El centenario del nacimiento del bolchevismo, el cincuentenario de la muerte de Stalin (1953) o los ecos de la revolución húngara de 1956, por no hablar de las diferentes polémicas, por ejemplo en KAOS, pueden ocasiones tan buenas como cualquier otra para volver a reconsiderar la posible vigencia de Lenin. Históricamente, Lenin fue de las […]
El centenario del nacimiento del bolchevismo, el cincuentenario de la muerte de Stalin (1953) o los ecos de la revolución húngara de 1956, por no hablar de las diferentes polémicas, por ejemplo en KAOS, pueden ocasiones tan buenas como cualquier otra para volver a reconsiderar la posible vigencia de Lenin.
Históricamente, Lenin fue de las figuras mayores del Partenón de las izquierdas hasta 1989, y actualmente duramente maltratada incluso desde la izquierda transformada, todo en aras de la «corrección política» impuesta por la restauración conservadora. Se puede decir que el derrumbamiento de sus (odiosas) efigies se ha convertido en uno de los emblemas de la época como daría fe (con la presencia de sus enormes estatuas erigidas tras su muerte por su instrumentalización «religiosa» efectuada por el estalinismo, ahora desguazadas a consecuencia del desplome del régimen soviético) fílmicamente La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, Theo Angelopoulus, Grecia, 1995); al igual que antes, desde un ángulo muy diferente lo fueron, entre otros muchos (1), respectivamente, el retrato tan «providencial» de su llegada a la Estación de Finlandia tomado de las crónicas de John Reed desarrollado en Octubre («Oktiabr«, S.M. Eisenstein, URSS, 1927, y que tanta impresión causó sobre varias generaciones o sobre mentes en principio tan excépticas como la de André Gide, o desde un enfoque disidente su (presumible) llanto con ocasión de la intervención de los tanques rusos para poner fin a la «primavera de Praga», imagen reproducida La Confesión (L’Aveu, C. Costa-Gavras, Francia-Italia, 1979). Estas dos imágenes vistas desde la izquierda de Lenin resultarían actualmente «inaceptables» en los ámbitos del pensamiento único, no solamente en el conservador tradicional sin también en los códigos del socialiberalismo (2).
Al mismo tiempo en que se daban grandes pasos en la concentración de las riquezas en unas pocas manos, y se incrementaba el mal social, se imponía una moda en la que las tentativas de alternativa al capitalismo (incluyendo las más recientes como la revolución sandinistas) aparecían como culpables de «totalitarismo», y Lenin ocupaba el lugar de Stalin, para personalizar toda la aventura revolucionaria del siglo XX, o sea no ya la deformación de un revolución, sino el carácter intrínsecamente perverso de ésta. En este tiempo «linchar» moralmente a Lenin se convirtió en una seña de identidad, no solamente de los anticomunistas sino también de buena parte de la «intelligentzia» instalada cuyo furor restauracionista llegaría hasta juzgar a los representantes de mayor del 68, de sospechosos de antiimperialismo trasnochados, cuando no sueño utópicos que (irreversiblemente) llevan al abismo totalitario.
1
Lo cierto es que Lenin fue siempre un personaje controvertido.
Tanto por su propia trayectoria pero también por su implicación forzada con el régimen surgido de la revolución de Octubre, y por lo tanto nunca había dejado de formar parte del banquillo de los acusados de la Historia. Y lo fue, no solamente para los adversarios irreductibles de 1917, sino también para diversas corrientes «gauchistes» como el anarquismo, y también fue criticado por teóricos identificados con Octubre, y que fueron en no poca medida sus amigos como Trotsky (1903); y sobre todo por Rosa Luxemburgo (1903; 1918), sin olvidar Anton Pannekoeck (1921) y la corriente comunista «consejista», muy activa intelectualmente. Sin embargo, raramente fue condenado sin remisión, o amalgamado sumariamente como uno más en una lista de genocidas que suelen intercalar a Hitler entre Stalin y Ceacescu.
Pero sobre todo, nunca lo fue de una manera tan concluyente. Además ese dictamen se ha impuesto sin contar abiertamente con defensores reconocidos, esto era algo que únicamente hubiera sido posible bajo una férrea dictadura anticomunista bajo las cuales Lenin fue siempre un signo inequívoco de pensamiento «subversivo», y por lo tanto como una «prueba» que le podía costar largo tiempo en las cárceles, y en no pocas ocasiones la muerte (3). Este linchamiento moral de Lenin tenía como objetivo exorcizar de una vez por toda cualquier tentación revolucionaria por la sencilla razón de que, al margen de sus intenciones primarias, acababa cayendo en el «totalitarismo». Se repetía aquella idea de Pascal quien tomando el dato -no muy objetivo- del rebelde de la Creación, quienes al querer convertirse en un ángel al querer destronar al dios Padre, había acabado siendo el Diablo.
Conviene señalar que esta condena tiene ante todo un carácter precipitado. Comienza a darse en los años ochenta, para establecerse sin discusión como una consecuencia inexcusable de lo que se ha llamado «la caída del comunismo» (4), y se desarrollará en una auténtica escalada hasta alcanzar su cumbre denigratoria con la publicación del Libro negro del comunismo, algo así como la sentencia final sobre la que se fundamenta todos los «cursillos» conservadores del mundo para imponer ofensivamente sus criterios. Dicha condena tiene un historial con obvios precedentes, pero que en lo que le diferencia de otros tiempos, tiene su punto de partida en la distinción establecida por la administración Reagan entre el pecado mortal de los «totalitarismos» (5), el llamado «imperio» o luego «eje del mal» en contraste con el pecado venial de los «autoritarismos», justificado o «comprendidos» aunque fuese en parte por tener que defenderse de una amenaza comunista. inmersos en este esquema, antiguos intelectuales de izquierdas ahora arrepentidos en republicanos (norteamericanos) como lo serían entre nosotros Jorge Semprún, Octavio Paz o Vargas Llosa o Cabrera Infante y secuaces en los años ochenta-noventa, y que coincidían con dicha administración -y con el Vaticano- en ofrecer el siguiente argumento: -facilitados teóricamente por el último Cornelius Castoriadis– mientras que los regímenes «comunistas» se mostraban irreformables, en tanto que los fascistas -como España, Grecia o Chile- abrían procesos democráticos. Una vez descompuesta la URSS, todo lo demás cayó como un castillo de naipes…
A partir de esta singular premisa, una nueva extrema derecha, situada en la onda de la «intelligentzia» republicana norteamericana y que entre nosotros suele hacer comulgar sabiamente a Vizcaino Casas con Milton Friedman (ambos coincidían en que el «problema» era ahora el socialismo o el «estatismo»), ofrecía su aportación histórica con la teoría del «paréntesis». El principal ilustrador en lo que al franquismo se refiere de esta teoría ha sido el historiador nixoniano Stanley Payne. Sobre el éxito social de esta singular teoría no existe la menor duda. Fue uno de los componentes subyacentes del llamado «pacto de caballeros» inherente a la «gloriosa transición», y que sin muchos aspavientos resultaría ampliamente expandida desde los medias, algunos tan privilegiados como los programas sobre historia moderna en los medias, privilegiadamente en la TV, de manera que no se ofrece la menor información sobre la URSS sin anotar la responsabilidad de Lenin en el «terror rojo». En las «historias» televisivas del franquismo (algunas escritas por monárquicos «liberales» como José Mª Pemán, se decía cosas similares, y se citaba a Fernando de los Ríos para hacer decir a Lenin aquello de, ¿Libertad, para qué o para quién?, en tanto que ahora sesudos historiadores como Joan Cullá i Clara ejercen de jueces que ahorcan en documentales cuyos títulos ahorran cualquier comentario: La culpa fue de Lenin.
