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Entrevista a Eduardo Galeano

«Hay que elegir: o indignado o indigno»

Fuentes: La Vanguardia

Siempre quise preguntarle a Eduardo Galeano («Las venas abiertas de América Latina», «Memoria del fuego»…) cómo le sentó aquel «Manual del perfecto idiota latinoamericano» en cuyas páginas Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza despellejaban a la izquierda latinoamericana, con especial dedicación a Galeano. Como le tengo delante, le pregunto.    ¿Cómo le sentó?   […]

Siempre quise preguntarle a Eduardo Galeano («Las venas abiertas de América Latina», «Memoria del fuego»…) cómo le sentó aquel «Manual del perfecto idiota latinoamericano» en cuyas páginas Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza despellejaban a la izquierda latinoamericana, con especial dedicación a Galeano. Como le tengo delante, le pregunto.

 
 ¿Cómo le sentó?
 
 Empecé a leerlo, pero al ver que era una colección de insultos de corta categoría, lo dejé. Había allí mucho rencor por parte de personas a las que jamás hice nada.
 
 ¿No contenía argumentos?
 
 No. Era una operación de desaliento contra «la izquierda» en pleno, sin distinguir matices. Era un intento de desprestigiar la indignación.
 
 ¿Qué indignación?

 
 Ante la situación en Latinoamérica, o te indignas o eres indigno. Lo de ese libro era un elogio de la indignidad y un ataque a los indignados.
 
 Usted está indignado.
 

 ¡Cómo no estarlo ante una tierra en la que se niega a sus hijos el trabajo, la libertad, la realización plena…!
 
 Son países democráticos.
 
 En vías de democratización. ¡A menos que se crea que una ceremonia de papeletas es ya democracia!
 
 ¿Sigue América Latina con las venas abiertas?
 
 El conde Drácula siente complejo de inferioridad viendo a las grandes multinacionales operar allí. Está deprimido y psicoanalizándose.
 
 ¿Tan mal está la cosa?
 
 Cuando escribí «Las venas abiertas…», hace 33 años, aún existían organismos internacionales, cierta coordinación y unidad para defender intereses comunes de nuestros países, como los precios de nuestros productos…, ¡Hoy no queda nada! (bueno, sólo la OPEP).
 
 Vaya…
 
 Competimos entre nosotros, estamos presos de un sistema de poder que nos presta con una mano lo que nos ha robado con la otra.
 
 ¿Ve una revolución pendiente?
 
 Están todos los cambios pendientes. Falta un cambio profundo.
 
 ¿También en Cuba?
 
 Cuba ya ha hecho algunos cambios. A Cuba se la quiso almorzar un imperio, y por eso tuvo que cerrarse y militarizarse, lo que limitó su capacidad de desarrollo.
 
 No es un país democrático.
 
 Irá democratizándose poco a poco, y tienen que hacerlo ellos, sin que vengan otros de fuera a resolver nada, que ya en Iraq vemos lo que pasa cuando se quiere hacer eso.
 
 ¿Hacia dónde debe ir Cuba?
 

 Yo no soy partidario del partido único ni de esa hipertrofia del Estado. Hay puntos intermedios entre eso y el fundamentalismo del mercado. Yo creo en la solidaridad desde la libertad de conciencia.
 
 Satisfecha mi curiosidad sobre la relación entre la idiotez y la izquierda latinoamericana, indago sobre las raíces de la vocación de escritor de Eduardo Galeano.
 
 ¿Cuándo supo usted que se dedicaría a esto de escribir?

 
 Como todos los uruguayos, yo quise ser futbolista. Pero sólo era superestrella del fútbol mientras dormía; de día, era una vergüenza para la patria. Creo que escribí por eso: para hacer con las manos lo que fui incapaz de hacer con los pies.
 
 ¿Y empezó pronto?
 
