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Entrevista a Jacques Ranciére

«Hacer algo ‘contra’ no construye un comunismo positivo»

Fuentes: Le Sabot / eldiario.es

Nota preliminar: Esta entrevista, con el título «Construir los lugares de lo político», se publicó en El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética, Jacques Rancière, presentación y traducción de Javier Bassas Vila, ed. Herder, Barcelona, 2011, pp. 289-304. Este texto ha sido cedido por la editorial Herder para su reproducción aquí. Comentario […]

Nota preliminar: Esta entrevista, con el título «Construir los lugares de lo político», se publicó en El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética, Jacques Rancière, presentación y traducción de Javier Bassas Vila, ed. Herder, Barcelona, 2011, pp. 289-304. Este texto ha sido cedido por la editorial Herder para su reproducción aquí.

Comentario introductorio de Amador Fernández-Savater:

Propuesta de lectura de fin de semana: una entrevista larga y densa pero muy jugosa de la revista militante Le Sabot al filósofo francés Jacques Rancière, en la que podemos encontrar muchas pistas e imágenes para pensar (es decir, reimaginar) algunos problemas de las luchas actuales, diría que por lo menos tres:

-el problema de la articulación y la transmisión entre experiencias. 15-M, marea verde, marea blanca… ¿Qué es lo que puede transformar la energía de las luchas que se suceden en una capacidad colectiva? Es en parte la pregunta por la organización. Las respuestas clásicas piensan en términos de «frente», «bloque», «convergencia» o de la necesidad del partido como instancia unificadora. Rancière propone imágenes distintas: lugares de encuentro, relevos, extensión de capacidades, nombres capaces de nombrar lo que es común como dinámica de acción y esperanza de porvenir… La pregunta por la organización como «suma de las luchas» se reformula así más bien en: ¿cómo prolongar las resonancias de una experiencia o de una lucha? La organización pensada, no como coordinación, sino como «multiplicador» de las capacidades de cualquiera. Rancière desarrolla la misma idea en esta otra entrevista.

-el problema de la ruptura, la violencia y el enemigo. Rancière hace una crítica de las políticas estratégicas que parten del enemigo y de la pregunta por cómo dañarle. «O bien se parte de una potencia contra la cual se lucha, o bien se lucha en nombre de una potencia común, de una capacidad común. Si la política consiste en atacar al enemigo, entonces se trata de una concepción militarista del enemigo. Hacer algo ‘contra’ no construye un comunismo positivo». Rancière parece proponernos pensar la ruptura en el interior y subordinada a situaciones donde se afirme esa potencia común, esa capacidad común. La radicalidad de una interrupción sólo se entiende así en su relación con una situación viva de lucha, no de forma aislada o en general. Hay aquí una discusión crítica con las consideraciones del Comité Invisible y su «insurrección que viene».

-el problema del sujeto político. Rancière recuerda su militancia en los años 70 en el grupo maoísta Izquierda Proletaria. Todas las actividades del grupo tenían un presupuesto: la fuerza estaba ya ahí, en la clase obrera. Había que vincularse a sus elementos más radicales, participar en sus sociabilidades, identificar los focos de lucha e intensificar sus potenciales. Pero se trataba siempre de acciones ligadas a núcleos activos y sociabilidades ya existentes. Esa configuración social y política ha estallado. ¿Cómo hacer hoy un pueblo a partir de fragmentos dispersos? Es el problema del vínculo, de cómo tejer vínculos, no ya entre realidades previas y existentes, sino vínculos que creen realidad al mismo tiempo que la tejen.

***

Le Sabot quiere ser un medio para vincular a los diversos componentes de lo que se presenta como un «cuerpo social»: asalariados, campesinos, estudiantes, parados…. ¿Qué semejanzas y diferencias pueden advertirse ahora respecto a la situación de finales de los 60?