Así pues, en la nueva «historia oficial» dictaminada por el «consenso», no es difícil llegar a la conclusión de que al fin de cuentas, el franquismo tuvo una justificación frente a la amenaza «comunista» (o revolucionaria, tanto da), sobre todo considerando que gracias a su capacidad de «reforma» sería la monarquía la que acabó ganando la guerra civil, una idea ofrecida por Octavio Paz en el Congreso de Intelectuales de Valencia de 1987. Este Congreso concluyó que la «antigua» consigna, «!Cuba sí, yanquis no¡» rotundamente invertida con su consiguiente traducción nicaragüense aclamada por antiguos intelectuales comunistas arrepentidos como Ricardo Muñoz Suay, fervoroso converso partidario abiertamente de la «contra» y de la intervención reaganista (6). Una variante de dicho esquema ya funcionaba desde hacía tiempo como una palanca para los historiadores «revisionistas» de los países ligados al Eje como Ernest Nolte, empeñados desde hacía mucho tiempo en lavar las profundas implicaciones de sus respectivas clases dirigente con el nazi-fascismo, y más, en la nueva Rusia la consecuencia no tardaría en mostrarse sin afeites santificando del último Zar quien al parecer no había matado una mosca en su vida.
2.
De alguna manera, anteriormente los juicios conservadores sobre Lenin aparecían como algo «natural».
Pertenecían claramente a una facción académica muy determinada y sus juicios no eran en muy diferentes a los que antaño la reacción había obsequiado tanto a Cromwell como a los jacobinos. Pero ahora además resultaba que tampoco con estos parecían existir matices ni ambivalencia de manera que el bicentenario de la toma de la Bastilla nos deparó una sección especial del Alto Tribunal contra la revolución, ahora presentada como un antecedente del Gulags, una sentencia que sí bien era dictada por una fracción de historiadores «conversos», y no era representativa más que de ese sector, emergía que la única en unos medios sumados sin apenas excepción entre los linchadores. En semejante contexto en el que la revolución tiznaba hasta a los más tibios, lo más fácil venía a ser la uniformación Lenin-Stalin.
Pero ahora estamos hablando de un «juicio de época», derivado de las consecuencias de la caída del «comunismo». Anteriormente, incluso los juicios críticos más severos contra Lenin (y todo lo que significaba) venían acompañado por un cierto reconocimiento, aunque fuese obviamente a regañadientes ya que los autores no podían por menos que reconocer su indiscutible papel en la «famosa revolución rusa», y admitir que resultó un momento constituyente en la historia moderna. Bastante representativo de dicho reconocimiento quizás sea cuando Arias Navarro se veía obligado a citarla junto con otros acontecimientos «constituyentes» (como el 1776 estadounidense o la revolución francesa) para justificar su opción continuista en «reformar lo que se quiere mantener». Entonces, hasta la derecha se veía obligada a reconocer la legitimidad de Octubre, desde la izquierda se podían críticas sus fallos, deformaciones o insuficiencias pero únicamente los «ultras» hacían su enmienda a la totalidad..
Con este cambio de perspectiva pues, ya no se habla de Lenin como el jefe de una revolución que, gustara o no, había contribuido a cambiar el mundo sino para escenificar su linchamiento moral. No se trataba de una aportación documentada a un litigio histórico, como de tanto en tanto aparecen respecto a algunos mitos históricos que habían sido idealizados como Ulises, David o Alejandro Magno, y a los que la arqueología les había encontrado los armarios llenos de cadáveres. Se trata de condena sin remisión, coherente con los vientos dominantes en la época, muy útil para aspirar a «salir en la foto» cuya utilidad es doble ya que, al mismo tiempo, exonera a los poderosos de sus océanos de sangres, y trata de liquidar todo ejemplo de opción alternativa al orden dominante.
No se trata por lo tanto, ningún balance que aporte nada nuevo a lo que en su día aportaron de Lenin como lo pudo ser Bertrand Russell, autor de una durísima andanada contra la Teoría y práctica del bolchevismo (Londres, 1920; Ariel, BCN, 1969) lo que, empero, no le impidió seguir siendo fiel a sus propias premisas, y después de haberse comprometido con el «mundo libre» contra el estalinismo contra el que abogó el empleo de las armas atómicas, fue capaz de evolucionar hasta convertirse en la voz más libre y valiente contra la agresión norteamericana en el Vietnam (por lo cual por ejemplo rompió su carnet de laborista de primera hora); claro que Russell, sí es que no está ante los tribunales, se encuentra al menos condenado al ostracismo, y el Tribunal que presidió sería objeto de continuas burlas en la prensa domesticada.
Un buen ejemplo de este cambio de perspectiva sobre Lenin lo tenemos en la rapidez y de la inmensa levedad del ser, mostrada por algunos reputados intelectuales considerados como espadas marxistas de primera línea en los años setenta, como sería el caso del equipo formado por Ludolfo Paramio y por el antiguo dirigente de las JSU y el del PCE, Fernando Claudín, convertidos en intelectuales orgánicos de la OTAN y consejeros del «príncipe» (Felipe González) El primero después de traducir y hacer de valedor del magnífico breviario de E.H. Carr sobre 1917 (7) compendio de la mayor investigación histórica sobre la URSS puso la revista Zona Abierta al servicio de la crítica antilenista de un Bettino Craxi que recurría a Proudhom al que utilizaba impunemente como munición. como podía haberlo hecho con no importa que otro pensador izquierdista, claramente antileninista, como lo es Noam Chomsky, y media un abismo entre Craxi y Chomsky.
