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Cronopiando

Guerras de ayer y de hoy

Fuentes: Rebelión

En otros tiempos, los ciudadanos reclutados como soldados, antes de incorporarse al frente, pasaban algunos meses en centros de instrucción militar sometidos a la necesaria deshumanización que les permitiera más tarde, en las trincheras, hundir en el enemigo sus bayonetas sin preocuparse por la identidad del reventado, sin problema alguno de conciencia sobre lo que […]

En otros tiempos, los ciudadanos reclutados como soldados, antes de incorporarse al frente, pasaban algunos meses en centros de instrucción militar sometidos a la necesaria deshumanización que les permitiera más tarde, en las trincheras, hundir en el enemigo sus bayonetas sin preocuparse por la identidad del reventado, sin problema alguno de conciencia sobre lo que hacían y porqué. Eliminada la razón y desprovistos de cualquier sentimiento que los identificara, todavía, como seres humanos, poco les importaba a aquellos soldados cuántos hijos tenía el enemigo muerto o qué pensaba hacer de regresar con vida a su hogar.

La intensa terapia militar a que eran sometidos, aislados de su entorno familiar, les ayudaba a adquirir esa imprescindible y enajenada «cordura» con la que sobrevivir a su trabajo si la suerte les acompañaba.

Después, una vez firmaban la paz los mismos que declarasen la guerra, los soldados eran desmovilizados y devueltos a sus casas para que se reintegraran a su vida civil.

En este caso, sin embargo, no eran sometidos a ningún periodo de adecuación a sus viejas personalidades y conductas porque ni el Ejército es el más indicado para esa labor, ni el Estado dispone, probablemente, de presupuesto para semejantes menesteres.

Así ocurría que, algunos fracasaban en su readaptación y, un mal día, se encaramaban en la azotea del edificio más alto de la ciudad en compañía de un fusil y entretenían su frustración disparando sobre sus asombrados vecinos que, vistos desde arriba, bien podían pasar por coreanos, vietnamitas o latinos.

En aquellos tiempos, en cualquier caso, los periodos de animalización requeridos para transformar a un ciudadano común en un soldado, y de humanización para que el soldado volviera a ser persona, estaban perfectamente diferenciados en el tiempo, factor que siempre ayuda a recuperar la mano de obra militar para la vida civil, excepciones al margen.

En estos tiempos, la tecnología, capaz de producir armas más mortíferas, y vehículos militares más rápidos, así como de movilizar de manera inmediata tropas de un país a otro, ya no permite que se distingan los periodos, y el mismo individuo que se despierta en su apartamento italiano, desayuna con su mujer e hija, y pasea al perro antes de salir para el trabajo, cuando llega a la base, se pone el uniforme de piloto, embarca en un avión y treinta minutos más tarde deja caer sus bombas sobre Belgrado. Para el mediodía ya está en casa, compartiendo un sabroso almuerzo con su esposa e hija, y con tiempo, antes de ir al cine, de servirle la comida al perro. Luego de asistir a una divertídima comedia, el piloto regresa a la base tras una llamada a su móvil y para la medianoche bombardea Kabul o Bagdad.

Parecidas circunstancias corren las tropas de intervención rápida que van y vienen entre el jardín de su casa en Londres y el operativo sorpresa en Faluya.

Los torturadores no gozan de mejor vida y tienen que alternar los buenos días a los propios hijos en su casa, con la picana en los genitales a los hijos ajenos en alguna cárcel clandestina.

Por ello nadie debe extrañarse de que mañana, pasado, cualquier día, sea porque se le atrasa el reloj o se le adelanta, el soldado de hoy , antes de entrar al baño, le corte la yugular a su esposa, bombardee a sus hijos al mediodía y, antes de arrullar con una tierna nana al fedayín de turno, vuelva a interrogar al perro.