 Empecé trabajando en una fábrica de insecticidas, a los 14 años. Antes, mi infancia fue la libertad: todo el día en las calles, en los descampados, en los cañaverales, en bicicleta, en la playa, jugando… Me dan mucha pena hoy los niños en las ciudades: son los más presos de entre los presos. Son rehenes del miedo. Del miedo a la violación, a la intemperie, prisioneros del pánico de la vida moderna.
 
 ¿Fue ahí cuando dejó de ser niño, al ponerse a trabajar?
 
 Creo que dejé de ser niño el día en que miré de otra manera las piernas de la maestra caminando entre las filas de pupitres.
 
 ¿Y por qué se puso usted a trabajar tan temprano?
 
 Hubo una crisis en la familia, y yo quise vivir por mi cuenta, ser libre, independiente. Fui también taquígrafo, cobrador de recibos, dibujante, cajero de banco…
 
 No tuvo mucho tiempo de formarse, de estudiar.
 
 Sí lo hice, porque iba a los cafés de Montevideo. ¡Soy hijo de esos cafés! Sí: allí escuchaba a veteranos contadores de historias, narradores portentosos.
 
 ¿Por qué portentosos?
 
 Esos narradores logran que lo que ocurrió vuelva a ocurrir mientras ellos lo cuentan. Si en la historia decían que llovía, ¡tú sentías la lluvia! Si contaban que hacía calor, ¡tú sudabas! Te hacían llorar.
 
 ¿Existen todavía contadores de historias así?
 
 Alguno. Pero por entonces había tiempo para perder tiempo.
 
 De todas las frases que usted ha escrito, salve una de la quema.
 
 Escribí la historia real de un cura y una chica del Buenos Aires del siglo XIX, que se enamoraron y huyeron juntos. Les persiguieron y, al final, fueron fusilados. Por delito de amor. En un capítulo, yo tenía que explicar su primera noche de amor juntos, huidos, a solas. Pero contar el amor es como contar un chiste. ¿Cómo contar el amor con palabras? Es algo tan inexplicable, tan inenarrable…
 
 No me ha dicho cuál es la frase.
 

 Espere: escribí y escribí, y le di a leer el capítulo a un amigo muy querido, y me dijo: «Corta». Recorté el texto, y me dijo: «¡Aún hay mucha piedra en las lentejas!». Y, al final, dejé sólo una frase para explicar esa noche de amor. Ésta: «Ellos son dos por error que la noche corrige».
 
 Espléndida.
 

 Gracias.
 
 Qué suerte tener ese amigo implacable, ¿no?
 
 Sí. Mi mujer cumple ahora esa función. Es mi principal manía: que no haya una palabra que sobre en un texto, que estén únicamente las palabras estrictamente necesarias.
 
 Si se excede, llegará al silencio.

 
 Sí, como le pasó a aquel pescadero que rotuló sobre la entrada de su tienda: «AQUÍ SE VENDE PESCADO FRESCO». Pasó un vecino y le dijo: «Es obvio que es ‘aquí’, no hace falta escribirlo». Y borró el AQUÍ. Pasó otro vecino y le dijo: «Es innecesario escribir ‘se vende’, ¿o acaso regala usted el pescado?».
 
 Y borró el SE VENDE, ¿no? Y sólo quedó PESCADO FRESCO.
 
 Sí. Y pasó otro vecino y dijo: «¿Acaso cree que alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe ‘fresco’…?». Y borró FRESCO.
 
 Ya sólo figuraba PESCADO..
 
 Así es… hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: «¿Por qué escribe ‘pescado’? ¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí?».
 
 ¿Esto puede pasarle a usted?
 
 Sí, es mi temor, dada mi manía de eliminar palabras superfluas de mis textos. Mi norma es recurrir sólo a palabras que mejoren el silencio.
 
 Muy exigente.
 

 Mejorar el silencio… ¡es mucho, sí! Pero eso es lo único que justifica el derecho a la existencia de una palabra. A veces, la única manera de decir es callando. Hay cosas que no pueden ser «palabreadas».
 