Por las mismas fechas, Claudín cambió desde la A hasta la Z su elaborada introducción a la edición conjunta de los escritos de Lenin y Kautsky. Donde dije digo digo Diego, y donde puso Octubre lo cambio por Febrero: como sí este régimen hubiera sido una alternativa por encima de las masas soviéticas en alza de una lado, y de las presiones de las potencias «amigas» por otro. Ni que decir tiene, este volta-face no tenía como base ninguna reconsideración intelectual sino que era la consecuencia de una evolución muy representativa de la «transición» en la que buena parte de los radicales optaron por un puesto de funcionario en el nuevo régimen, en el caso de Claudín de presidente de la Fundación de un Pablo Iglesias momificado y adecuado para darle abolengo al felipismo. De esta manera, uno de nuestros mayores y más riguroso divulgadores marxistas cambiaba de barricada y hasta se reconciliaba con Santiago Carrillo, sobre el que escribía una biografía que era –en lo posible– un traje a la medida de su lugar adquirido, no en los hechos objetivos sino en el concurso del «pacto entre caballeros» (8).
La «democracia» correctamente entendida pasaba por encima de cualquier tentativa de superación porque es el fin de la historia desde el momento que, al repetir por millonésima vez a Churchill (otro que no mató ninguna mosca), resulta que es el peor de los sistemas exceptuando todos los demás, un axioma que se impone por la ley de la fuerza: no se permite que ninguno más crezca lo mismo que la Iglesia no permitió ninguna herejía, esto es lo que hay, siempre ha habido esclavismo, decían con razón los esclavistas todavía a mitad del siglo XIX. Después de «sacrificar» lo que quedaba del marxismo en aras de una estrategia de adaptación a la corriente neoliberal, demonizar cualquier consideración positiva de Lenin no tenía porque ser mayor problema.
Con este «sacrificio» se podían matar varios pájaros de un solo tiro. Se apartaba del horizonte cualquier tentación «totalitaria», se le sustraía toda fundamentación de legitimidad a los comunistas, muchos de los cuales ya estaban bañándose en el Jordán. En un momento dado, Carrillo expresó su disgusto porque mucha gente valiosa que había aprobado la asignatura del franquismo, no ocupaba los cargos que merecían, una injusticia que fue parcialmente paliada por el felipismo, solo que con una pequeña condición: tendría que actuar como baluarte contra el comunismo debidamente equiparado a dogmático, trasnochado, etc. La maniobra alcanzó directamente contra Julio Anguita que trataba de crear un espacio alternativo amplio a la izquierda del PSOE, y criticaba duramente (aunque no siempre inteligentemente) el felipismo en una propuesta a lo Refundazione que resultaría malograda.
En su día, Julio Anguita (y el «anguitismo) serían una y otra vez acusados por excomunistas, buena parte de ellos colocados como tribunalistas en El País como Javier Pradera, Antonio Elorza, Javier Pérez Royo, etc de crímenes y aberraciones estalinistas que no correspondían a su trayectoria, aunque sí eran más propias de la de Santiago Carrillo, quien debida exonerado de sus responsabilidades y también colocado al sol que más calentaba, no dudó en sumarse a un tribunal delante del cual no había lugar (mediático) para los abogados defensores, aunque la verdad es que estos parecían más bien descolocados.
Fueron unos años de caza del comunista. Tiempos en los que arrepentidos como D´ Alema (socialdemócrata y miembro del Opus, una escuela de democracia al parecer) efectuaba declaraciones a toda página proclamando que su Santidad (precisamente) había tenido razón contra el comunismo (como sí este fuese un saco; otro colega suya, Veltroni llegó a pedir disculpas por la procedencia comunista del nuevo partido socialdemócrata que ocupaba el espacio de Craxi, «padrino» de Berlusconi), y en que, por citar un ejemplo, en una entrevista electoral televisiva con Rafael Ribó el entrevistador comenzaba rompiendo fuego con la pregunta-prueba: ¿Qué opina Vd., del comunismo?. En plena euforia del «Olivo» (¿se acuerdan?), Ribó respondía algo así como que el comunismo fue un ideal muy hermoso pero que acabó en un desastre. Era entonces se pasaba a la siguiente pregunta, la discusión se situaba ya en el terreno de la gestión de lo establecido, y a Ribó ni se le ocurría ofrecer la más mínima matización.
Si hubiera que reducir el sentido de esta condena en unas palabras, estas serían las pronunciadas por Jorge Semprún remedando al arcaico Roger Garaudy de los años cincuenta: el horizonte final de la historia ya no era el marxismo –por supuesto–, sino el «libre mercado» que cumpliría, al decir exaltado de Vargas Llosa, buena parte de las antiguas aspiraciones del socialismo. Desde esta perspectiva es posible admitir que en otro tiempo existieran intelectuales «ingenuos» o mal informados que no se percataran del error primordial del siglo XX que hacen al comunismo y al nazismo simétricos: el tratar de superar la democracia capitalista a través de una revolución -de izquierdas o de derechas- a través del Estado. Esta simetría llegaría a resultar debidamente naturalizada, de manera que ya se ha hecho normal que, preferentemente un comunista o izquierdista convertido al «pragmatismo», incluya sin titubeo a Lenin en su lista de grandes genocidas junto con Hitler y Stalin, y en la que, por supuesto, nunca aparecerá «demócratas» como Johnson, Nixon, Kissinger o Buhs senior, ya que se da por supuesto que las urnas «legitimaron» todos los Austwiczs perpetrados en el Tercer Mundo por potencias «democráticas» como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia (9).
Desde esta premisa de la simetría totalitaria, hasta la misericordia cristiana que trata de ayudar a los pobres se convertía en una rémora (por lo que no era de extrañar que se establecieran otras simetrías con los molestos representantes de la Teología de la Liberación), ya que contribuía a que los pobres se conformaran con las limosnas, y optaran por no ser competitivos como los empresarios que según Felipe González venían a representar a la verdadera izquierda. Po esta regla de tres, los países o las personas eran pobres justamente por no ser competitivos, una maniobra ideológica que había obtenidos sus resultados, consiguiendo que los pobres en vez de actuar solidariamente trataran con desprecios a los perdedores. Aunque sea matizadamente, esta ideología llegó a imponerse hasta en los rincones más imprevistos, así, por citar un ejemplo al vuelo, el que escribe no olvidará una revista publicada por Cáritas en Andalucía que se regalaba en los bares próximos a la Estación de Santa Justa de Sevilla, y en el que aparecía una editorial que mostraba escandalizada porque Clinton visitase la capital del Vietnam, Ho Chi Minch, distinguido literalmente como responsable de la «sangrienta dictadura comunista», mientras que en su portaba, y en uno de sus pequeños artículos, se justificaba la ayuda a los necesitados como «la mejor inversión posible».