La idea de vincular a los estudiantes, a los obreros y a veces a los campesinos desempeñó un papel fundamental en 1968, especialmente en experiencias como las de la «comuna de Nantes», aunque la perspectiva de los grupos militantes constituidos era generalmente más utilitaria. En el caso de la Gauche Prolétarienne [Izquierda Proletaria], el establecimiento de militantes en las fábricas o el trabajo militante en lugares de vida social, como los cafés, servía principalmente para conseguir cierta presencia en el medio obrero, es decir, para obtener a la vez cierta legitimidad, un conocimiento del medio mismo y la capacidad de extraer el potencial de lucha, en términos de situaciones y activistas. Pero la creación de un vínculo o la construcción de lugares de vida social como medio para constituir una fuerza no era una preocupación prioritaria. Se presuponía que la fuerza ya estaba ahí. Se partía de la existencia de una tradición de lucha obrera, intentando apoyarse en los elementos más radicales de la clase obrera: sindicalistas duros o ex sindicalistas que habían roto con la CGT, obreros inmigrantes radicalizados. Se trataba de participar en sociabilidades existentes antes bien que crear otras nuevas. Existía un rechazo a la representación de la clase obrera bajo la forma tradicional de partido y, al mismo tiempo, una adhesión a la idea de la clase obrera como elemento dirigente. La idea de vincular presupone, actualmente, la explosión de esta configuración social y política.

Le Sabot basa su método en la constatación de una disolución de la clase obrera como sujeto político. Hace unos quince años, algunos exaltaban el redescubrimiento de las «formas-de-vida» irreductibles contra la «clase-medianización» generalizada. Se trataba de arrancarse de las formas de vida empobrecidas para instituir nuevas colectividades. Pero resultó que las colectividades constituidas de esta manera -digamos las colectividades de deserción- no podían como tales coincidir con las fuerzas políticas. Y esta no-coincidencia es lo que ha hecho resurgir la necesidad del vínculo o del tejido político.

Las formas de militantismo radical se engendran mediante acontecimientos que crean su propia temporalidad. En Mayo del 68, la comunidad militante fue creada por el acontecimiento mismo. De ahí surge una línea de división que separó, por un lado, a los dirigentes del PCF y, por el otro, a las personas que no estaban en relación con esa tradición; de ahí, empero, también surge la seguridad de encontrarse ante una especie de potencial revolucionario «clásico», es decir, la conjunción entre una explosión democrática y una fuerza proletaria histórica anclada en los desarrollos del capitalismo. O, si se prefiere, la conjunción entre una explosión democrática y el esquema revolucionario de una fuerza social transportada por la historia. Así, el acontecimiento y el largo tiempo de la historia parecían coincidir. Las derrotas de los movimientos obreros y revolucionarios durante 1980 dinamitaron esta configuración. Pero el presupuesto sociológico se ha vuelto a encontrar en la idea de la «clase-medianización» general en su doble versión: en la izquierda, la exaltación de formas de vida liberadas y, en la derecha, la denuncia del individualismo democrático destructor del vínculo social. Actualmente, reaparecen la violencia sin ambages propia de la dominación de clase y la necesidad de repensar la lucha de clases como política, o la política como lucha de clases. Y lo que así reaparece es que esa lucha no se confunde con ninguna necesidad histórica.

El concepto de proletariado parece remitir, al mismo tiempo, a dos cosas diferentes: por un lado, a una pertenencia comunitaria, a una comunidad de gestos o de formas de vida; y, por el lado opuesto, a «cualquiera» en la medida en que el proletario es aquel que quiere la abolición de las clases como tales.

Creo que cabe distinguir dos cosas. Por un lado, está la tensión entre una definición del proletariado como grupo sociológico constituido y, por el otro, la visión del proletariado como la no-clase, la comunidad de cualquiera, constituida en un proceso político de lucha. La confusión entre ambas ha producido sucesivamente la figura marxista clásica del partido de la clase obrera y, después, su otra cara, la figura postmarxista y neo-nietzscheana del triunfo universal del discurso de una pequeña burguesía narcisista en la que solo existen individuos aislados. A partir de esto, nos topamos con otra tensión: por un lado, hay que recrear comunidades visibles, comunidades ejemplares de vida; por el otro, hay que volverse invisibles para asestar golpes a ese orden global. Los análisis que quieren evitar el dilema fusionando las dos figuras sociológicas en una misma clase de trabajadores inmateriales se ven obligados a ignorar que el trabajo «material» continúa existiendo por todas partes. Me parece que habría que hablar de un proceso material estallado antes bien que de un devenir inmaterial del trabajo.

