- del desarrollo desigual del capitalismo y de las asimetrías que éste genera invariablemente. Negri comete este enorme desacierto al intentar descentrar el papel principal que Estados Unidos mantiene actualmente en su dominación mundial imperialista.
¿De dónde extrae Negri la comparación entre sociedades tan disímiles como Estados Unidos y Brasil, la India y Gran Bretaña? Pues de un texto central de la tradición marxista clásica. Aunque es más que probable que sus apologistas mediáticos lo ignoren y sus adherentes populistas -aquellos que apelan a su prestigio para atacar al marxismo- lo desconozcan, Negri obtiene ese ejemplo puntual del prólogo que León Trotsky redacta para su libro La revolución permanente. Obviamente, en Imperio, Negri no lo dice explícitamente… porque esa referencia «maldita» espantaría al gran público y no serviría al marketing editorial.
Allí Trotsky discutía la visión cerradamente nacionalista de Stalin. Por oposición a éste último, el dirigente bolchevique sostenía que las particularidades nacionales de estas cuatro sociedades y su evidente asimetría recíproca eran «el producto más general del desarrollo histórico desigual«. Precisamente Negri pasa por alto la conclusión de Trotsky y hace caso omiso de ese desarrollo histórico desigual -con sus asimetrías y sus relaciones de poder a nivel internacional- para terminar analizando el capitalismo global como si fuera una superficie chata, plana y homogénea.
Si el populismo burgués y nacionalista, criticado en Imperio, culminaba de algún modo «salvando» y legitimando a las burguesías latinoamericanas, el planteo de Negri, por oposición, conduce a diluir la responsabilidad estructural de los Estados Unidos en el atraso latinoamericano.
Diferenciándose de ambas conclusiones (tanto del viejo y rancio populismo burgués como del más novedoso pero igualmente inoperante «postimperialismo» promocionado por Negri), las corrientes políticas más radicales que han empleado históricamente las categorías de la teoría de la dependencia, cuestionan al mismo tiempo a las burguesías nativas de los países latinoamericanos y a los Estados Unidos como baluarte y centro del imperialismo.
Hace ya largo tiempo que el Che Guevara había vaticinado: «Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón de cola». Evaluando desde hoy en día aquel diagnóstico del Che, después de la década perdida de los ’80 y de la década neoliberal de los ’90 no nos queda otra opción que suscribir ese análisis de Ernesto Guevara sobre las burguesías latinoamericanas. El comportamiento de esas burguesías, otrora denominadas «nacionales», durante el último cuarto de siglo no hace más que confirmar el vaticinio sociológico del Che.
Haciendo un apasionado balance crítico de Negri y su teoría postimperialista, Atilio Borón ha llegado a la siguiente conclusión que compartimos plenamente: «la globalización podría ser mejor caracterizada no como la superación del imperialismo sino como una nueva fase dentro de la etapa imperialista del capitalismo».[xiv]
La economía y la guerra en las ciencias sociales
A sesenta años de las bombas atómicas -totalmente innecesarias- sobre Hiroshima y Nagasaki y a sesenta años de la derrota del nazismo -paradigma mundial del capitalismo genocida-, Estados Unidos continúa masacrando vidas en gran escala. Como antes hizo en Vietnam, hoy ensaya en Irak nuevas formas de genocidio.
Se torna entonces inaplazable volver a pensar el odioso nexo que une capitalismo, imperialismo, guerra, militarismo y genocidio.
¿Son procesos aleatorios, yuxtapuestos y coexistentes o mantienen un vínculo orgánico e indisoluble en el sistema mundial de nuestros días? Lamentablemente, no queda más remedio que inclinarse por esta segunda explicación.
A lo largo de la historia los genocidios han sido herramientas imprescindibles en la construcción del sistema capitalista mundial. El capitalismo no puede existir sin realizar genocidios periódicos que le sirven para «reordenar» y disciplinar a la sociedad sojuzgada y a los pueblos sometidos. El genocidio contra los pueblos originarios de América fue uno de los muchos genocidios realizados durante la historia del capitalismo.
Refiriéndose a esta utilización de la violencia en la historia por parte del capitalismo naciente, y después de hacer una extensa referencia explícita a las matanzas europeas en América durante la conquista, en El Capital Marx señalaba que: «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica«. Debemos intentar aferrar esa tesis teórica en toda su profundidad, cuyo radio de acción de ningún modo quedo limitado a la conquista de América o al sojuzgamiento de África y Asia en tiempos del viejo colonialismo.