3
¿Pero qué era lo que había cambiado tanto para que alguien que figuraba en el Partenón de las izquierdas durante décadas, ahora se siente al lado de Hitler?. El lector interesado por responder a este interrogante tendrá que remitirse, antes que nada, al cambio radical en la marcha de la historia y en la consiguiente correlación de fuerzas, a la derrota de toda la izquierda practicante (incluida la más moderada), y en detalle a algo mucho más superficial como pueden ser las aportaciones de Alexander Solzhenitsin ya de vuelta del rigor testimonial de su primera fase, de Un día en la vida de Iván Denisovich y de El pabellón de los cancerosos para llegar hasta el Archipiélago Gulag, obra con la que el escritor gran ruso inicia su furiosa «enmienda a la totalidad» a la que se sumará una amplia coalición en la que convergerán desde los «nuevos filósofos» franceses, y que luego se ampliará con las del catolicismo integrista «renovado» del papa Wotyla, decisivo en la «conversión mariana» de buena parte de la «intelligentzia» polaca que «saltaba» de la autogestión al neoliberalismo. Esta mutuación sería más espectacular sí cabe entre los antiguos expertos en la escolástica «marxista-leninista» en Rusia. Entre estos últimos sin duda el más insigne de todos sería el general Dmitri Volkógonov que «complementaría» con su erudición como historiador al servicio del Estado la obra del mismo Solzhenitsin contra el que había escrito uno de los sórdidos opúsculos propios de la escuela de falsificaciones establecidas por el estalinismo en la misma época que lo hacia contra Sajarov.
La biografía intelectual de este militar no tiene desperdicio. Hijo de un represaliado por Stalin, Dimitri Volkógonov, quien ascendió meteóricamente como «historiador» y polemista al servicio de tétrico Breznev, y demás. Con los mismos escrúpulos mostrados antes de su «conversión», el mismo general aparecerá -significativamente- como reescribidor de la historia oficial en plena «perestroika», y será portavoz oficial como justificador mediático de las peregrinas razones de Gorbatchev contrarias a la exigencia del activo colectivo «Memorial» en pro de la «rehabilitación» Trotsky y a los viejos bolcheviques de las oposiciones antiestalinista, lesa en su dictamen de la culpa de…antileninismo, y todavía inmersa en el limbo de los proscritos gracias a la llamada teoría de los dos osos según la cual Trotsky no podía ser mejor que Stalin porque también era comunista. Volkógonov reaparece al servicio de Yeltsin pero dando un paso más en su particular función. Es cuando, escribe sendas biografías de Stalin, Trotsky y Lenin.
Esta es una trilogía en la que el insigne funcionario aprovecha -como llegó a hacer aquí en la mitad de los años setenta su homólogo Ricardo de la Cierva- una documentación privilegiada en la que, pequeño detalle, desaparece todo el contexto, toda la actuación de las clases dominantes en el período que acompaña la Gran Guerra, un conflicto dantesco atribuido por la historiografía neoliberal a los «nacionalismos» (sin Estado, claro). De dicha trilogía aquí únicamente ha aparecido, y no queremos creer que por casualidad, la de Lenin con un -casi inevitable- prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, en la que éste advierte a los «leninistas no críticos», suponemos que referido a los «leninistas de fe», porque, a nuestro parecer, cualquier aproximación seria al personaje, incluyendo por supuesto la más acerbamente crítica, requiere el reconocimiento de diversos «Lenines», y una pasión crítica que los partidos comunistas se habían acostumbrado a no ejercer, no olvidemos por ejemplo que Carrillo recorrió aquí el camino hacia el suicidio político sin apenas control organizativo, todavía en el IX Congreso del PCE reclamaba una dirección unipersonal, algo que parecía natural en una tradición verticalista. En los últimos tiempos, el PCF, que presumía de ser el partido «más estalinista» de Europa, también que querido apuntarse al campo de la victoria, y desembarzarse de un Lenin «culpable».
Resulta trágico tener que constatar que sí bien la mera lectura de Lenin nos descubre a un hombre que optó por cambiar la historia a favor de la mayoría trabajadora, y que se esforzó titánicamente en desarrollar sus elaborados esquemas marxistas -en los que había aportaciones de primer orden en las ciencias sociales entorno a la naturaleza social de Rusia y la evolución del sistema económico a una situación de creatividad extrema de las masas, dejó de existir cuando alguien como Stalin juramentando ante la tumba del autor de El Estado y la revolución, forja una escolástica «leninista» que hace retroceder lo que dice representar hasta antes de Galileo (Lucio Colletti). Publicada con el muy liberal título de El verdadero Lenin (Anaya&Mario Munick, BCN, 1996). Éste carácter de «verdadero» se le confiere exclusivamente en base de los episodios de una guerra civil sobre cuya crueldad no fue inferior a la nuestra contra Franco, basta con leer las novelas de Isaak Babel, Larise Reissner, Mijhail Sholojov o el famoso Doctor Zhivago, de Boris Pasternak. Baste un ejemplo: los blancos insistieron despiadamente en la tradición antisemita del zarismo, y atribuyeron a los bolcheviques el significado de una «conspiración judía», insistiendo por ejemplo en que Trotsky, Sverdlov, etc, pertenecían a esta etnia; claro que los blancos no estaban siendo juzgados como aquí había dejado de serlo el franquismo o en Italia el fascismo .
Pero no son estos detalles los que pueden preocupar a amantes de la verdad como Volkógonov que (en su intervención en un documental de la serie «Siglo XX» emitida por el Canal 33 sobre Los últimos zares), llega a enfocar todo el drama humano de 1917 en el asesinato de la familia real. Cita a Lenin para indicar que nunca pensó otra cosa, como sí su obsesión hubiera sido la de Macbeth en la célebre obra de Willian Shakeaspeare (no faltan historiadores que afirman que el «motivo» de Lenin fue la «venganza» por la ejecución de su hermano Alejandro, o los que dicen que Lenin «nombró» a Stalin su «sucesor»). Se pasa por alto la historia regicida (de Cromwell, de Varennes), o las circunstancias (los blancos necesitaban un heredero real como bandera), o el hecho de que durante décadas los liberales europeos defendieron y justificaron los atentados nihilistas contra los Romanov. El general cita el dato de que Lenin tomaba como referencia el ajusticiamiento de Carlos II por los puritanos, cuando efectivamente se preguntó, «sí aquí con toda la civilización lograda hubo que cortar una cabeza (…) ¿cuántas serán necesarias en Rusia?». Pero, lo cierto es que a la familia real no se le tocó un pelo hasta que la guerra civil planteó la cuestión; antes de estallas la guerra civil, los bolcheviques (como todos los socialistas) tenían en su programa la abolición de la pena de muerte.