En vuestra problemática, cuyo objetivo es la «creación de vínculo», se trata de reafirmar el comunismo articulando la creación de lugares comunitarios con la multiplicidad de los lugares de trabajo. Se trata, asimismo, de dar figura a las capacidades empleadas en esos procesos de trabajo y de lucha. Así pues, no puede haber separación entre la constitución de islotes comunitarios y el objetivo consistente en crear vínculos. Los lugares de encuentro son, al mismo tiempo, lugares de vida social y espacios de unión. Puede entonces suprimirse la tensión entre la comunidad comunista modélica y el grupo de lucha clandestino contra el enemigo capitalista.

Pero esta tensión se inscribe en un nuevo contexto. Podemos hablar de una especie de democratismo de tipo management, incluso en los espacios obreros tradicionales. Algo así como un «devenir sonriente del capitalismo». En el discurso de tipo management, se requiere constantemente el «tú puedes», «cada uno es capaz de». Y más aún en esta época de rehabilitación del keynesianismo, que es históricamente el lugar de una victoria del capitalismo por medio de la integración de la clase obrera…

Hay una tensión entre dos interpretaciones del «tú puedes»: puede entenderse como «cada uno puede obtener su lugar empujando a los otros», o bien como «cada uno detenta la capacidad de todos». Se trata de introducir una división en el seno mismo del «cada uno puede». Las fórmulas de integración y las fórmulas de lucha siempre han funcionado a la vez. Y no tenemos por qué identificar el discurso de los seminarios de managers con la nueva organización del trabajo. Respecto al keynesianismo, me parece que hay que salir de la visión unilateral que considera los años 30 como un simple movimiento de integración de la clase obrera -una visión más o menos apoyada en una visión igualmente unilateral del orden biopolítico según Foucault. El keynesianismo y el Welfare State también son el resultado de un desplazamiento y de una intensificación bajo otras formas de la lucha de clases. Siempre se cree que la Seguridad Social, las leyes sociales, las formas de gestión paritaria, etc., han sido regalos del Capital para integrar a la clase obrera. Pero todo ello son también formas que resultan del conflicto y engendran otros. Hay que salir de esquemas totalizantes que ayer afirmaban el papel revolucionario de la clase obrera y que actualmente afirman que esta ha desaparecido por completo. Y, más particularmente, debe abandonarse la idea de que el sujeto político «proletariado» debe entenderse a partir del desarrollo de las fuerzas productivas -o de las fuerzas «biopolíticas», que viene a ser lo mismo.

La Gauche Prolétarienne parecía querer mantener cierta proximidad con las luchas obreras. Actualmente, la violencia que quiera golpear al enemigo corre el riesgo de quedar aislada…

No se llevaban a cabo acciones como si se tratara de aplicaciones locales de un objetivo central, sino como prolongaciones de luchas determinadas. Esto es la diferencia con respecto a los recientes sabotajes de las vías de SNCF [referencia al sabotaje de cinco catenarias de la red ferroviaria francesa, llevado a cabo en octubre y noviembre de 2008 e imputado como «acto terrorista» al grupo Comité Invisible]: estos sabotajes no están asociados a una lucha, sino que son acciones que pretenden bloquear la máquina en general. El objetivo de la Gauche Prolétarienne nunca consistió en bloquear la máquina en general, sino en intensificar los potenciales de lucha -y, para algunos, los actos radicales podían producir tal intensificación. Por entonces podían suscitar una especie de vaga simpatía. Ahora bien, estas acciones de la Gauche Prolétarienne estaban en aquel momento ligadas a algo que ya existía, a núcleos de lucha. No se trataba de aplicaciones en un lugar preciso de un análisis global. Podían reivindicarse y encontrar un espacio democrático para difundirlas.

Hay una herencia de la autonomía en la idea de que las acciones no deben ser reivindicadas. La reivindicación corre el riesgo de hipostasiar un gesto que solo tiene sentido si viene asumido por todos. En esta historia, el problema radica sobre todo en el uso que se hace del significante «terrorismo».