No se pueden entender las dos grandes guerras mundiales del siglo XX (y todas las guerras «menores» o de «baja intensidad», en la jerga del Pentágono, que las acompañaron) si se desconoce la existencia del imperialismo. Sólo a la luz del imperialismo se puede comprender el genocidio nazi en Europa y el genocidio latinoamericano llevado a cabo en los ’70 y ’80 por las dictaduras militares de Paraguay, Brasil, Bolivia, Argentina, Chile, Uruguay, Perú, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, etc.,etc., que dejaron un tendal de más de cien mil desaparecidos y desaparecidas. Un genocidio impulsado metódicamente -con sus instructores en tortura y en guerra contrainsurgente- por el imperialismo norteamericano. Un genocidio «científico» y racionalmente planeado para reordenar la sociedad y aceitar los mecanismos que permiten reproducir la acumulación capitalista.
En el imperialismo de nuestros días, donde la civilización capitalista mundializada se da la mano con la barbarie más salvaje como alertaba Rosa Luxemburg, el dios del oro Mammon y el dios de las riquezas Pluto, se abrazan y se confunden con Marte, el dios de la guerra. El capitalismo y la guerra, unificados a nivel mundial, terminan juntos rindiendo tributo a Moloch, el dios que exige el sacrificio de niños.
Frente a ese panorama sombrío y aterrador, una de las tareas que tenemos pendientes consiste en retomar el programa de investigación de Karl Marx. Cuando estaba elaborando las primeras redacciones de El Capital, al analizar en los Grundrisse el pasaje de la naturaleza a la cultura y el tránsito de las sociedades prehistóricas a la historia de las sociedades divididas en clases sociales, Marx formuló una sentencia «olvidada» por el marxismo vulgar.
Vinculando históricamente el nacimiento de la propiedad con la violencia, en un período histórico que no queda reducido únicamente a las sociedades de clase sino que se extiende inclusive al período inmediatamente anterior al nacimiento de la esclavitud, Marx afirma: «Por eso es la guerra uno de los trabajos más originarios de todas estas entidades comunitarias naturales, tanto para la afirmación de la propiedad como para la nueva adquisición de ésta«[xv]. En el mismo sentido, en esos manuscritos injustamente «olvidados» Marx señala que: «Las dificultades que encuentra la comunidad sólo pueden provenir de otras comunidades, que ya han ocupado esa tierra o que molestan a la comunidad en su ocupación. La guerra es entonces la gran tarea común, el gran trabajo colectivo, necesario para ocupar las condiciones objetivas de la existencia vital o para proteger y eternizar la ocupación de las mismas«[xvi].
De modo que para este programa de investigación, que forma parte de la primera redacción de El Capital y su crítica de la economía política, el fundamento del orden social clasista basado en la explotación del hombre por el hombre, e inclusive del orden social de las primeras comunidades previas al modo de producción esclavista, está mediado y estructurado por la guerra.
Para este Marx, tristemente «olvidado» o escasamente explorado, no es la guerra una etapa intermedia entre dos momentos de «normalidad» o ausencia de conflicto, sino que, por el contrario, constituye una dimensión fundante del orden social. El conflicto bélico anida en el corazón mismo de lo social.
Marx retomará muchas de estas intuiciones y líneas de investigación que bosquejó inicialmente en los Grundrisse en la última redacción de El Capital destinada a la imprenta, cuando trató precisamente de la llamada «acumulación originaria del capital». En ese pasaje fundamental de El Capital, que lamentablemente fue leído durante demasiado tiempo en clave lineal y absolutamente economicista, en un registro donde la violencia quedaba reducida exclusivamente -como si fuera un epifenómeno absolutamente secundario del orden social capitalista- a la esfera «superestructural», Marx volvió a insistir con la naturaleza absolutamente violenta de la sociedad capitalista.
Allí, en el célebre capítulo 24 de El Capital -que bien vale la pena releerlo a la luz de los genocidios y matanzas del siglo XX y las «guerras preventivas» del imperialismo del siglo XXI- Marx incursionó en la relación inmanente que une el ejercicio de la fuerza material con la reproducción de la relación social de capital[xvii].
No hay sociedad capitalista sin dominación social, la que de ningún modo queda recluida en el Estado, sino que atraviesa en conjunto de las relaciones sociales. Allí, en esos pasajes olvidados de Marx o leídos superficialmente y a la ligera, la crítica de la economía política se entrecruza con la teoría política y la teoría del poder, dos dimensiones del saber social que han sido artificialmente parcelados en las Academias tradicionales como si fueran disciplinas estancas. En una época como la nuestra, cuando la nueva fase del imperialismo contemporáneo teje un entramado indisoluble entre la economía, el militarismo y la guerra, volver a recuperar ese programa marxista de investigación resulta no sólo impostergable sino absolutamente vital para las ciencias sociales y la teoría crítica.