Evidentemente, nadie puede permanecer insensible a la trágica suerte de aquellas mujeres y niños, y sentir su vergüenza como revolucionario, pero honestamente nadie puede restringir el horror a aquella secuencia, obviar por ejemplo la indiferencia de los zares ante la represión o ante las dantescas consecuencias de la «Gran Guerra», todo por el arte de dividir las víctimas entre humanas e incluso gloriosas o meramente numéricas, inexistentes, o quizás mejor, atribuyéndolas al un Gulag que lo absorbe todo, y que pasa por alto que buena parte, sino la mayoría, de las víctimas del estalinismo fue entre los disidentes, o es que hay que repetir que el «gran terror» pasó por encima de la práctica totalidad de los bolcheviques, entre otras cosas por la sencilla razón de que todos los que jugaron un papel estuvieron en un momento u otro al lado de Bujarín, Trotsky, o Zinóviev. Hablar como se ha hablado de «autodestrucción» es una forma de amalgama que no distingue de matices, es como sí los socialistas juzgaran por igual a los verdugos y las víctimas del nazismo porque compartían una convicción similar sobre la propiedad privada.
En realidad, Volkógonov vende lo que los nuevos mandarines de la cultura oficial necesitan, y trata de apabullar al lector con el «descubrimiento» de 3.724 notas firmadas por el propio Lenin y 3.000 documentos inéditos de los archivos del PCUS, para sentenciar -«por sí hacía falta» escribiría Santos Juliá en su reseña en El País– que fue Lenin, y no Stalin, el iniciador y a la postre el responsable de los campos de concentración, del Gulag y de la temible KGB, tesis a la que su autor se vuelca con la furia del converso, esto por más que todo los especialistas coinciden que el punto de partida del «Gran Terror» comenzó con el fracaso del primer Plan quinquenal, o sea a principios de los años treinta, todavía entonces Stalin llegó a liberar a Victor Serge, éste fue su última gesto de «magnanimidad». Volkógonov sin embargo, no añade ninguna documentación especial, nada que resulte sustancialmente diferente a lo que ya se sabía, a los datos que maneja Diez del Corral por ejemplo. Autores de la estirpe del ya mencionado E.H. Carr, Isaac Deutscher, Rudi Dutscke, Pierre Broué, Marcel Liebman o Moshe Lewin, entre otros, dieron a conocer datos similares y que no eran ningún secreto ni lo fueron en su día. Ninguno de ellos ocultó que a Lenin no le tembló el pulso a la hora de determinar con decisión la necesidad de aplicar el terror revolucionario, ninguno ahorró comentarios sobre la extrema crueldad de la contienda. Deutscher por ejemplo escribe que para ganar la guerra los bolcheviques quemaron todo lo que antes adoraban, y adoraron todo lo que antes quemaban.
Corrió un auténtico «baño de sangre», algo que el propio Lenin admitió como una posibilidad en 1917 cuando se advertía sobre el costo de la revolución, sólo que, al mismo tiempo, tenía clara otras cosas. Que la «Gran Guerra» costó océanos de sangre, que al igual que Kornilov, los blancos habrían pasado a cuchillo a toda la insurgencia obrera y campesina, que la guerra fue montada por las potencias imperialistas que contribuyeron a rehacer su aliado zarista, y contribuyeron con tropas propias, sí no llegaron más lejos fue porque temieron la reacción la clase obrera en sus propios países. Por otro lado, con esta focalización lo que se estaba haciendo era concentrar el escenario del crimen en la historia revolucionaria, atribuyéndole toda clase de horrores, al tiempo que se pasaba la esponja sobre todos los horrores pasados y presentes del capitalismo, amagado detrás de las abstracciones económicas, de la vida tal como era (10).
4
Obviamente, con todo esto no queremos llegar a la conclusión opuesta. No se trata de retomar a un Lenin al margen de cualquier consideración crítica, lo que sería más que ridículo considerando que el propio Lenin fue severamente autocrítico, con el «antiguo bolchevismo» en 1917, y con el curso que tomaba el «Estado obrero» en los años veinte, y al que le añadió los adjetivos de «burocráticamente deformado». Es más, esta crítica nunca dejó de hacerse fuera del estalinismo, por otro lado, resulta evidente que un mayor conocimiento de la historia nos lleva por ejemplo a cuestionarnos muy seriamente su concepción «por arriba» de las tareas del socialismo. Como ya ocurrió en su tiempo, Lenin era un dirigente respetado, pero no por ello tenía «patente de corso», toda su obra es el testimonio incesante de su afán por criticar y convencer a sus camaradas; tampoco tiene porque ser una seña de identidad, de legitimidad, obviamente, esto no resulta sostenible, y por ende, todas las críticas resultan en principio respetables, el problema es cuando se hacen para mirar hacia otro lado con relación a las ignominias de las clases dominantes.
Actualmente, está claro que Lenin no fue consciente del peso que la «Cheka» había llegado a acumular, y no hay duda que con ocasión del (insostenible) aplastamiento de Kronstadt en 1921, el aparato policial ya actuaba con autonomía del gobierno; tampoco la hay que los líderes bolcheviques apenas sí llegaron a entrever lo que había detrás y debajo del «Estado obrero»; carecían de perspectiva para hacerlo, las críticas aparecían como ayuda al cerco internacional -que se prolongó durante décadas, todavía en 1929 las cancillerías occidentales no descartaban una intervención, y de hecho buena parte de la derecha tradicional se alegró cuando Hitler apuntó contra la URSS- y a la contrarrevolución, algo que Lenin no temió el pleno proceso revolucionario, incluso en el XIº Congreso que trató de prohibir el disenso se siguió discutiendo como se siguió haciendo en la Internacional.
Al imponer el «leninismo» como doctrina oficial del Estado, Stalin no solamente situó a su «verdadero» intérprete por encima de todas las «desviaciones», también impuso en la Internacional su «leninismo» como el único comunismo posible. Criticar su acción pasó a ser una desautorización del «leninismo», del PCUS, y de la URSS, y por ende, una forma de colaborar «objetivamente» con el enemigo. No era otra cosa lo que había hecho la religión católica, solo que en un proceso que llevó siglos, y bajo unas condiciones muy diferentes. Al usurpar todo el «leninismo» y todo el «comunismo» la burocracia coincidía con la reacción que también excluía cualquier otra variación; involuntariamente, a esto contribuyeron muchos de los críticos del leninismo que se afanaron a desautorizar cualquier consideración de contradicción en un proceso que dieron por cerrado con Kronstadt y la NEP. Lo curioso es que Gorter, Pannekoeck, Bordhiga o Korsch, lo hicieron en nombre del verdadero marxismo, y detrás de ellos, a los anarquistas la contradicción desaparecía también con Marx, de manera que en la noche marxista, ellos también eran gatos pardos.