En este caso, reivindicación no significa apropiación. Significa difusión de una práctica radical en un espacio democrático. Toda la cuestión reside en la admisibilidad de ciertas prácticas ilegales. Las luchas políticas y sociales siempre han supuesto un espacio de juego entre legalidad y legitimidad. Este espacio de juego bloquea el concepto de terrorismo. Hay que ver la novedad que supone. En torno a 1968, se incriminaba a los «violentos» de cara a la opinión pública despolitizando así sus acciones y, por otro lado, se utilizaba contra los militantes una legislación que prohibía la reconstitución de ligas disueltas que había sido establecida por la izquierda en 1936 contra las ligas de extrema derecha. Pero, por aquel entonces, no se hablaba de «terrorismo». Lo que tiene lugar hoy en día es principalmente una criminalización de los ilegalismos, lo cual era impensable en aquellos años. La ocupación de locales o el secuestro de miembros administrativos eran considerados en aquella época como elementos de la relación de fuerza, y se perseguía el sabotaje como acción criminal ordinaria.

La cuestión consiste en saber lo que puede provocar una ruptura, ya que actualmente las acciones de sabotaje se han convertido en actos «terroristas». Los escritos no consiguen, por ellos mismos, ocasionar una ruptura. Se necesita al mismo tiempo la construcción de discursos radicales y de acciones de ruptura, precisamente como los actos de sabotaje.

Más vale evitar la fetichización de los gestos de ruptura como gestos espectaculares y excepcionales. Y hay que asumir que no toman necesariamente la forma de sabotaje, de secuestro, etc. Estoy pensando por ejemplo en la Red de Educación Sin Fronteras [red de solidaridad con los niños y niñas de familias sin papeles y los jóvenes sin papeles escolarizado, constituida por colectivos en las escuelos y en los barrios], en quienes impiden que despeguen los aviones que llevan a bordo a una persona sin papeles expulsada del territorio… Es importante pensar que la ruptura siempre es local y que tiene lugar en el momento en que se cuestiona la estructura de autoridad o la estructura de explotación. Ahora bien, es cierto que no hay política al margen de la conflictividad y de los ilegalismos.

Hay quizá algo que unifica esas prácticas de lucha y esos ilegalismos, algo así como el horizonte de un bloqueo de la economía…

Pero entonces hay que saber lo que ello significa. «Bloquear la economía», ¿es un acto simbólico o un acto real? Un acto que bloquea las vías ferroviarias durante algunas horas no bloquea la «economía». Materialmente, la acción de los piratas somalíes o las especulaciones osadas de los traders tienen un efecto superior. El problema se plantea en términos de eficacia simbólica. Este tipo de acciones da por hecho actualmente cierta inversión de la lógica militante. Presupone que el nivel de las luchas de masas no es suficiente para provocar, como antes, prácticas ilegales (sabotaje u otras) por su dinámica y que, por tanto, hay que invertir las cosas: provocar, mediante acciones aisladas, una llamada a la renovación de la acción de masas. Esta lógica que quiere fundamentar la radicalización porque presupone el debilitamiento de los potenciales de lucha no me parece defendible.

Pero debemos salir de la alternativa: o bien el esquema totalizante de la política marxista, o bien la política de las minorías; o bien la totalidad, o bien las multiplicidades emergentes, irreductibles, intotalizables. Bloquear la economía es bloquear la política del capital. Si se quiere trazar la línea divisoria respecto al enemigo, entonces eso tiene sentido.

¿Puede pensarse la línea de división política a partir de la designación del enemigo? Hay aquí dos posibilidades: o bien se parte de una potencia contra la cual se lucha, o bien se lucha en nombre de una potencia común, de una capacidad común. Si la política consiste en atacar al enemigo, entonces se trata de una concepción militarista del enemigo. Hacer algo «contra» no construye un comunismo positivo. En mi opinión, ese es el problema de los actos que dicen: «lo estamos haciendo para que despertéis, panda de cretinos». ¿Por qué se quiere crear un comunismo con aquellos que han sido considerados como cretinos?

Al menos en estos casos no queda eludida la dimensión del acto, que no aparece en ningún lugar de lo que se presenta como «política».

Pero se produce al riesgo de una fetichización del «acto» que lo separa de aquello que lo inscribe en la dinámica de una acción y de un pensamiento colectivos para convertirlo en un acto ejemplar, en un gesto que pretende despertar a los pasivos -lo que los constituye ipso facto como pasivos.