 ¿Sabría contarme una historia que explique qué es América?

 
 Le sucedió a mi amigo Juan Bustos, abogado chileno, del equipo de Allende, exiliado en Honduras tras el golpe de Pinochet. Se sentía culpable por estar vivo. Deprimido, se internó en el país y llegó a un pueblo, Yoro. Caminaba su melancolía por las calles, cuando se desató una lluvia feroz. Algo comenzó a golpearle en la cabeza: peces vivos. ¡Llovía peces vivos! Pensó que estaba loco. Transtornado, le gritó a un vecino: «¡Están lloviendo peces!» El vecino, tan tranquilo, con naturalidad, respondió: «Sí, aquí llueven peces». ¡Eso es América!
 
 Lo real maravilloso.
 

 La hermosa locura de América. América te golpea con esa belleza violenta. ¡Yo he tenido la suerte de nacer allí!
 
 ¿Esa anécdota es real?
 
 Sí, sí. Es un fenómeno que se da: un tifón absorbe huevas de peces de la superficie del mar y, desde las alturas, caen crecidos. La realidad golpeó de tal modo a mi amigo Juan Bustos… que salió de su depresión.
 
 ¿Y qué debería hacer América para mejorar su futuro?
 

 Ser ella misma. Tiene que elegir entre ser cara o ser caricatura. Si quiere copiar al norte, se convierte en caricatura, en una grotesca imitación del otro.
 
 O sea, debería recuperar su identidad.
 
 Eso es: ser. Juntarse sus países, afirmar su identidad perdida. Lula y Kirchner lo han sabido ver: es de sentido común. Hay que cooperar, como los patos.
 
 ¿Los patos?
 
 Fíjese en cómo vuelan los patos. Forman un vértice, vuelan en grupo, en forma de punta de flecha. Eso les permite avanzar, eso hace posible su vuelo. Si no lo hicieran así, no lo conseguirían. ¡Ellos tienen más sentido común que nosotros!
 
 Buen símil.
 

 Además, nadie se siente «subpato» por volar en la parte de atrás, porque luego pasa hacia adelante, y el de delante, que se cansa más, pasa hacia atrás. Sentido comunitario: sentido común.
 
 Aboga usted por el grupo, por la colectividad.
 

 Es que estamos condenados a la ayuda mutua. ¡Sólo eso nos hizo posibles como especie! Si no, no hubiéramos durado ni un cuarto de hora. Deje a un bebé humano solo y no durará mucho. Somos tan frágiles…
 
 Para ilustrar esto que dice, Galeano me remite al primer texto de su libro «Bocas del tiempo» (un compendio de breves ¿relatos?, ¿artículos?, ¿historias?, ¿cuentos?… Todo eso son), que empieza así: «Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien».
 
 Entendido. Pero alguien podría decirle: ¿no es eso una utopía?

 
 Sí, pero utopía es ese lugar hacia el que caminas sin jamás llegar a él, porque es como la línea del horizonte: avanzas hacia ella diez pasos, y ella se corre otros diez pasos.
 
 ¿Y para qué sirve la utopía?

 
 Para caminar.
 
 Pero hemos visto tanta barbarie en nombre de utopías...
 
 Eso no es culpa de la utopía, sino de quien la usurpa diciendo que ya ha llegado a ella. Tampoco Dios tiene culpa de los horrores cometidos en su nombre. A la utopía, si la apresas, la traicionas.
 
 No es una estación término.
 
 Hay que tener la certeza de que es inalcanzable. Pero si no sabemos clavar la mirada más allá de la infamia para adivinar otro mundo… nos paralizamos
 
 Caminemos.
 
 ¡Imaginemos el futuro, en vez de aceptarlo como una maldición!
 
 ¿Cuál es su aspiración personal, eso que un día usted hará?

 
 Cada día me lo pregunto. Y cada día me digo que el mejor día es el día que todavía no he vivido.