Con la noción de «Estado integral» Gramsci toca quizás el punto más alto de su genio teórico. ¿Pero esta noción podría ser, al mismo tiempo, la más incierta y aún contradictoria? Cierta imprecisión, particularmente en torno al concepto de sociedad civil («fluctuante», según Stuart Hall) se mantiene en él, pero sobre todo en sus intérpretes; […]
Con la noción de «Estado integral» Gramsci toca quizás el punto más alto de su genio teórico. ¿Pero esta noción podría ser, al mismo tiempo, la más incierta y aún contradictoria? Cierta imprecisión, particularmente en torno al concepto de sociedad civil («fluctuante», según Stuart Hall) se mantiene en él, pero sobre todo en sus intérpretes; y más aún, en el uso que actualmente se hace de la expresión. No se equivocaron Simone Chambers y Jefrey Kopstein al sostener, observando sobre todo nuestro presente, que puede haber una bad civil society: lo subraya un estudioso de la Universidad brasileña de Campinas, Álvaro Bianchi[1].
Sin embargo, Gramsci es clarísimo cuando, refiriéndose a la unidad / distinción entre Estado y sociedad civil, juzga que la «sociedad civil» no es la «sociedad económica» pero es parte del «Estado integral», y que este último no es reductible al gobierno ni, a fortiori, al aparato coercitivo. Ambos, Estado y sociedad civil, emergen de la sociedad económica. De no ser así, hubiera tenido razón Bobbio en la primer Convención gramsciana de Cagliari, en 1967. Y en cambio, estaba equivocado.
Menos claro es Gramsci cuando se refiere al orden futuro: ¿será sin Estado? ¿Se debilitará el Estado? ¿Dará vida a otra forma de Estado? ¿Se producirá la completa fusión entre Estado y sociedad civil, con la eventual reabsorción de toda función estatal en la sociedad civil?. Todas estas son tesis que lícitamente podrían atribuir a Gramsci sus (no «deshonestos») intérpretes. Efectivamente, hay las argumentaciones de los Cuadernos cierta ambigüedad o tal vez un procedimiento ligeramente contradictorio al pasar de la definición de un término a la definición de otro correlativo o contiguo, en una revisión que no encuentra una formulación plenamente adecuada. Por ello, quien enfrenta el estudio de este problema, debería tratar de alinear todos los pasajes de los Cuadernos que lo mencionan y después preguntarse cómo sería posible, sino identificar un común denominador, encontrar al menos una implícita y problemática línea tendencial. Por nuestra parte, buscaremos encontrar indicios que presupongan, en la ciudad futura, la permanencia y al mismo tiempo verificación del pluralismo hegemonizado que podemos considerar inseparable de la misma herencia clásica de la democracia. Pero, entonces, si revive y también se robustece semejante democracia ¿es posible continuar profetizando la desaparición del Estado, o que en un futuro lejano el Estado habrá de desaparecer hasta convertirse (como preveía Engels) en un fósil o un «resto arqueológico»?
Terminologías
En mi opinión, la concepción de una disolución final del estado-gobierno en la sociedad civil, tiende a modificarse en Gramsci paralelamente a su revisión crítica del marxismo tradicional, detenido en el concepto de una directa dependencia de la superestructura respecto a la estructura económico-social. En nuestro autor el Estado-gobierno ya no es más el «Comité de negocios» de la clase dominante, como lo era también en la versión leniniana. Detengámonos en las terminologías. En Marx, el Estado-gobierno (el de su tiempo, al menos) es llamado Estado político o poder público político o poder político (politische Gewalt), donde «político», explica él, quiere decir de clase o sea de una clase que, se entiende, es la burguesa-capitalista. Gramsci adopta en cambio la expresión «sociedad política» para designar al Estado en sentido estricto. No creo que haya sido subrayado el significado implícito de semejante expresión. En mi opinión, eso quiere decir que si la sociedad económica es conflictiva por el enfrentamiento de dos o más grupos sociales, uno de los cuales es dominante y si también la sociedad civil es el lugar de una «guerra de posiciones» en la que los subalternos disputan la primacía a los dominantes, entonces la misma sociedad política es asimilable, al menos en Occidente, a una sociedad: en la que prevalece el mando de una fuerza, pero en la que estaría más o menos presente, con mayor o menor influencia, la otra fuerza o la presión de las otras fuerzas. También en la sociedad política, entendida como Estado-gobierno, habría entonces una dialéctica interna, distinta de la que considera que los partidos operan en la sociedad civil y los grupos sociales en la sociedad económica. ¿Todo Estado, también el cesarista, sería en alguna medida representativo? Representaría en el nivel superior de las superestructuras a los dominantes y también, en su subalternidad, a los dominados. Tendería a educar a los primeros, pero también a los segundos y no solamente a reprimirlos mediante la fuerza. Así, la misma represión pretendería tener, entre sus fines, la educación (tal como la Inquisición católica torturada a los descreídos para que se reconvirtieran, o sea, fuesen «reeducados»).