El tipo de actos del que hablamos pretende alcanzar objetivos precisos, cortar los flujos. No tienen por qué interpretarse forzosamente como gestos para «despertar a los cretinos». Se trata más bien de partir de la cólera acumulada en el lugar en que se detuvo la lucha. ¿Acaso no había en los maoístas la voluntad de determinar el paso al acto mediante una identificación con el pueblo que sufre?

Esta voluntad no se confundía con la voluntad de despertar a los adormecidos, ni con una identificación con el pueblo que sufre: se trataba solamente de pasar a una fase superior. Servir al pueblo no era servir al pueblo que sufre. «Servir al pueblo» no era una consigna caritativa, contrariamente a lo que explicaban los trotskistas sobre los maoístas, sino que era servir a las luchas populares, identificar los focos, prolongar su resonancia.

El problema siempre radica en una consistencia política, constituir un grupo con vistas a la acción. Desde este punto de vista, querría volver a la cuestión de la lucha de los obreros de la fábrica de relojes LIP: ¿qué es lo que determinó exactamente? ¿Se consideraron el grupo o la organización militante, a partir de ese momento, como apoyos auxiliares de las luchas obreras? ¿Qué sucedía entonces con el tema de la vanguardia?

La Gauche Prolétarienne tenía muchos defectos, pero no el de ser una vanguardia. Tampoco era un simple soporte. Se consideraba más bien como fermento en el seno de las masas, creando las condiciones de emergencia de una verdadera «dirección obrera». Tenía la idea de ser un intermediario para que se constituyera un verdadero movimiento obrero. LIP coincidió con el derrumbe de la Gauche Prolétarienne, pero resulta que fue el ejemplo soñado del grupo de obreros que construye una lucha. La gente de LIP fue capaz de unir las formas de lucha, la capacidad de organizarse en colectivo de producción e incluso de hacer circular una inteligencia colectiva.

¿Por qué se interrumpió entonces la radicalidad maoísta? Se produjeron varios acontecimientos (LIP, pero también la revolución de los claveles en Portugal) que hicieron pensar que se había tomado el relevo, que el impulso tomaba fuerza en otros lugares. En cierto modo, LIP permitió un final pacífico a la Gauche Prolétarienne. En Francia, el izquierdismo persistió bajo la forma de movimiento democrático difuso, antes de quedar liquidado definitivamente por los socialistas. A finales de los años 1970, los socialistas tenían un programa hipermarxista, un discurso de clase. Lo que ha sucedido desde entonces no habrá sido más que una gigantesca impostura histórica: el Partido Socialista se ha apropiado de todo el espacio, recuperando el electorado del Partido Comunista y las energías intelectuales y militantes de la izquierda. Lo que ha pasado en Alemania e Italia es diferente.

Hay una diferencia entre Alemania e Italia, país en el que se puede hablar de un movimiento de masas que reunía a cientos de miles de obreros y de estudiantes. No había una separación entre sus componentes, como fue el caso efectivamente en Alemania y Francia. En este sentido, me gustaría plantearle una pregunta: en el año 1977 en Bolonia, o en la gran manifestación de Roma, ¿cree que el rechazo al esquema de la «toma del poder» dejó pasar algo importante? Oreste Scalzone explicaba que un periodista le preguntó varios años más tarde: «¿Habían preparado alguna cosa para ese día?», Scalzone se quedó algo ruborizado y acabó respondiendo: «No, no habíamos pensado en ello».

En la Gauche Prolétarienne, nuestra perspectiva tampoco era la toma del poder. De manera general, las revoluciones están hechas por personas que no quieren tomar el poder: pienso en 1830, en 1848… Las barricadas no están hechas para tomar «el poder», sino para oponer una afirmación material del pueblo a la confiscación estatal del poder común.

El problema es que, por un lado, estábamos en un esquema marxista de poder obrero y que, por el otro, la idea de hacer algo como en 1917 no tentaba a muchos. Mayo del 68 fue, ante todo, una huelga general en un sentido amplio, una interrupción de las formas de trabajo, autoridad y legitimidad de la dominación. Faltó ciertamente imaginación respecto al medio de constituir una potencia colectiva popular de un nuevo tipo. Además, los movimientos de izquierda en general y maoístas en particular fueron en Francia muy minoritarios. Todo esto no tiene nada que ver con la historia de la autonomía italiana.