Más atrás estaban los conservadores, que hacían tabula rasa en cualquier diferencia entre revolucionarios marxistas o anarquistas, de forma que toda tentativa revolucionaria llevaba, irreversiblemente, al «totalitarismo» como Marx y Lenin llevaban a Stalin. Un juego infernal inaceptable en el que el esquema teórico acaba imponiéndose en una realidad que también tiene su traducción izquierdista cuando se ha negado a reconocer contradicciones entre las diferentes formas de capitalismo, de manera que llamaron a Azaña, a De Gaulle o a Kennedy, fascistas, y no digamos cuando el furor izquierdista del estalinismo decía que la socialdemocracia y el fascismo no eran diferentes sino «hermanos gemelos», y hablaron de «anarcofascismo»…Un absurdo que luego se repetirá con Hassan Hussein es lo mismo que Hitler. Si nos atenemos a lo que nos predican creadores de opinión como Vargas Llosa, los males del mundo se reducen a personajes como Chávez o Castro, que, casualmente, representan opciones opuestas al uniteralismo made in USA.
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A pesar de que durante décadas la obra de Lenin conoció tantas ediciones como la Biblia judeo cristiana. También se puede afirmar que fue durante el mismo tiempo resultó en no poca medida un desconocido, incluso, aunque quizás habría que escribir «sobre todo», en los países del «socialismo real». Entre el Lenin oficial y el Lenin real mediaba un abismo el mismo que existía entre «Padre» de la Ley y su realidad concreta, subversiva, que proclamaba con Hegel que toda teoría que no avanza, retrocede. Se puede hablar de un contraste similar al que había rodeado el Libro Sagrado, cuya lectura estaba vedada al pueblo llano, y de la que se ofrecía una «historia sagrada» que poco o nada tenía que ver con unas historias en la que airados profetas acabaron sirviendo a varia generaciones de reformadores y revolucionarios que, gracias a las Vulgatas que llegaron al pueblo gracias al invento de la imprenta, iniciaron la llamada Reforma en la que, en base a interpretaciones opuestas del mismo legado, tuvieron lugar reformas y revoluciones que fueron la antesala de las revoluciones democráticas, y dieron al traste a una Iglesia que ejercía como policía del pensamiento.
Estas ediciones de sus obras fueron siempre debidamente purgadas y descontextualizadas por una censura y un amplio aparato de notas que indicaban sobre la lectura «correcta», sobre todo en lo referente a los aspectos que más cuestionaban la dogmática oficial. El estableciendo los criterios de la razón de Estado en el acompañamiento académico llegó hasta el extremo que su lectura por libre estaba mal vista hasta en los partidos comunistas se había convertido en un mero legitimador del Estado como Cristo lo había sido en la Iglesia.
Sin embargo estudiar a Lenin, implicaba conocer a un personaje que evoluciona, rectifica, se contradice, se enriquece delante de experiencias revolucionarias. De manera que existían otros Lenin más allá del «verdadero» oficiado por los partidos comunistas, un Lenin pletórico que permitía diversas lecturas, una labor muy cuidadosa de conocimiento contextualizado. Conocerlo requería recurrir a las fuentes, a sus propios textos completos, a los testimonios de sus contemporáneos. Recuperar a Lenin mediante el estudio y la crítica, lejos de cualquier pretensión legitimadora, de instrumentalizarlo como referente para los intereses creados de la burocracia. Dicho de otra manera, había que releer a Lenin, considerando hasta qué punto una obra y un pensamiento puede desfigurarse.
No fuese hasta el llamado «deshielo» cuando se descubrió al menos un Lenin opuesto al «culto a la personalidad», opuesto a la brutalidad de Stalin, dispuesto a romper con éste, impulsado por crear una coalición para apartarlo de la secretaría. Hasta los años sesenta y sobre todo en los setenta no se editaron sus partes censuradas, una documentación amplísima que reunía hasta cuatro volúmenes más en la edición de sus obras completas, parte de las cuales fueron conocidas en castellano a través de traducciones cubanas como la efectuada por la revista Pensamiento crítico (11). En los setenta se confirmaba minuciosamente que Lenin tuvo su «último combate» contra Stalin y la burocracia -para el que buscó un acuerdo con Trotsky, una verdad que sería completada con otros testimonios como los de sus secretarias, y también por su compañera Nadia Kruspkaya, que ofrece no pocos detalles en sus «memorias».
Esta concepción mitificadota, aunque chocaba radicalmente con todo lo que había significado Lenin, y se ajustaba como un guante a las necesidades de legitimación de la burocracia que quería heredar el poder. Comenzaron en vísperas de su muerte los que comenzaron a instaurar un culto (más sincero en el caso de Zinóviev, Kámenev y Bujarin, más cínico en el caso de Stalin), con la intención de arroparse con una autoridad que querían situar fuera de la historia. Después llegó un intelectual de la talla de Georgy Lukács que producía una primera y brillantísima reconstrucción del leninismo como un arma definitiva para la revolución al servicio de la fiebre izquierdista que tuvo entre 1918 y 1923 una presencia extraordinaria en el Komintern. Junto a tantos «leninismos» cabe reseñar también otros cultos de indudable y ingenua matriz religiosa, inmortalizadas hasta en monumentos literarios como Los doce, el poema de Alexander Block en el que Cristo comandaba un grupo revolucionario o en el Toda-Raba, de Nikos Kazantzakis, y que subsistió en los pueblos insurrectos de muchas latitudes (!hasta en Sudáfrica en 1922¡) que pintaba en las paredes !Viva Lenin¡ en una época en la que hasta las huestes anarquistas se sentían «bolcheviquistas». Diversos «leninismos» con el que se orientaba una lectura del marxismo como una teoría para preparar y hacer una revolución que a lo largo del siglo XX recorrió Occidente (hasta 1968), y los países colonizados o semicolonizados hasta Nicaragua, El Salvador, y finalmente Sudáfrica), un «fantasma» que se quiso enterrar de una vez por todas con la caída de un Muro de Berlín del que estos pueblos eran más víctimas que responsables.
Esta infame amalgama entre el ideal y su deformación corrompida se ha querido restringir a una exclusiva del «comunismo», cuando los demás ismos de una historia también tuvieron idéntica ambivalencia, una duplicidad que por decirlo en los términos de Walter Benjamín, las páginas de civilización y la de barbarie siempre han ido juntas. Ocurrió con el ideal «republicano» en la antigua Roma, aunque en la leyenda dorada del cristianismo se ha tratado de medir Roma por un perverso Nerón (un advenedizo al lado de Franco o Anton Pavelich) con la finalidad de resaltar la obra regeneradora de sus mártires y fundadores, ocurrió, ocurre, con el cristianismo, el liberalismo y con la socialdemocracia, como sí se trátase de una dinámica irreversible aunque no siempre se quiere ver. Este es el sentido último del sentimiento de estupor que acompaña todos los idealismos. El problema radica tanto cuando se da por bueno todo lo nuestro, y únicamente se quiere ver la barbarie ajena.