Se podría hipotetizar que el «Estado político» habría sido concebido por Marx como el devenir «clase para sí» de la burguesía mientras que el proletariado podría tomar conciencia de sí como clase o devenir «clase para sí» sobre todo en la lucha social. En Kautsky y más aún en Lenin leemos en cambio que el devenir «clase para sí» del proletariado llegaría desde el exterior, de grupos intelectuales, y tomaría forma en el partido político de vanguardia. Desde aquí, sin embargo, el paso hasta el estalinismo es corto. Para Marx, Kautsky, Lenin y también Stalin, en el hacerse «clase para sí» el proletariado se postularía para cumplir la función de «clase general». El antecedente filosófico del concepto está en Hegel, que había juzgado a la burocracia como encarnación del interés general en el Estado-gobierno. Lenin estaba lleno de admiración por Hegel, pero desplazaba el lugar del interés general desde el Estado al partido. Stalin, para nada filohegeliano, se habría aproximado a pesar suyo a un improbable Hegel, identificando en el partido, sin distinción de roles, al mismo Estado y su comando.
En C 6, 150,132 (vol 1:188)[2], Gramsci aún no pone en duda la concepción propia de las clases productivas, sean capitalistas, sean trabajadoras, según la cual el Estado tomaría su forma en correspondencia con un dado sistema de producción. En la segunda escritura[3], se corrige en parte, agregando que la relación entre los dos planos no es esquematizable de modo simple (o simplista)[4]. Al rescribir aquella primera nota, es más manifiestamente anti-economicista, también porque observa que la formación del Estado italiano precede a la modernización de la economía italiana. ¿El joven Gramsci, aquel que en los consejos de fábrica entreveía también el modelo del futuro Estado como Estado obrero, era quizá «idealista» y al mismo tiempo un poco «economicista», o al menos no todavía decididamente anti-economicista como lo sería en la segunda escritura de algunas notas de los Cuadernos? Por lo tanto, el Estado no da forma solamente a los intereses de la clase dominante. El tener que incorporar en la vida estatal algunos intereses de los grupos subalternos, aunque sea extrapolándolos de su lógica intrínseca, es según Gramsci típico de todo Estado, independientemente del proceso de revolución pasiva entendida en sentido estricto. De aquí los equilibrios inestables que son tales según la posible maduración de las relaciones de fuerza. Pero al reflexionar especialmente sobre la relación cultura-producción en los Estados Unidos, aun más que el rol del Estado Gramsci destacará el rol moderno de la cultura: efectivamente, la modernización será vista sobre todo como racionalización.