La autonomía no se tomó en serio la idea de que algo podía sustituir a la organización policial de la sociedad. En el libro del Comité invisible, incriminado actualmente en el asunto de los sabotajes de la SNCF, observamos también un rechazo de la perspectiva consistente en tomar el poder. En la perspectiva de este libro, son las «comunas» las que efectúan la deposición del poder; no tiene que haber gobierno, hay que «volverse ingobernables», etc. Sin embargo, la cuestión del gobierno revolucionario es precisamente muy importante.

Hay que distinguir lo que depende de problemas de organización en el seno del grupo y la cuestión de la toma del poder. En el caso de la organización leninista, ambos problemas se confunden…

La cuestión del gobierno revolucionario puede, no obstante, plantearse en una situación en la que el poder de Estado vacile. Se trata de saber cómo pensar y qué hacer con ese momento de vulnerabilidad del poder.

La verdadera cuestión es la de la persistencia. Nos encontramos confrontados, primeramente, con la dispersión en la que cada uno se define por un horario que está fragmentado y saturado. Por ejemplo: acciones con RESF, reuniones para mantener vivo un colectivo informal, tiempo de movilización puntual, etc. Creo que es necesario salir de esta distribución del tiempo y asumir cierta irreversibilidad en el encadenamiento de los actos. La cuestión no es tanto la de tomar el poder -que es una consigna trotskista que Daniel Bensaïd parece querer rehabilitar actualmente-, sino más bien la del poder de tomar el poder.

Todas las variantes del trotskismo persistirán hasta el fin del mundo. Todo ser tiende a perseverar en su ser. Pero es cierto que la cuestión consiste en saber lo que puede unir las luchas que se suceden unas tras otras (sin vivienda, sin papeles, hospitales, cierre de fábricas…). ¿Qué es lo que puede transformar esas energías en una capacidad colectiva? Si se responde diciendo «Hace falta un partido», se está respondiendo con un parche, puesto que se está afirmando que, en definitiva, para unificar hace falta una instancia unificadora. Pero también sabemos que no es la «convergencia de luchas», los encuentros entre una miríada de mini-organizaciones lo que opera esta transformación. Se trata de saber cómo extraer un nombre común que sea susceptible de nombrar lo que es común como dinámica de acción y como esperanza de porvenir.

Respecto al argumento de la dispersión, es reversible. Hay cierta alegría militante en mantener la abertura del mundo, incluso podría decirse que también existe tal alegría en la irresolución. Podemos hablar de un comportamiento consistente en sistematizar la espera en el sentido fuerte del término: estamos en un presente que se basta a sí mismo. Es algo que queda demostrado claramente en el ejemplo de la autonomía obrera, y solo retrospectivamente puede decirse «habríamos podido hacer algo…». Si ciertas personas se implican en política, si le consagran sus energías vitales, es para conseguir una vida más intensa, con más comunidad, y en el presente. Es lo que intenté mostrar en La noche de los proletarios: el futuro comunista siempre ha sido un presente. No hay comunismo sin la puesta en común de las capacidades implicadas en ciertos puntos de resistencia.

Querría abordar otro punto. Creo que resulta interesante ir en contra de la idea de una extinción de la clase obrera. Sin duda, es cierto que está dispersada, desmantelada. Pero la cuestión es saber si no se puede considerar una unificación política por medio de la figura obrera.

Cabe distinguir dos cosas. Está el nivel de la descripción de lo contemporáneo, de la realidad de los procedimientos de explotación: a este nivel, puede afirmarse que la desaparición de cierta idea del proletariado no impide la conflictividad obrera. En este sentido, hay que reafirmar el componente obrero en la constitución de una fuerza democrática. No estoy seguro, en cambio, de que «figura obrera» pueda ser el nombre común que buscamos. ¿Puede «el obrero» ser el nombre de la figura de los sin parte? Y, si no, ¿qué puede sustituirlo? Hay que encontrar nombres que sean capaces de dividir de otra manera la distribución de las identidades. Recientemente, las personas que forman la RESF han redactado un «manifiesto de los innumerables». Es una bella palabra, pero tampoco basta para operar el tipo de unificación que buscamos. Hay que pensar en una figura subjetiva que pueda tener la consistencia de lo obrero y, al mismo tiempo, la inconsistencia de lo innumerable.

