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Cronopiando

Haizea y la pinza (Diario de Itxaso)

Fuentes: Rebelión

Cuando aquella mañana las mismas manos de mujer de siempre comenzaron a sacarnos del canasto, me quedé quieta, en el fondo, esperando mi turno, sin saber hasta qué punto, en cuestión de minutos, iba a cambiar mi vida. Salíamos de dos en dos, entremezcladas las de plástico y las de madera, algunas ya curtidas en […]

Cuando aquella mañana las mismas manos de mujer de siempre comenzaron a sacarnos del canasto, me quedé quieta, en el fondo, esperando mi turno, sin saber hasta qué punto, en cuestión de minutos, iba a cambiar mi vida.

Salíamos de dos en dos, entremezcladas las de plástico y las de madera, algunas ya curtidas en soles y tendederos, otras recién llegadas. Cada quince segundos las manos regresaban al canasto y otras dos pinzas nos incorporábamos al trabajo. La que habría de ser mi compañera era una pinza de plástico que, además de quejarse por el excesivo peso de la ropa que le tocaba en suerte, vivía enrostrándome su mundo y apellidos, su moderno linaje de plástica factoría extranjera, de la que hablaba como si fuera una ejecutiva de la firma y no una simple pinza en medio de un millón de espejos.

Yo era una pinza de madera con casi tres años de ejercicio, es decir, una pinza con juicio y experiencia, también con menos brillo. El agua y, sobre todo, la lejía, me habían consumido los colores y, lo reconozco, también un tanto la energía, pero todavía era capaz de sostener pantalones de pana, incluso, abrigos sin escurrir, sábanas, toallas de playa…

Poder trabajar en los afanes que me son propios, a falta de otras opciones, era mi única aspiración. ¿O qué otra posibilidad de ser tiene una pinza?

Lo digo porque yo también, alguna vez, soñé con ser la camiseta que sostenía, el simple calcetín encomendado a mi custodia o la cuerda en que me columpiaba los días de viento; que alguna vez tuve fantasías con un tren y ambicioné ser pájaro; que hasta llegué a creer que me había convertido en miembro de la familia el día en que una ráfaga de aire me lanzó del balcón a la calle y, cuando ya me daba por perdida, aquellas mismas manos me recogieron, cuatro pisos más abajo, para devolverme sana y salva a la casa… Claro que mis sueños nunca fueron conmigo demasiado generosos y, una colada más tarde yo había vuelto a ser pinza en el balcón.

El destino de una pinza es sostener la ropa. Esa es la función que explica nuestra existencia, por cierto, cada vez más precaria, y a esa condición es que nos ha relegado la sociedad.

Y no hay porqué hacer de este destino una tragedia. Ni siquiera disponemos de un nombre que nos diferencie. Si acaso, el apellido, para que quede claro que también existen las pinzas hidráulicas, las de depilación, las de cocina, las quirúrgicas… y que en el último peldaño de este escalafón de pinzas figuramos, precisamente, las pinzas de ropa, esas a las que las demás deben su nombre.

A nadie le importamos las pinzas de ropa porque nosotras tampoco tenemos historia. ¿Alguien conoce de alguna manifestación popular reivindicando que baje el precio de las pinzas o de un consejo de ministros que disponga su aumento? Se exige que baje el precio de la harina, del maíz, del tomate, de la leche… no de las pinzas.

Las pinzas no existimos, estamos. A cualquier hora del día o de la noche, tanto en agosto como en enero. Somos una simple mercancía que se compra y se vende, que se lleva y se trae, que se pone y se quita. ¿Cómo no soñar, entonces, con ser viento o ascender a los cielos en una nube de pinzas? ¿Cómo no haber querido ser, alguna vez, la loca risa de la vida?

Nunca hemos estado las pinzas envueltas en polémicas, ni con los Estados ni con las iglesias porque, nosotras, ni contribuimos al pecado ni procuramos la virtud, sólo sostenemos las vergüenzas de todos. Por ello es que las pinzas no levantamos pasiones ni somos portada de los grandes medios. Ni siquiera puede decirse de las pinzas que transmitamos alguna extraña y grave enfermedad, o que sea nuestra presencia en ventanas y balcones la responsable del deterioro ambiental que se padece. Todavía no ha aparecido un guionista en Estados Unidos que haya propuesto alguna terrorífica película con las pinzas asesinas como estrella invitada, ni un pueblo español que, a falta de mejores festejos, se invente la tradicional tirada de las pinzas desde los campanarios.

Si acaso, lo que algunos han reprochado a las pinzas de madera es que seamos, precisamente, de madera, controversia que no trasciende la anécdota.

Lo que nada tenía de anecdótico era la incontenible verborrea de la compañera de cordada que tenía al lado y sus ponderaciones acerca del venturoso futuro que les esperaba a ellas, a las pinzas de plástico. De ahí que, más que nunca, agradeciera el retorno de aquellas manos de mujer interrumpiendo el cansino monólogo de mi colega. Y yo me iba con ella pero, para mi sorpresa, aquellas entrañables manos, luego de examinarme, de reajustarme el ganchillo, de tratar de alinear mis dos mitades, luego de sopesarme detenidamente, se quedaron mirándome, como si necesitaran meditar la decisión que, probablemente, ya habían tomado, y acabaron devolviéndome al canasto.

No podía creer lo que estaba pasando. Es verdad sí que, desde mi accidente y la caída a la calle, mis dos mitades ya nunca habían vuelto a ser las mismas y que el ganchillo se me desajustaba a cada rato, pero esa misma había sido mi condición ayer y yo había hecho mi trabajo como siempre. Durante ocho horas y en el turno de noche, había sostenido el pijama de Haizea, la bebé de la casa, y si ayer había cumplido ¿por qué hoy se me apartaba del trabajo?

Estaba allá, en el fondo del canasto, sola, apenas empezando a darme cuenta de que mi vida había cambiado, de que, en un instante, la simple decisión de aquellas manos jubilaba anticipadamente mis mejores deseos y de que, a partir de ahora, ya sin función que hacer ni vida que soñar, hasta el hecho de ser una ordinaria pinza me iba a parecer maravilloso.

Y entonces ocurrió. Las mismas manos de mujer volvieron al canasto, como si arrepentidas de su ingratitud con mis servicios quisieran ofrecerme una mejor propuesta que el retiro y, unos pasos más tarde, fui depositada en la cuna de Haizea.

Desde entonces, hace muchas coladas, no he vuelto al tendedero, ni a caerme del balcón a la calle, ni a soportar las tontas peroratas de algunas plásticas colegas.

Vivo aquí, en la cuna, con Haizea, entre los suaves pliegues de la colcha, y cuando me descubre, a cada rato, me convierte en el tren que nunca fui, a vueltas por sus dedos y su boca. Con ella soy la nube que ambicioné algún día, sonajero de viento, pájaro de madera, casi un miembro más de la familia. Y disfruto y guardo su loca risa por si la noche vuelve a dejarme sola.