Aunque disienta de la teoría crociana de los distintos bajo otros aspectos esenciales, Gramsci parece hacer suya la idea del mismo Croce según la cual la unidad y la distinción son correlativas, o sea inseparables[5]. La concepción gramsciana de la unidad-distinción, en el «Estado integral», entre Estado en sentido estricto y sociedad civil se presta quizá a dos lecturas diferentes. Según una primera lectura, sería posible la ocurrencia de un Estado en sentido estricto en ausencia de sociedad civil, por ejemplo en «Oriente», y también la articulación de la unidad-distinción entre Estado y sociedad civil, por ejemplo en «Occidente». Pero si esta primera lectura fuese atendible, quedaría contradicha la insistente afirmación gramsciana del valor metódico y no orgánico que debe atribuirse a esta distinción: en efecto, al menos en «Oriente» el Estado en sentido estricto (como aparato de gobierno o burocrático-coercitivo) podría subsistir en ausencia de sociedad civil, o sea subsistiría «orgánicamente» sin la (inexistente) sociedad civil. Es quizá preferible, entonces, una segunda lectura: en «Oriente», el Estado en sentido estricto, pese a contener in nuce la posibilidad de la sociedad civil, no logra aún articularse en la unidad-distinción entre Estado y sociedad civil, o sea se manifiesta aún – por así decirlo – como una nebulosa atravesada por una relativa indistinción entre los dos momentos. No se deduce que la sociedad civil se conforme solamente a partir del Estado-gobierno; entiendo en cambio que presupone una progresiva interacción entre Estado-gobierno y «sociedad económica» (así llamada por Gramsci), de modo tal que la indistinción típica del Estado-gobierno en «Oriente» pueda ser conducida a hacerse unidad-distinción metódica, tal como se la concibe para el «Occidente». Por otro lado, que en Oriente no existe un Estado en ausencia de toda forma de sociedad civil lo declara el mismo Gramsci, cuando escribe que en Oriente la sociedad civil es «primordial y gelatinosa».
La segunda lectura nos ayuda a encontrar una respuesta más satisfactoria a los antedichos interrogantes sobre la suerte futura del Estado. Retomemos los Cuadernos y confrontemos algunos pasajes. Si recurre al concepto de «identidad-distinción entre sociedad civil y sociedad política»[6], es porque «una clara enunciación del concepto de Estado» implica «la distinción en él entre sociedad civil y sociedad política, entre dictadura y hegemonía, etcétera»[7]. Gramsci escribe llega a escribir que «en la vida histórica concreta sociedad política y sociedad civil son una misma cosa»[8]. Guido Liguori, en una de las entradas del Diccionario gramsciano del Centro inter-universitario de la investigación para los estudios gramscianos y de la IGS Italia, actualmente en preparación, hace notar que las expresiones según las cuales sociedad civil y sociedad política «son una misma cosa» o «se identifican»[9] y aquéllas según las cuales «la sociedad civil […] es, también ella, ‘Estado’, incluso es el Estado mismo»[10] serían expresiones forzadas para dar relevancia al concepto del Estado «en su significado integral». Comparto la opinión de Liguori. Subsiste el hecho de que distinción metódica y no orgánica equivale, o casi, a distinción conceptual y no real.
Debemos precisar mejor. Gramsci no había reflexionado adecuadamente sobre el pasaje desde la juvenil crítica marxiana del Hegel «místico» a la más articulada que encontramos en algunas páginas del Marx maduro. Aún en La Sagrada familia Hegel es el que hace descender incondicionalmente lo concreto de lo abstracto y por lo tanto considera «creado» por el pensamiento todo aquello que es real. El joven Marx está todavía bajo la influencia de Bruno Bauer y de Feuerbach. Pero en el Apéndice a la primera edición alemana de El capital, aflora una significativa excepción: la relación entre lo concreto y lo abstracto que sufriría en Hegel una inversión general, sería en cambio una relación efectivamente invertida solamente en el caso específico de la abstracta forma-valor por cuanto, en el modo capitalista, se pretende incorporar el trabajo concreto y el concreto objeto de uso. Y en la Introducción a los Grundrisse o en el Postfacio a la segunda edición alemana de El capital, aquella excepción ya no queda restringida solamente a la función (o a la presunción) capitalista de proponerse como abstracción real, sino que se proyecta también -y en este caso con plena legitimidad- a otro campo específico: el campo de la exposición científica a la que se distingue del campo preparatorio de la investigación. La investigación parte de lo concreto-real; pero toda rigurosa exposición científica explica lo concreto-real a partir de lo abstracto-conceptual, o retorna a lo concreto (en cuanto sólo este es reconocido como real) en virtud de un procedimiento metódico-cognoscitivo apoyado sobre la abstracción únicamente, o unívocamente, pensada.
