Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesor titular de la Universidad de Vic (Uvic-UCC) y adscrito a la Facultad de Empresa y Comunicación, de dónde fue decano entre 1995 y 2002, y vuelve a serlo desde hace unos pocos meses. Actualmente imparte docencia en el grado de Periodismo.
Son numerosas sus publicaciones en revistas especializadas. Premio Joan Fuster por su ensayo Cuando comprar más barato, contribuye a perder el trabajo, sus dos últimos libros publicados son La política malgrat tot. De consumidors a ciutadans y Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? En este último centramos nuestra conversación
Nos habíamos quedado en este punto. Decía usted que otra cosa era que una parte de la ciudadanía que vive en Cataluña esté insatisfecha con el funcionamiento del entramado institucional y lo exprese. Había que buscar una salida política a ello. ¿Y qué salida política podía ser? ¿El federalismo al que hacía referencia hace un momento?
El federalismo no es una ideología política, es más bien una actitud según la cuál se debe articular la convivencia desde el respeto a la diversidad. Es una cultura, un estado de ánimo, desde el que construir redes que posibiliten al máximo la expresión de la diversidad. Es evidente que el sistema político español en 1978 es manifiestamente mejorable, como de hecho lo son todos en el mundo. Tiene algunas disfunciones que tienen que ver con el pacto de la Transición. El independentismo catalán no es el primero que plantea la necesidad de mejoras. Modificar la Constitución es algo que desde la izquierda hace muchos años que se plantea. No se trata de dinamitar un sistema que nos ha llevado a tener un buen sistema democrático y que ha promovido el desarrollo del Estado de bienestar a un país que carecía de él hasta los años ochenta. Se trataría de acomodar y actualizar los problemas territoriales y de establecer una administración moderna y eficaz. Justamente en la Cataluña autónoma el pujolismo no hizo sino replicar lo peor de la administración española. También resulta evidente que el tema de la Monarquía, el cual puede ser muy arduo de gestionar, resulta ya insostenible. Por lo menos a medio plazo. Las reformas constitucionales deben abordarse en momentos en los cuales haya una predisposición mayoritaria a llevarlos a cabo y requieren de una cierta noción de lealtad institucional. Justamente, me temo que el unilateralismo independentista no facilita mucho las cosas. Su estrategia es la del todo o nada. Sabe que una parte de su base social, como bien indican los sondeos, apoyaría reformas en la línea del que en su momento se llamó el “pacto fiscal”.
En muchos pasajes del libro hace referencia a la importancia político-cultural de lo que suele llamarse “inmersión lingüística” ¿Por qué esta estrategia educativa es tan importante para el secesionismo, hasta el tiempo que figura en la Ley General de Educación de Cataluña, aprobada en la legislatura en la que Ernest Maragall era conseller socialista de educación? Yo he sido profesor de Aula, donde estudiaron el señor Artur Mas y sus hijos, y en esta escuela privada no concertada de élite, “molt catalana” si se quiere, no se practica la inmersión. Nunca se ha practicado que yo sepa.
Una cierta protección del catalán tiene su lógica, especialmente después de una dictadura en la que se había combatido el uso de esta lengua. También se entiende su fomento y protección atendiendo al hecho de ser una lengua minoritaria y con peligro de quedar desplazada, socialmente aminorada y en peligro de tornarse residual. Es un patrimonio colectivo de gran importancia que merece ser respetado, impulsado y fomentado. Pero esto debe hacerse de manera ponderada y proporcionada, respetando los usos y apuestas culturales y lingüísticas de la ciudadanía que, como es evidente, son diversas. No se puede pretender pasar de un país bilingüe a un país monolingüe por decreto. Creo que en Cataluña gran parte de la ciudadanía entiende que al acabar la escolarización resulta inteligente que los chicos conozcan y dominen el catalán y el castellano. Lo que nos es aceptable es pretender, bajo mano, forzar la inmersión lingüística para llevar a cabo un proceso de “descastellanización”. Cuando esto sucede, entra en crisis el pacto social y político que significaba la inmersión lingüística. Desde sus inicios, el pujolismo y buena parte del nacionalismo catalán han entendido el “fer país” como un proceso de “catalanización”. Se ha caído en la tentación de hacer ingeniería social y de llevar a cabo un proceso de adoctrinamiento que ha contribuido, en parte, a llevarnos hacia dónde nos encontramos ahora.