Ha sido necesario hacer el duelo de la idea de que se podría llevar a cabo la toma de conciencia, que se tendría que llevar la verdad a las masas. Como también hay que hacer el duelo de una confianza en la simple capacidad de propagación de las ideas y de los actos. El problema, por tanto, es el de una redefinición de la transmisión en el orden de la política. Así pues, la cuestión puede ser la siguiente: ¿qué podría ser políticamente el equivalente del encuentro entre Jacotot y sus alumnos?

Hay que conjugar una doble exigencia: por un lado, poder dar confianza a la puesta en común de esas capacidades dispersas, lo cual corresponde a lo que vosotros llamáis un trabajo de «vínculo». Por otro lado, crear una forma de ruptura simbólica fuerte. Es decir, crear una forma de agrupación en la que todos los que despliegan una capacidad propia puedan tener confianza en la extensión de esa capacidad. Para ello, hay que crear modos de información y de archivo, formas de circulación y de discusión de las ideas, de los lugares sociales, de los modos de afirmación y de las formas de acción que se erijan claramente como alternativa a lo que se llama la vida política con sus organismos, sus medios de comunicación, sus partidos, sus maneras de construir los problemas y sus soluciones. Se trata de construir los lugares de una problematización diferente de lo político, lugares verdaderamente autónomos que den testimonio de una singularidad fuerte, con tesis claras sobre lo que se entiende por política, sobre lo que puede quererse y lo que se piensa poder. Para ello, no es necesaria la arrogancia del Comité Invisible. La ultra-izquierda sostiene actualmente un discurso de pedagogo embrutecedor en el sentido jacotista del término, presentándose como la última chispa de inteligencia crítica que brilla en el seno de un mundo de cretinos alienados.

La perspectiva que consiste en bloquear o atacar la economía, desarrollada entre otros por el Comité invisible, ¿no constituye justamente una ruptura simbólica fuerte, un discurso de ruptura?

Insisto de nuevo: la ruptura simbólica debe hacerse en nombre de la igualdad y no en nombre de un ataque a la economía. Es decir, que debe operarse en nombre de una afirmación (la igualdad) y no en nombre del enemigo (la economía).

Hay una verdadera toxicidad de los discursos sobre la economía. Se juega, por ejemplo, con la oposición entre economía financiera y economía real, pero es una falsa división. Y los que son capaces de no sostener esta falsa división permanecen encerrados en horizontes limitados. Estoy pensando, por ejemplo, en la entrevista entre Moulier Boutang y Frédéric Lordon: se trata una vez más de saber cómo acabar con las crisis financieras. Hay consenso sobre el hecho de que debe evitarse absolutamente el derrumbe de la economía «real», porque sería el desastre, el caos, lo impensable. Ahora bien, lo que sucede actualmente es esencialmente eso: podemos pensar al margen de la evidencia de que es la economía la que hace mundo. Podemos pensar al margen de la economía, colocándonos en el lugar mismo de lo «impensable».

Se trata de saber lo que es exactamente ese lugar de lo impensable, ese afuera o «al margen de la economía». El debate sobre economía financiera y economía real es insuficiente, efectivamente, pero atesta el hecho de que cierta figura de la economía -la que se identifica con el todo de la evolución de las sociedades- está justamente en debacle. El beneficio de la crisis financiera es justamente liberarnos de la «economía» como realidad unívoca y ley ineluctable. El pensamiento de la economía como modo de gobierno del mundo que se impone por sí mismo se encuentra debilitado. Ello significa, asimismo, que la des-responsabilización de los Estados en nombre de la necesidad económica está debilitada, que vuelve a ponerse de manifiesto que son ellos mismos los que crean esa necesidad. El poder oligárquico se ejerce, entre otras maneras, como necesidad económica y no hay razón alguna para aislar la economía como potencia autónoma. Ahora bien, esta obsesión por un nombre oculta evidentemente otra cuestión: ¿qué otra organización de formas de producción, de consumo y de intercambio podemos considerar actualmente como posible y deseable?

Fuente original: http://www.cip-idf.org/article.php3?id_article=4442

Fuente de la traducción y el comentario: http://www.eldiario.es/interferencias/Jacques_Ranciere-organizacion_6_101549853.html