También para Gramsci, real es lo concreto histórico; pero la plena comprensión teórico-analítica de lo concreto histórico es una comprensión filosófica que, en cambio, abstrae unificando lo diverso o diversificando una realidad histórica indivisa, como dice en un pasaje famoso. Lo indiviso real es denominado por él «orgánico», con una metáfora biológica proveniente de su juvenil aprendizaje «vitalista» juvenil, como ha indicado también Michele Ciliberto, y denota la cohesión entre las partes de un conjunto «viviente», inescindibles o bien disociables sólo con la «muerte». ¿Bergsonianismo del joven Gramsci? En cualquier caso, ciertamente es Croce quien sugiere (con su concepto de filosofía como «momento metodológico» de la historiografía) el concepto gramsciano de filosofía como una analítica método-lógica de la historia. La dialéctica es el método de ese conocer filosófico-abstracto que tiene su fundamento real en lo concreto histórico. Pero entonces ¿la presunta extinción de la sociedad política presupondría, paradójicamente, un (futuro) hacerse real o hacerse histórico-concreto de la distinción conceptual (abstractamente lógica o metodológico-filosófica) entre sociedad civil y sociedad política?
Estado ético y sociedad regulada
Sin embargo, «todo Estado es ético en cuanto que una de sus funciones más importantes es la de elevar a la gran masa de la población a un determinado nivel cultural y moral»[11]. Gramsci incluso escribe que «el partido político, para todo los grupos, es precisamente el mecanismo que en la sociedad civil cumple la misma función que cumple el Estado, en medida más vasta y más sintéticamente, en la sociedad política»[12]. Pero entonces, ¿porqué, hipotetizando una clase capaz de asimilar toda la sociedad, Gramsci habría de prefigurar también una sociedad civil y, en ella un partido llamado a hacer superfluo al Estado, siendo que considera que el Estado es esa «sociedad política» que cumple «en medida más vasta» que el partido una función educativa? O, en cambio, ¿lo que deviene superfluo es el Estado que quería ser o presentarse como separado y, por tanto, predominantemente coercitivo, no educativo? En efecto, leamos: «el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible a medida que se afirman elementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o Estado ético o sociedad civil)»[13]. Quizá podamos interpretar el último texto como si, en su innegable imprecisión, dijese: el Estado integral tiende a hacerse completamente «Estado ético», porque del Estado en sentido estricto tienden a agotarse las funciones coercitivas, no las educativas, en tanto que el Estado-gobierno tiende a compartir cada vez más con la sociedad civil sus mismas tareas de educación ética. Por su parte, la sociedad económica será con ello una «sociedad regulada» éticamente por ese Estado integral. El Estado integral real será capaz entonces de transferir «paulatinamente» a la sociedad civil funciones que pertenecían al Estado-gobierno[14]. Y decimos que se trata de «cesión» o de «transferencia» por parte del mismo Estado integral, porque no nos convencen quienes teorizan una «reapropiación» efectuada solamente por la sociedad civil, con métodos más o menos enérgicos empleados para «constreñir» a un Estado solo resistente o refractario.
Según Liguori, quizá Gramsci se refiere a la sociedad soviética o al leninismo canónico (más que a sus propias convicciones) cuando escribe: «Sobre esta realidad […] no se puede crear un derecho constitucional, del tipo tradicional, sino solamente un sistema de principios que afirman como fin del Estado su propio fin, su propia desaparición, o sea la reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil»[15]. Gramsci tiene también en mente la transición del tipo soviético cuando escribe: «en esta sociedad el partido dominante no se confunde orgánicamente con el gobierno, sino que es un instrumento para el paso de la sociedad civil-política a la «sociedad regulada», en cuanto que absorbe en sí a ambas, para superarlas (no para perpetuar la contradicción), etcétera.»[16]. Y, en C 6, 88, 763 (vol 3:76), se refiere muy probablemente a la tradicional doctrina marxista del Estado más que a su propia concepción: «En una doctrina del Estado que conciba a este como capaz tendencialmente de agotamiento y de resolución de la sociedad regulada». También interpreta el pensamiento marxiano el siguiente pasaje: «Marx inicia intelectualmente una era histórica que probablemente durará siglos, o sea hasta la desaparición de la sociedad política y el advenimiento de la sociedad regulada»[17]. Ello se confirma en el siguiente pasaje: «esta ‘imagen’ de Estado sin Estado la tenían presente los principales científicos de la política y del derecho en cuanto se colocaban en el terreno de la pura ciencia (= pura utopía)»[18]. ¿También el socialismo «puramente» científico habría conservado algo de «utópico»?
