Cegados por la ideología del progreso heredada del siglo XIX eurocentrista, acompañada por una fe en un crecimiento económico y una potencia científico-tecnológica infinitos e inexorables, los seres humanos han visto cómo su modelo civilizatorio se ha vuelto en su contra, haciendo predecible una catástrofe ambiental que ya no se circunscribe a una área aislada o remota sino que se extiende por todo el planeta, indiferentemente del lugar donde haya tenido su origen. La voracidad omnívora y totalitaria de la racionalidad tecnoeconómica del siglo XX (llevada a términos de valorización económica de los bienes naturales y los servicios ambientales del planeta) ha terminado por reducir las perspectivas de sobrevivencia de la humanidad y, junto con ella, de toda otra forma de vida sobre la Tierra. En opinión de Enrique Leff, en su obra Ecología Política. De la deconstrucción del capital a la territorialización de la vida, «al promover el Programa de Reducción de las Emisiones de la Deforestación y la Desertificación (conocido por el acrónimo REDD), los organismos financieros y ambientales internacionales, junto con los gobiernos de los países desarrollados y las empresas transnacionales pretenden reducir las emisiones provenientes de la deforestación y la desertificación asignando un valor económico a la conservación de los bosques y de la biodiversidad. De esta manera se está refuncionalizando la biosfera para servir a los propósitos de una economía en crecimiento». Esto último, además, junto con resoluciones adoptadas cada cierto tiempo en las cumbres de la Organización de Naciones Unidas y del G-8 o G-20 que marcan un “control definitivo” del efecto invernadero a largo plazo, han hecho creer que la “economía verde” es la alternativa necesaria y más a la mano.
No ha existido (hasta donde se conozca) un debate democrático, abierto y pluralista respecto a la cuestión climática en el cual puedan participar todas las voces involucradas y comprometidas en lograr revertir las consecuencias nefastas que se ciernen sobre nuestro planeta. Quienes deciden son los gobiernos y las grandes corporaciones transnacionales, manejando un cronograma escasamente efectivo que es rebasado cada día por los estragos causados a la naturaleza. La cuestión ambiental no sólo se trata de preservar la biodiversidad y la diversidad cultural. Debe coadyuvar a la posibilidad real de que todas las formas de la vida, actuales y futuras, puedan existir y coexistir. Y esto exige, ineluctablemente, un serio cuestionamiento a las estructuras y a los modos de producción sobre los cuales se sostiene el modelo civilizatorio vigente. Dominado éste por la razón económica, resulta incompatible con los intereses comunes de las poblaciones, por lo que este cuestionamiento adquiere también un carácter político, de manera que exista un mayor nivel de garantías que hagan factible una democracia más identificada con la soberanía y los intereses populares, conectada a la sustentabilidad de la vida.
No se debe olvidar, por otra parte, que el sistema capitalista requiere obtener nuevas fuentes de ganancias seguras, por lo que sus intereses están enfocándose en la actualidad en la naturaleza y el control que pueda ejercer sobre la misma. «El objetivo declarado del capital financiero -en afirmación del académico estadounidense Bellamy Foster– es convertir los servicios ecosistémicos, creado por la tierra, y realmente básicos (como la fotosíntesis y la producción de oxígeno) en valor de cambio de activos financieros». Las grandes corporaciones transnacionales pasarían a ser las dueñas de todo aquello que produce la naturaleza, convirtiéndola en una nueva fuente de valor de cambio que acabaría con su misma existencia. Es lo que algunos expertos han denominado como economía ecológica, otra manera de expropiación del sistema capitalista global, en un proceso imparable de acumulación de capital, que está causando la degradación ecológica del planeta, unida a un proceso constante de desposesión ilegal e ilegítima de los pueblos originarios y campesinos del mundo.
Como lo demuestra la historia humana, al capitalismo no le interesa que ocurra y se cimente una transformación social revolucionaria en ninguna región de la Tierra. Sobre todo, cuando en ella se halla implícita la emancipación de la vida, hablando en un amplio sentido. Para ello es preciso desmantelar el sistema de jerarquías mundiales que ha prevalecido desde hace más de doscientos años y que ha impuesto una división Norte-Sur donde a los países periféricos les toca permitirles a los países hegemónicos la extracción y la explotación de sus recursos, utilizados para su desarrollo propio; ilusionándolos con un nivel material igual que podrían alcanzar en el futuro, el cual siempre se presenta lejano e inalcanzable. Es fundamental, por tanto, la elaboración y la puesta en marcha de nuevas estrategias de aprovechamiento sustentable de los recursos naturales que agreguen, además, el patrimonio biocultural de los pueblos tradicionales, lo que redundará en el logro de ese cambio estructural que revierta la crisis climática que muchos expertos ven inminente. La descentralización del proceso de desarrollo imperante tendría que originar la deconstrucción de la racionalidad económica, cuyas bases están fundadas en la relación entre capital, trabajo y tecnología, estableciendo en su lugar aquellas condiciones ecológicas, valores culturales y sentidos existenciales que, hasta ahora, han sido desestimados por los apologistas del capitalismo.
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