En el caso del «leninismo» existen, cierto es, algunas especificidades, ocurrió en un tiempo vertiginoso, prácticamente la misma generación que se había hecho defendiendo Octubre se encontraba con su institucionalización y rusificación en medio de una vorágine en la que las derrotas tienen el efecto de hacer más necesaria la defensa de la URSS como garantía de que, al menos era un baluarte gerentado por una burocracia que aparecía como heroica en un mundo en el que la crisis económica de un lado y el ascenso de los fascismos por otro convencía a los intelectuales que el remedio no podía pasar por el parlamentarismo liberal o socialdemócrata sino por una respuesta enérgica cuyo imaginario crecía gracias a un país que de la noche zarista parecía caminar hacia un sueño socialista contra el cual las críticas de los disidentes se confundían con las campañas denigratorias habituales de la derecha dominante mediáticamente…Stalin era el vencedor, y lo fue más que nunca después de la II Guerra Mundial, y a los vencedores no se les pide responsabilidades, sobre todo cuando al otro lado no hay una respuesta mejor sino la de siempre. No es que ahora la haya, como cuenta muy bien el ruso de Los lunes al sol, aún siendo terribles, lo peor no fueron las mentiras del comunismo, lo peor era que lo que decían del capitalismo, era verdad.
Sin embargo, la II Guerra Mundial la habían ganado antes que nadie los «tiburones» norteamericanos que pasaron de ser tácticamente antifascistas para retomar su papel guardianes contra la revolución, una revolución que hasta última hora pudieron estigmatizar con los sombríos colores del estalinismo. Durante este tiempo, sus intelectuales orgánicos construyeron una biografía de Lenin que nunca convencieron a nadie fuera de los anticomunistas vulgares, pero con la derrota del «mundo comunista», y de las revoluciones que se apoyaban en los márgenes de lo que quedaba del equilibrio entre las potencias, este anticomunismo ha acabado instalándose como una carte de naturaleza de todos los que aceptan el sistema dominante, sobre todo entre los arrepentidos.
No es otra cosa lo que vino a sentenciar un Daniel Bell, que en su juventud estuvo en Barcelona como simpatizante del POUM, cuando proclamó: «…no es posible no darse cuenta de que la sociedad igualitaria y socialmente móvil que los `intelectuales libres´, vinculados a la tradición marxista, han exigido durante los últimos cien años, ha surgido en fin en la forma de nuestra sociedad engorrosa, burocrática y de masas que su vez se ha tragado a los heréticos» (12). Se puede decir que la «muerte» (moral) del herético Lenin era una de las exigencias para el «final de la historia», de la confirmación de que el horizonte del libre marcado era insuperable.
Únicamente después del encadenado alternativa impulsado desde Seattle a Porto Alegre, este axioma conservador comienza a ser cuestionado, y las izquierdas han comenzado a recomponer sus armas críticas. En esta recomposición es evidente que ni el bolchevismo ni Lenin pueden jugar el mismo papel que antaño. Las líneas de legitimación y demarcación se apoyan en otras argumentaciones, no obstante…No obstante, sus razones y sus verdades no pueden ser enterradas, primero, porque sería una injusticia, entre otras cosas porque no se trata de un entierro exclusivo sino que abarca a toda la «subversión», y segundo, su historia, con sus grandes y miserias, errores y horrores, el «comunismo» significó la mayor tentativa de superación del imperialismo y del capitalismo (del desorden existente) que hay conocido hasta el momento una historia en la que exigencias tan rotundas como la del antiesclavismo todavía sigue en parte pendiente, y que es la menor mala (Churchill) que todas las demás sobre todo porque no permitió su superación por el socialismo, un ideal compartido por lo más inquieto y selecto de la cultura internacional, y que sigue siendo un sueño que se manifiesta en el grito «Otro mundo es posible». Esta historia tiene un cuerpo y un corazón emancipatorio, de oposición radical a las injusticias.
Acabemos con otra evocación fílmica. En una escena de El Padrino III, un émulo de Papa Lucini (muerto misteriosamente) con el rostro venerable de Raf Vallone, se acerca a una fuente y coge una piedra para explicar la historia del cristianismo. A pesar de llevar siglos en el agua, la piedra permanecía seca por dentro, la «revolución del corazón» soñada estaba todavía por hacer, su representante en la tierra no era otro que un trasunto de Andreotti. No ha sido diferente con el «leninismo», usurpado por el «pragmático» estalinismo, más deudor de las tradiciones zaristas que de la revolución… La historia no es un pasado muerto sino la antesala del presente. Lenin forma parte de nuestra historia, y tenemos que restituirlo, aunque sea para criticarle desde tal o cual distancia, lo que no podemos hacer es permitir que lo linchen sobre la base de lo que no fue responsable, y mucho menos, que al personificar sobre él toda la culpa, se anatemice la tradición marxista y revolucionaria de la que formó parte entre millares, millones de hombres y mujeres más.
Notas.
(1) Me refiero a títulos cinematográficos que, aunque no sean todo lo conocido que debieran, creo que ayudan más a medir una idea de Lenin que tal o cual libro considerando que, salvo contadas excepciones como el Lenin de Díez del Corral (Ed. El Viejo topo), solo cuenta con aproximaciones hostiles en las últimas décadas. Anotemos que a pesar de que Lenin figura poco después de Jesucristo, Napoleón o Juana de Arco entre los personajes históricos más veces evocado en la pantalla, solamente nos resulta asequible muy poco de estos títulos entre los cuales no faltan aportaciones de valor. El lector interesado encontrará una buena fuente en el librito, Lenin y el cine (Fundamentos, Madrid, 1981; tr. Vidal Estevez), con textos de Marc Donskoi, Eisenstein, Dziga Vertov, Mijhail Romm, y Serguei Youtkevich.
(2) Un buen barómetro de esta mutuación se puede registrar en el diario El País, sobre todo a raíz del montaje del «abandono» del marxismo por el PSOE como precio para su «credibilidad» como alternativa de poder, y de mantener posiciones más o menos abiertas en las que no se descartaban las valoraciones positivas, se llega a una editorial en la que se proclama que las diferencias entre Stalin y Lenin son una falacia, justo días antes de que en otra editorial a mayor gloria de su Santidad se de por supuesto el «milagro» de Fátima. Desde entonces sus «comunistólogos» han insistido en esta amalgama, lo que no era obstáculo para citar a las víctimas de Stalin…en contra de Anguita, acusado a de tratar a los renovadores como Stalin lo había hecho con Trotsky (!citando a Deutscher¡). Un buen espejo de la involución de la izquierda sobre esta cuestión nos lo puede ofrecer la lectura contrastada entre la revista Triunfo y el citado diario, a veces a través de las mismas firmas.