Finalmente, si en la sociedad regulada, o en el comunismo, debiese sobrevivir solamente la sociedad civil con total ausencia de la sociedad política o del Estado en sentido estricto, esto es, si se invirtiera la (erróneamente interpretada) presencia exclusiva del Estado-fuerza en Oriente, entonces nuevamente resultaría contradictoria y hasta desprovista de significado la premisa de la cual, como dijimos, parte Gramsci: la distinción entre Estado y sociedad civil es metódica, no orgánica; o (con un «forzamiento» de intención pedagógica): Estado y sociedad civil «son una misma cosa» y «se identifican». Pero hay más. Entre dos componentes dados de un bloque histórico no solo está excluido todo antagonismo y, a fortiori, uno no puede proponerse «destruir» al otro, sino que cada uno reproduce en su interior momentos derivados del otro, o sea que cada uno está habilitado (con igual «derecho») a hacerse síntesis de sí mismo y del otro. Ahora bien, la gramsciana distinción metódica entre Estado-gobierno y sociedad civil se da, precisamente, en un bloque histórico; y es una distinción interna al Estado integral en cuanto, en éste, el Estado-gobierno se convierte en síntesis (superestructural) de sí mismo y de la sociedad civil, entendida como momento derivado de la (estructural) sociedad económica, y así puede potenciar in itinere ese mismo momento, o la misma sociedad civil[19].
Repasemos este final con algunas variantes no casuales. En términos casi sibilinos, insólitos en él, Gramsci recurre a la frase antes transcrita: «el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible a medida que se afirman elementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o Estado ético o sociedad civil)». Ahora bien, una interpretación que sin ser arbitraria vaya más allá del significado literal de la frase, debe tener presente aquí también la distinción metódica entre Estado ético, sociedad civil y sociedad regulada. De ello se deriva que, durante la transición al comunismo, no se disuelve el Estado o se hace «Estado mínimo» debido al asedio de la racionalidad tecno-económica conjuntamente con la sociedad de mercado, como supone el pensamiento liberal. Durante esa transición, en cambio, el Estado integral se transforma, podríamos decir también, por propia voluntad: «el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible» porque se afirma el superior nivel ético del Estado, que pasa a predominar sobre su nivel inferior y anterior (o sea, sobre la función coercitiva). Desde ese nivel superior puede ahora el Estado regular la sociedad de económica elevándose cada vez más sobre su propio componente orgánico denominado sociedad civil, a su vez ético-políticamente depurada de los factores económico-corporativos que, anteriormente, pudieron condicionarla como lugar de choque entre fortalezas y casamatas presididas por intereses contrapuestos.