Pero para las élites sociales catalanas, el nacionalismo y la tan cacareada identidad cultural y lingüística sola ha sido un instrumento para mantener su hegemonía. La burguesía catalana y los sectores sociales acomodados siempre han estado muy “castellanizados”, al igual que se sintieron cómodos con el franquismo, con el cual hicieron estraperlo y buenos negocios. En Cataluña hubo tantos franquistas, o más, que en el resto de España. Deberíamos no olvidar, por lo menos desde la izquierda que a veces lo ignora, que el nacionalismo siempre resulta un instrumento de dominación de clase, que jamás tuvo que ver ni tiene, con ideas progresistas ni de verdadera emancipación. Nunca les importó la lengua, sino su hegemonía y sus negocios. Habría que sospechar de los revolucionarios del 4×4. Sus promesas milenaristas, siempre resultan un espejismo. Una vez más la estrategia lampedusiana de que “algo cambie para que todo siga igual”.
Habla usted en algunas ocasiones del nacionalismo como patología política (en el segundo capítulo del libro, por ejemplo). Pero si fuera así, si fuera una patología, muchos ciudadanos la sufrirían. No sólo catalanes por supuesto. Si pensamos en el conjunto de España, las patologías nacionalistas serían varias y muy numerosas. ¿Tan mal estamos?
Es un concepto útil para definir un hecho fundamental y es que el nacionalismo no plantea un proyecto de cómo gobernar un país, que es lo consubstancial a las ideologías políticas, sino que establece o lo pretende cuál es el sujeto que debe ser gobernado. A partir de aquí, su diferencia fundamental es que apela y opera en el campo de las emociones y no en el de la razón, lo cual hace muy difícil llevar a cabo reflexiones o debates sobre ello, induciendo a una adhesión y a una movilización de carácter redentor. Se considera lo político como algo que opera en el terreno de la sentimentalidad. Así mismo la pertenencia “nacional” es algo que viene determinado y la asunción de lo cuál va ligado al concepto tan peligroso y origen y justificación de tantos desmanes y muertes como es el del “patriotismo”. Si hay algo que debiéramos mantener alejado de lo emocional y operar en el campo de lo racional es justamente la política. Las emociones resultan cruciales, pero para otros ámbitos de la vida.
En muchas páginas de su libro presenta el procesismo como si fuera un movimiento religioso. Creo que habla incluso de fieles. ¿Por qué? Por lo demás, si fuera así, la razón jugaría un papel bastante reducido en el debate y los argumentos críticos que usted mismo esgrime en el libro tendría poco recorrido en esos colectivos. No podría convencer a nadie. Sólo podría ayudar a los críticos, a los que no “están convencidos”.
Este es un tema generalmente muy dado a la adscripción y a la fe. Y además los que la poseen a los que discrepamos nos adjudican otras creencias religiosas. No entienden que en relación con el nacionalismo y a pretendidos “conflictos nacionales” se pueda ser ateo o, como mínimo, descreído. Es un problema general que afecta a todos los movimientos nacionalpopulistas. La dinámica amigo-enemigo acaba por ser muy poderosa. Funciona casi siempre el sesgo de confirmación que consiste en que todo refuerza nuestras creencias previas, aunque los hachos demuestren lo contrario. Ha habido en Cataluña cosas bastante curiosas como las llamadas a la movilización por parte de organizaciones opacas y desconocidas, y que han funcionado. Esto requiere de mucha fe. En todo caso, hay zonas grises que es en las que creo que tiene sentido intentar razonar, debatir y encontrar salidas. Especialmente en los últimos tiempos entiendo que algunos sectores que han dado soporte al “procesismo” no entienden la deriva tan irracional de alguno de sus dirigentes y comprenden que una estrategia cómo la que se planteó solamente podía llevar al fracaso y llevar al país a un callejón sin salida. Entiendo que debe ser compatible hacer un análisis de lo que ha sucedido, tan crítico y realista como deba ser, con establecer mecanismos y caminos de reencuentro. Ha habido grandes dosis de buena fe por parte de mucha gente y, en último término, todo el mundo tiene derecho a equivocarse. Habría que tornar a una cierta normalidad y en que las discrepancias se pudieran abordar de manera razonable.