A la luz de nuestro presente y partiendo de ese programa marxista de investigación, cabe formular algunas preguntas pendientes:
(1) Como es bien sabido, ya Rosa Luxemburg nos había advertido que la alternativa histórica que se habría ante nosotros podía conducirnos al socialismo o a la barbarie capitalista. Pues bien, la barbarie capitalista de nuestra época, con su actualización de viejos mecanismos de reproducción económico-social que supuestamente habrían quedado cancelados (en la historia previa al capitalismo constituido sobre sus propias bases) ¿no estará convirtiendo en permanente lo que antes se supuso como algo pasajero o transitorio?
(2) ¿De la mano del imperialismo contemporáneo no estaremos ingresando nuevamente en un período histórico como el que describe Marx en esos pasajes de los Grundrisse donde la guerra se torna un momento fundamental que estructura todo el orden social?
(3) ¿El análisis y la crítica de la economía contemporánea no deberían comenzar a interrogarse sobre las razones de la supervivencia y reproducción permanente de mecanismos -supuestamente- «extraeconómicos» que Marx analizó cuando estudió la fase de la llamada acumulación originaria del capital?
(4) ¿No será que los mecanismos de la llamada acumulación originaria constituyen el corazón mismo del imperialismo mundializado y su control sobre la sociedad global?
(5) ¿En qué medida el capitalismo contemporáneo no ha transformado a la guerra de un mecanismo colateral -cruel y despiadado, pero siempre dependiente y subsidiario- en el corazón mismo de esta nueva fase de la mundialización imperialista?
(6) ¿Hasta qué punto la dimensión militar constituye un simple fenómeno «superestructural» (por lo tanto, subsidiario y epidérmico) de las relaciones sociales de capital tal como éstas se presentan en nuestra época a nivel mundial?
(7) ¿Deberían la concepción materialista de la historia y la crítica de la economía política seguir dando la espalda a estos fenómenos de la realidad política contemporánea?
La resistencia mundial contra «la mano» y «el puño» del imperialismo
Yo, como portugués, estoy profundamente agradecido a la revolución cubana y no me cabe la menor duda de que Cuba es un ejemplo para todo el mundo. Un ejemplo de que es posible resistir el avance del sistema capitalista y su globalización e incluso al poder militar más poderoso de la toda la historia, porque la «mano invisible» de la globalización no es la de Adam Smith sino la fuerza militar de los Estados Unidos y en forma subsidiaria de la OTAN . La revolución cubana demuestra que la política neoliberal no es fatal ni ineluctable. Yo tengo plena confianza en que la revolución cubana no bajará los brazos y continuará resistiendo.
General Vasco Gonçalves (Entrevista de Néstor Kohan, septiembre de 2004)
En nuestra opinión, uno de los desafíos más importantes de las ciencias sociales consiste en leer la economía política del capitalismo contemporáneo desde un marxismo crítico que jamás deje de lado las coordenadas del pensamiento antiimperialista de nuestra América. Las luchas contra el neoliberalismo y las guerras del imperialismo no pueden divorciarse de las luchas anticapitalistas. Como enseñaban José Carlos Mariátegui y Julio Antonio Mella -para mencionar sólo a dos de los mejores-, no podrá haber ni soberanía nacional ni liberación nacional ni independencia nacional en América Latina si al mismo tiempo no se lucha contra el capitalismo y el imperialismo. Estas luchas no se pueden separar. Son fases de un mismo proceso.
Las campañas y movilizaciones contra la guerra, la lucha de liberación nacional en los países sometidos al imperialismo y sus invasiones, la denuncia del racismo, el patriarcalismo y la destrucción de la naturaleza, el rechazo de las bases militares norteamericanas y de la OTAN y todas las resistencias que se agrupen en el arco inclusivo del «movimiento de los movimientos» -crítico de la globalización capitalista- deberán tener una agenda que combine la resistencia al neoliberalismo y al militarismo con las tareas antiimperialistas y anticapitalistas.
El imperialismo, la guerra y el militarismo son procesos estrechamente unidos por un cordón umbilical. No se podrá derrotar definitivamente al neoliberalismo proponiendo un «capitalismo con rostro humano», un supuesto «capitalismo racional» ni una «tercera vía». Contra la falsa religión del mercado y su «mano invisible» y contra los falsos profetas de la guerra y su puño de hierro, nuestra meta sigue y seguirá siendo el socialismo a nivel mundial, la gran causa moral de la humanidad.