Para lograr semejante orden ético-político y político-social superior después de una no breve transición, es necesario enfrentarse a la parte adversaria en el terreno de una guerra de posiciones e invertir los diversos procesos de revolución pasiva, entendida como la capacidad de la «tesis» conservadora para hacerse «síntesis» restauradora incorporando, y al mismo tiempo neutralizando, la «antítesis» innovadora. ¿Será posible, en cambio, alcanzar una síntesis entre opuestos partiendo de lo «negativo», de la antítesis y que, con ello, «incorpore» algunos vestigios del modo capitalista? Las palabras-claves para afrontar el problema son, quizá, hegemonía y democracia. ¿Se puede recorrer una vía democrática para, invirtiendo la revolución pasiva, impulsar un proceso que conduzca en cambio a la «sociedad regulada»? La síntesis reformadora (quizá Gramsci lo sugiere, con sus palabras) no puede surgir de una dictadura del proletariado o de su partido, sino en el marco de una lucha democrática. Es verdad que sería reduccionista una definición de la gramsciana sociedad civil que la presentase como caracterizada en todos los casos por las reglas de la competencia (democrática) entre partidos: para Gramsci, en la sociedad civil puede haber competencia, o más bien lucha, sin » demasiadas» reglas y también por fuera (sino en ausencia) de los partidos. Pero, para ser fieles al espíritu de los Cuadernos, quizá podamos llamar democracia a una forma evolucionada de «lucha entre hegemonías», lucha que no debería cesar en el socialismo si también el socialismo debe ser algo vivo. La democracia que pretenda prolongarse en el socialismo deberá ser un proceso gradual, a condición de que en cualquier programa parcial de reformas se pueda vislumbrar la posibilidad de pasos ulteriores orientados con una perspectiva de transformación radical, esto es, se pueda hacer prevalecer en tal o cual reforma el sentido de inacabado respecto a más avanzados objetivos ulteriores, en contra de la tendencia opuesta que considera las reformas como ajustes de lo que no funciona bien en el sistema vigente, para asegurar su conservación, para hacerlo devenir más fuerte o menos vulnerable. Más aún, es decisivo no caer en las trampas de una abierta o rampante «revolución pasiva».
El término gramsciano de «casamatas» es un poco viejo como metáfora militar, pero conserva todavía su valor teórico-político. Indica la necesidad de conquistar posiciones, sobre todo en la sociedad civil, pero también en el gobierno, que no signifiquen «ocupar» el poder: que no sean un punto de llegada, sino un punto de partida, que habiliten a ejercer una hegemonía político-cultural y a iniciar un proceso de reformas político-social que debería considerarse, decíamos, no concluido. He aquí un tema a profundizar: ¿dónde están las nuevas fortalezas y las nuevas casamatas que, conquistadas hoy, podrían permitirnos avanzar gradualmente hacia un modelo de transformación radical? No puede existir «trascendencia» sin conocimiento (y proposición) de una (ajustada) contingencia a trascender en el momento mismo en que se efectúa, y no solo después de ser efectuada. Es útil establecer una línea de continuidad en la objetiva discontinuidad entre el proceso real y el ideal utópico. Diseñar un proyecto utópico es lícito, y también obligatorio, pero a condición de poder avanzar propuestas concretas referidas a decisiones inmediatas (a las reformas parciales), también a las aparentemente marginales que puedan dejar entrever, casi por su transparencia velada, el camino que conduce a la utopía. ¿Gramsci nos exhorta a «ocupar» espacios en la sociedad civil y en el Estado, o a «crear» nuevos espacios? Quizá, a encontrar espacios para modificarlos.
Entre las «casamatas» a conquistar y sobre todo a modificar con una reforma progresiva, no está precisamente en último lugar la vida estatal-civil en cuanto democrática. La aversión a la democracia ha sido declarada tanto sea por el pensamiento y regímenes políticos conservadores o programáticamente liberticidas, como también por el pensamiento y movimientos emancipatorios. Ejemplo del primer pensamiento es el camino intelectual de Heidegger, nítidamente reconstruido en un ensayo de Nicolas Tertulian[20]. Después de haber puesto en evidenciado que compartía, en lo esencial, el diagnóstico de Lukács (la existencia inauténtica denunciada por Heidegger sería una «sublimación filosófica» que atribuye al individuo humano en cuanto tal, la alienación y el fetichismo generado específicamente por el modo capitalista), y luego de haber advertido en Heidegger (desde el manuscrito de 1922 sobre Aristóteles, es decir, ya antes que en Sein und Zeit) la irrisión anti-iluminista e implícitamente anti-marxista de cualquier idea de progreso, irrisión de la cual surgiría el rechazo del hedonismo burgués (fuente de nivelación, de mediocridad, y de desarraigo), para contraponerle en cambio el sentimiento de la «dureza y de la pesadez» inseparables de la existencia, Tertulian explica a partir de tales premisas la heideggeriana «devaluación ontológica del ‘espacio público'» y del consiguiente «fin de non-recevoir opposé à la ‘democracie'», y también la asonancia del anatema con que se lanzara «desde la derecha conservadora contra la democracia como reino de la irresponsabilidad subyacente a la tiranía de una mayoría aritmética»[21]. Todo lo cual basta para explicar la adhesión al nazismo primero y después, en el segundo Heidegger (Carta sobre el humanismo), la acusación dirigida contra la metafísica occidental y a la técnica como su descendiente, de «olvido del ser», acusación acompañada con auspicio de un nuevo comienzo (der andere Anfang).