Más allá de las declaraciones para agitar a sus partidarios, ¿cuál sería la verdadera finalidad del movimiento separatista? ¿Ampliar la autonomía? ¿Tocar más poder? ¿Colocar más a los suyos? ¿Fundar un nuevo Estado?
Como creo que ha quedado en evidencia, en el movimiento independentista han confluido razones e intereses no exactamente coincidentes. También resulta bastante claro que, más allá del sistema de propaganda, ha primado mucho la improvisación. Detrás de las performances no había un proyecto político y de acción definido. La consejera Clara Ponsatí lo definió meridianamente: “Íbamos de farol”. La dinámica política que impusieron fue la de ir retando al Estado sin una finalidad del todo clara. Para muchos se trataba de crear las condiciones para negociar más autogobierno, mientras que para otros estaban en proceso de proclamar la República catalana. Creo que “frivolidad” define bastante bien la actitud de una buena parte de los dirigentes políticos, los cuales se vinieron arriba pensando que la movilización popular que justamente ellos habían creado y financiado, resultaba imparable y los llevaba a protagonizar un proceso “histórico”. Algunos analistas han planteado la posibilidad de que el objetivo de El Procés no fuera otro que el de eternizarse, de dar vueltas como una noria imparable por el gusto de protagonizar “jornadas particulares” una detrás de otra, pero también porque el tema ha proporcionado a mucha gente un “modus vivendi”, no nos engañemos. Para el mundo ex convergente, se trataba de aprovechar la oportunidad de establecer a través de la configuración de un Estado una ampliación de los niveles de poder el cual ocupar y rentabilizar.
Comenta usted en el libro lo sucedido en septiembre y octubre de 2017. ¿Una jugada de póker donde iban de farol? ¿Movilizaciones para llamar la atención y tener más fuerza en negociaciones futuras? ¿Lío por el lío y ganancia posterior de liantes? ¿Un golpe de estado postmoderno no consumado?
Fue la culminación de la desmesura y producto de la burbuja de irrealidad en la que estaban instalados. También resultado de un impulso popular que, paradójicamente, llevaban a cabo artilugios que se habían creado desde el poder y los partidos como la ANC, Ómnium Cultural, AMI… Las razones que pudiera tener tal movimiento las perdieron del todo. Salió a relucir una profunda vena no democrática y autoritaria. Los ciudadanos difícilmente vamos a olvidar como se enfangó una institución como el Parlament y cómo la “non nata” constitución catalana haría las delicias de regímenes como el de Orbán o de la Polonia de Jaroslaw Kaczynski. Una auténtica locura que lógicamente iba a tener consecuencias penales. Un paso del Rubicón de un nacionalismo que se creyó su propio argumentario épico. Para los seguidores que esperaban con ansia este tan prometido y reiterado momentum, fue el mayor coitus interruptus de la historia.
También se habla de ello en el libro: el procesismo, y los hechos a los que acabamos de hacer referencia, ¿han alimentando el nacionalismo español que puede representar hoy de forma extrema VOX? ¿Estaba en los cálculos de los estrategas del nacionalismo catalán esa reacción? ¿Una versión made in .Cat del “cuanto peor mejor”?