(3) Una idea sobre hasta donde pudo llegar el furor antilenista lo ofreció una de las presas comunistas entrevistadas por el impresionante que el programa 30 Minust del canal autonómico catalán dedicó a los hijos de los derrotados. Cuando uno de los guardias de uno de los muchos presidios de entonces sintió que una de las presas llamaba a su hijito que apenas se movía por el suelo, «!Lenin, Lenin¡!», cogió el niño por los pies y lo destrozó contra la pared. La mujer enloqueció…
(4) Se habla de «comunismo» como sinónimo de lo prosoviético, o de militante o simpatizante de un partido identificado con el concepto «comunista» que a su vez confunden con lo peor del estalinismo, así por ejemplo en el ejército norteamericano (y sus aliados) luchaban en Vietnam contra los «comunistas» incluyendo en este apartado a todos los que se oponían aunque fuesen sacerdotes budistas…Como es sabido, el concepto no se refiere a ningún plan de gobierno o manera de gobernar sino a un propósito futuro con el que, por cierto, se han identificado concepciones muy diversas, y sobre el cual Marx se prohibió a hacer elucubraciones.
(5) Se han publicado recientemente dos obras, la de Enzo Traverso, El totalitarisme. Història d´un debat (Universitat de València, 2002), y la de Slavof Zizek, ¿Quién dijo totalitarismo? (Pre-textos, Valencia, 2002). sobre la utilización como un comodín abusivo y focalizado de la palabra «totalitarismo», lo que el segundo interpreta como «el signo más claro de la derrota teórica» de la izquierda, en la medida en que aceptó que la pelota podía estar en su tejado y abandonó o descuidó sus fundamentadas acusaciones contra los males causados por el capitalismo.
(6) En esta evolución pendular que llevaría a muchos excomunistas a adoptar la concepción de la simetría totalitaria (traspasada por los llamados revisionistas o señores como Revel para los que el comunismo fue peor que el nazismo), cabe una pregunta inquietante, ¿fueron ellos mismos simétricos con el fascismo contra el cual habían luchado?, ¿cómo explicar el papel de los partidos comunistas en las resistencias?, ¿eran iguales nuestros poetas que creían en la URSS que los que justificaron a Franco o Hitler siendo testigos de lo que hacían?, ¿se puede establecer una apreciación simétrica unilateralmente a través de las simpatías ideológicas?. En su furor anticomunistas, Paz, Llosa y cia llegaron a firmar a un manifiesto con ocasión del suicidio de la activista cubana Haydée Santamaría, en el que se recomendaba «comunistas, suicidaos».
(7) E.H. Carr escribió un pequeño de su Historia de la Rusia Soviética (traducida al castellano por Alianza Universidad en 8 volúmenes), titulado La revolución rusa. De Lenin a Stalin, 1917-1929 (Alianza, Madrid, 1981; hay una reedición de hace muy poco), fue algo así como la culminación de un proceso de investigación y debate histórico sobre la URSS en el que Carr sería crítico pero también deudor y complementario de la obra de Deutscher (m. En 1967). Aunque esta culminación no gozó de la apertura total de los archivos soviéticos, sí tuvo al alcance una documentación vastísima. Coincidiendo con la moda denigratoria, se ha puesto de moda entre las más recientes investigaciones la presunción de una «ultima palabra» en la que el acceso a los Archivos autoriza a descartar este legado, considerado como positivista e ingenuo, cuando en realidad, la diferencia de enfoca se deriva ante todo de la derrota política, una derrota que llevó a citado Paramio a cambiar de registro en el marco del ascenso electoral de Felipe González en su proceso que le llevó del «socialismo no socialdemócrata» al socialiberalismo.
(8) El carácter interesado de la conversión de Claudín resulta manifiesta tanto por su tiempo récord (escribió dos prólogos opuestos a la edición del debate entre Lenin y el Kautsky ulterior a la «Gran Guerra»), como su flexibilidad mostrada en la benevolencia mostrada en su biografía, Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general (Planeta, BCN, 1983), como en su inmediata defensa de la «razón de Estado» cuando el debate sobre la OTAN. Esta evolución se convirtió en un modelo para una generación de radicales domesticados que lo citaban como una autoridad, autoridad que había ganado realizando por ejemplo una documentadísima edición de varias obras de Lenin que contrastaba con las soviéticas.
(9). Simultáneo al linchamiento de Lenin resulta la santificación de Wiston Churchill, gracias a dos argumentos básicos, uno que consagraba su cita según la cual la democracia liberal era el peor sistema exceptuando los demás, y otro que devolvía a los países colonizados y semicolonizados la responsabilidad del subdesarrollo, como sí sus corruptas clases dirigentes no fuesen también expresión de los intereses de las potencias dominantes. Una cosa implicaba la otra, al convertir a Lenin en el demonio, también se anatemizaba la tradición anticolonialista. Sobre esta cuestión resulta imprescindible la obra de Gabriel Saïd, Imperialismo y cultura (Anagrama, BCN, 1998), aunque desde mi punto de vista tiende a subvalorar la aportación de la tradición anticolonialista del socialismo revolucionario.
(10). Existe una montaña documental sobre los «Gulags» del capitalismo, pero un buen resumen lo aporta El libro negro del capitalismo (Le Temps des cerises, Paris, 1998; Txalaparta, Nafarroa, 2001), presidido por una introducción de Gilles Perrault. Este es un balance histórico, sobre un balance reciente se pueden consultar simplemente algunas de las ponencias de los Encuentros de Porto Alegre.
(11) No fue hasta los años setenta que se pudieron conocer y editar los documentos que mostraban la existencia lo que el historiador francopolaco Moshe Lewin tituló El último combate de Lenin (Lumen, BCN, 1975); sobre el que la revista marxista cubana publicó en su número 38 (marzo 1970), un extensísima «dossier» que incluía los Diarios de sus secretarias con un extenso trabajo introductorio de Jesús Díaz, El marxismo de Lenin. Anagrama publicó también uno de sus cuadernos con parte de la documentación.
(12) Citado por Noam Chomsky en El pacifismo revolucionario (Siglo XXI, México, 1973, p. 4). Chomsky avanza aquí una reflexión sobre la que ha insistido recientemente Gunther Grass al afirmar que la derrota fue buena para que el pueblo alemán pudiera reflexionar sobre sus propios horrores, algo que no ha podido ser con el norteamericano, no solamente bastante ajeno a su papel en Centroamérica, por citar un pequeño ejemplo, y con unos medias en los que no es extraño encontrar justificaciones de Hiroshima y Nagasaki (de las que, por cierto aquí se haría eco Vargas Llosas en algunos de sus más siniestras tribunas en El País).