[i] Véase Karl von Clausewitz: De la Guerra. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1975. pp. 27. [En esta cita y en todo este trabajo los subrayados nos pertenecen, excepto cuando se indique lo contrario].
[ii] Véase Vladimir I. Lenin, «La obra de Clausewitz De la guerra. Extractos y acotaciones» [1915]. En Lenin y otros: Clausewitz en el pensamiento marxista. México, D. F., Pasado y Presente, No. 75, 1979. pp. 79-83.
[iii] Véase Financial Times, suplemento del 10 de mayo de 2002. Citado en James Petras: Imperio versus resistencia. La Habana, Casa editorial Abril, 2004. pp.11.
[iv] Ibidem.
[v] Véase Harry Magdoff: «La era del imperialismo». Monthly Review, junio, octubre y noviembre de 1968. Reproducido en Pensamiento Crítico N29, La Habana, junio de 1969. pp.151-152.
[vi] Véase Tariq Alí, François Houtart y Peter Gowan: «¿Qué imperialismo? (Un simposio)». revista Temas. Cultura, ideología, sociedad. Nº33-34, La Habana, abril-septiembre de 2003.
[vii] Véase Samir Amin: «Geopolítica del imperialismo contemporáneo». En Atilio Borón [Compilador]: Nueva hegemonía mundial. Alternativas de cambio y movimientos sociales. Buenos Aires, CLACSO, 2004. pp.82.
[viii] Véase Ana Esther Ceceña: «La batalla de Afganistán». En A.E.Ceceña y Emir Sader [compiladores]: La guerra infinita. Hegemonía y terror mundial. Buenos Aires, CLACSO, 2002. pp.169.
[ix] Véase Samir Amin: Obra Citada. pp.109.
[x] Véase Emir Sader: «Hegemonía y contrahegemonía en tiempos de guerra y de recesión». En En A.E.Ceceña y Emir Sader [compiladores]: La guerra infinita. Hegemonía y terror mundial. Obra Citada. pp.147.
[xi] Véase Tariq Alí, François Houtart y Peter Gowan: «¿Qué imperialismo? (Un simposio)». Obra Citada. pp.5.
[xii] Véase nuestro libro Toni Negri y los desafíos de «Imperio». Madrid, Campo de ideas [Colección Intelectuales], 2002. También puede consultarse nuestro trabajo: «El imperio de Hardt y Negri: más allá de modas, «ondas» y furores». En Atilio Borón [compilador]: Filosofía política contemporánea. Controversias sobre civilización, imperio y ciudadanía. Buenos Aires, CLACSO, 2003. pp.321-340.
[xiii] Véase Michael Hardt y Toni Negri: Imperio. Buenos Aires, Paidos, 2002. pp.15.
[xiv] Véase Atilio Borón: Hegemonía e imperialismo en el sistema internacional». En Atilio Borón [Compilador]: Nueva hegemonía mundial. Alternativas de cambio y movimientos sociales. Obra Citada. pp.136. Enumerando las diversas teorías en boga acerca del capitalismo contemporáneo, más adelante Borón agrega: «Estamos, por último, quienes reconociendo la enorme importancia de los cambios aludidos insistimos en que el imperialismo no se ha transformado en su contrario, ni se ha diluido en un vaporoso «sistema internacional» o en las vaguedades de un «nuevo régimen global de dominación». Se ha transformado pero sigue siendo imperialista«. Obra Citada. pp.140. Del mismo autor, puede consultarse con sumo provecho su libro Imperio & Imperialismo. Una lectura crítica de Michael Hardt y Antonio Negri. Buenos Aires, CLACSO, primera edición abril de 2002, quinta edición ampliada, marzo de 2004.
[xv] Véase Karl Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política [Grundrisse] (1857-1858). México, Siglo XXI, 1987. Tomo I, pp.451.
[xvi] Véase Karl Marx: Obra Citada. pp.436-437.
[xvii] Hemos intentado reconstruir desde un ángulo crítico del economicismo esa perspectiva de análisis donde la violencia constituye un componente central de la relación social de capital en nuestro Marx en su (Tercer) Mundo. La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, 2003 (segunda edición revisada y ampliada). Particularmente en el capítulo: «Economía y poder».pp.199-220 y también en El Capital: Historia y método (Una introducción). Buenos Aires, Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, 2003. Especialmente en el capítulo: «La violencia como potencia económica». Reedición cubana: La Habana, Ciencias Sociales, 2005.