Sí me parece evidente que entre los objetivos previstos por el procesismo estaba el de generar una reacción nacionalista española rancia. Y es evidente que en parte se ha producido, aunque probablemente no tanto como esperaban y deseaban. Ha habido episodios -banderas en los balcones, boicot a productos y empresas catalanas-, pero no se ha generalizado. Es la manida estrategia de acción-reacción. Evidentemente desde Cataluña se ha ayudado y mucho a la eclosión de esta nueva derecha extrema que es Vox. Relatos y argumentarios contrapuestos que se necesitan y, en el fondo, tan parecidos. Hay un independentismo muy reaccionario y extremo, para el cual vale todo. Poder identificar a España con un nacionalismo de raíz franquista y cutre, resultaba del todo imprescindible. Pero a pesar del supremacismo que pude inducir a reacciones airadas de tipo “anticatalán”, la realidad es que la mayoría de la ciudadanía española es tolerante, progresista y vota a la izquierda. En la medida que la estrategia puigdemonista, por decirlo de alguna manera, no ha generado un nacionalismo español carca e irrespirable, practican el hostigamiento en forma de desprecio y descalificación. La crisis del coronavirus les está dando un contexto adecuado para decir sandeces. Pero creo que, llegados a este punto, ya ni gran parte de la población catalana les hace caso. Se configura un independentismo, minoritario y residual, que no hace ascos a actuar como una variante de extrema derecha. A partir de la ANC sean creado “grupos de acción” con estructuras y formas de clandestinidad que resultan muy preocupantes.
Siempre se ha afirmado que el nacionalismo catalán es pacífico, nada que ver con nacionalismos violentos. Sin embargo, las reacciones tras la sentencia no fueron tan pacíficas y algunos intelectuales y dirigentes políticos del secesionismo parecen abonar en ocasiones, no digo siempre, vías poco pacíficas. ¿Mis temores están injustificados?
No hay en el nacionalismo catalán una gran tradición de la práctica de la violencia, esto es cierto; pero si que ha habido episodios que ahora se reivindican -Fets de Prats de Molló, Els escamots d’Estat Català, Terra Lliure…- y sobre todo sectores que fantasean con estructuras y formas paramilitares y con una cierta épica del uso de la fuerza. Todavía hay quién afirma que El Procés para imponerse “necesita muertos” o que fracasada la “vía pacífica” hay que tomar otras opciones. Yo creo que la frustración puede inducir a algunos elementos a dar el paso. Ha habido conatos de ello. En todo movimiento como éste en el que se induce a la testosterona, hay elementos que acaban por confundir la fantasía con la realidad. Lo preocupante es que el conjunto del movimiento reivindicó a los detenidos como “unos de los nuestros”. Hay reputados intelectuales que gustan jugar a ser Garibaldi desde el salón de su casa en la Rambla de Cataluña o en la terraza del ultimísimo bar de copas. Aunque no tuviera nada que ver con “lucha armada”, las reacciones a las sentencias del juicio del 1-O fueron muy violentas. La voluntad de hegemonizar el espacio público con abuso de símbolos, banderas y pancartas es también una forma de violencia. Se ha pretendido atemorizar y subyugar al que no comparte esta “kermesse heroica”, impulsado en muchos casos desde los mismos ayuntamientos, los cuáles deberían ser los garantes de la neutralidad del espacio público.
No sé si sigue los artículos de Albert Soler, al que creo cita en su libro. Los dardos que Soler recibe del nacionalismo no suelen ser muy afables. ¿De dónde esta rabia contenida (y no tan contenida) a los comentarios de este periodista del Diari de Girona?«.
Conozco sus artículos y he leído su libro recopilatorio con interés. Yo creo que a Albert Soler no le toleran su sentido del humor. Es dado a la ironía y al sarcasmo, y esto no acostumbra a ser del gusto de los afectados. Me parece una práctica del periodismo muy sana y muy libre, más allá de que se compartan del todo, en parte o en nada los contenidos. Creo que nadie como él ha retratado la estafa que hay detrás del personaje de Puigdemont en la línea de «la banalidad del mal» que conceptualiza Hannah Arendt -El Vivales, en la terminología de Soler-; como resulta impagable el retrato que realiza de los «oprimidos» con chalet, piscina y 4×4. La rabia contra Albert Soler y otros discrepantes tiene que ver con la incapacidad para la tolerancia de gente que más que ideas se anclan en un sistema de creencias y que tienen una notoria pulsión totalitaria.
Cita en su libro en alguna ocasión a Gregorio Morán. No es frecuente. Se le suele tratar casi como un apestado. ¿Por qué tanta inquina contar este periodista que fue despedido de La Vanguardia?»
Creo que es un muy buen periodista y intelectual. Y esto lo digo sin estar algunas veces de acuerdo con lo que escribe. Tiene una pluma que es un estilete, y aunque a veces duela, creo que este periodismo resulta necesario. ¿Que a menudo resulta incorrecto? Sí, pero yo quiero leer a gente que arriesga, que a veces se equivoca y se excede en el tono o en la forma, pero que no está pendiente de agradar a las élites o a su editor. Creo que es quién, ya hace tiempo, mejor desenmascaró a Jordi Pujol y el pujolismo como vía para reconvertir a franquistas sociológicos en catalanistas de toda la vida. Que pusiera en evidencia la impostura del «Gran conductor» y de los sectores sociales beneficiarios del engaño, no se lo han perdonado, ni se lo van a perdonar jamás. Pero las cosas son como son, hay más conocimiento y periodismo en cualquier artículo de Gregorio Morán que en las obras completas de Pilar Rahola y de todos los gacetilleros a sueldo de El Procés.
Centrándome en este tiempo del coronavirus, ¿qué opinión le merece la acción política del gobierno de la Generalitat?
En esta crisis imprevisible y tan compleja de gestionar, el gobierno de la Generalitat no se ha querido conformar en hacer lo que pudiera y actuar lealmente con las otras instituciones y con el Gobierno del Estado. Las intervenciones públicas han oscilado entre penosas en indignantes. Torra y su entorno intentando plantear un “genocidio” del Estado contra Catalunya deberían figurar en el código penal como un delito. Creo que somos muchos los que hemos padecido una vergüenza descomunal justamente ante tanta desvergüenza. Hacer nacionalismo rancio a costa de la epidemia y de las muertes a mí me resulta imperdonable. Se han traspasado todos los límites de la decencia que se podían superar. A nivel de gestión, los Consellers protagonistas tampoco han estado muy acertados. SE ha sobreactuado mucho a nivel de medios y con excesos de ruedas de prensa que en nada han contribuido a la tranquilidad y a la confianza de la población. El tema de los epidemiólogos de cabecera convertidos en arietes políticos ha hecho muy poco en pro del combate contra la epidemia y mucho para devaluar el conocimiento científico.
Tema aparte es el tema de las residencias de ancianos. Un ultramundo en manos de oscuros negociantes privados justamente formados, crecidos y alimentados en el entorno del poder. Algo sobre lo cuál la ciudadanía espera un proceso de clarificación y de explicaciones para el día después del coronavirus. También se ha puesto en evidencia que los recortes y privatizaciones del sector sanitario en la época gloriosa de Boi Ruiz se han acabado pagando, y mucho. Los datos del impacto de la epidemia que tenemos hasta ahora nos indican una muy superior afectación y deficiente gestión en Cataluña respecto a otras comunidades. Esta es la realidad.
Una pregunta demasiado personal tal vez. Usted es profesor, decano además, de la Universidad de Vic. ¡Nada menos! ¿No teme usted que, por decirlo suavemente, le señalen con un dedo y le giren la espalda?
Ja, ja… Tengo las espaldas anchas. He escrito y defendido siempre, de manera razonada, lo que creo. Y ya es un poco tarde para dejar de hacerlo. Le diré más. Creo que las personas que nos hemos podido dedicar a la actividad intelectual tenemos una obligación moral -al menos yo lo siento así- de decirle a la sociedad aquello que creemos a partir de nuestro trabajo y nuestra reflexión, aunque no sea lo más cómodo y signifique nadar a contracorriente. No estar con el pensamiento dominante no resulta confortable, y algún precio se paga. Creo que es mi obligación intentar fomentar el razonamiento en un momento tan dado a la sentimentalidad inducida. Y no se crea, incluso en la Cataluña interior hay mucha gente que piensa cosas parecidas a las que yo defiendo. Otra cosa es que se les escuche, o se les oiga.
Toma nota de lo que señala. Muchas gracias y enhorabuena por su libro.
Fuente: El Viejo Topo, julio-agosto de 2020.
(*) Primera parte de esta entrevista: “Trocear la unidad de soberanía política no es algo que se pueda hacer a la carta y como antojo particular”. https://rebelion.org/trocear-la-unidad-de-soberania-politica-no-es-algo-que-se-pueda-hacer-a-la-carta-y-como-antojo-particular/