La conversión del segundo Heidegger a la más intensa confianza en la palabra poética, como vía para el reencuentro del ser y de la autenticidad, se inscribe siempre en una suerte de de romanticismo anti-moderno o, como en Nietzsche, en una crítica de la modernidad que mira a un pasado histórico idealizado y elevado a modelo. Encontrar refugio en la revelación poética es también querer contraponerse a una kantiana «finalidad sin fin». No puede ser subvaluado, obviamente, ese prejuicio contra el progreso de nuestros tiempos. Leopardi, aunque en términos más «laicos» es más lúcido, y por otro lado anticipó a ambos autores sumados, con su comparación entre los antiguos y los modernos en forma de añoranza por la poesía de lo antiguo y de una crítica impiadosa hacia la árida «verdad» de lo moderno. No puede ser subvaluado el reaflorar de un «romanticismo helenizante», incluso en las corrientes conservadoras o reaccionarias, porque la ciudad antigua y la medieval, por ejemplo, habían satisfecho tanto el desplegarse de una democracia dialógica vista en la proximidad corpórea de los deliberantes y centrada en el ágora o en la «plaza grande», cuanto un armónico ambientarse de los edificios urbanos, en especial de las obras civiles y religiosas más solemnes o también fastuosas, en un contexto rural todavía no ultrajado o saqueado o brutalmente urbanizado. Pero aquellas civilizaciones pudieron dar lo mejor de sí (ésta es la contradicción no percibida como tal por el pensamiento conservador) porque la esclavitud o la servidumbre de la gleba habían favorecido tanto las dimensiones óptimas de la civitas deliberante, cuanto la ordenada compensación entre centros urbanos y tejido agreste o entre cultura y naturaleza. He aquí porqué el pensamiento tenazmente reformador deberá, poniendo fin al desorden tardo-moderno, encontrar solución a un problema en apariencia irresoluble: como reforzar y desarrollar la democracia sin perpetuar la escisión entre los electos y los excluidos y como reencontrar la salubridad de una vida urbana respetuosa de su espacio natural-vital: en el límite, de su «soberano» espacio-cosmos. La solución, lo hemos dicho, se llama (en términos gramscianos) «sociedad regulada» junto con la «economía regulada», fruto de una «reforma intelectual y moral» que conduzca, al mismo tiempo, a la expansión de una «sociedad civil» relativamente autónoma en el ámbito del «Estado integral» y a la restricción en el «Estado integral» de los poderes coercitivos co-presentes con otras tareas en el Estado-gobierno o Estado en sentido estricto.
Hemos señalado la crítica del reduccionismo aritmético connatural a la democracia o al criterio basado en decisiones de una mayoría, crítica proveniente ya sea del pensamiento liberal de un Tocqueville, al que asusta la tiranía de los muchos, ya sea del pensamiento aristocrático-estetizante de un Nietzsche o de un Heidegger, que odian la nivelación y la despersonalización. En efecto, si vivimos una época signada por la supremacía casi incontrastada del intelecto abstracto que cuantifica cada cosa, no es sorprendente que también la esfera política sea recolocada bajo el signo de lo numerable y que la misma opinión pública se oriente (o sea orientada) a preferir sistemas electorales fuertemente mayoritarios en cuanto más ejecutivos. Pero si en el campo económico y también en el social es más fácil hacer valer, como racionalidad según los fines, el criterio de las cantidades, en el ámbito político-estatal en cambio, ese metro o esa unidad de medida choca con una categorización ética que puede ser ocultada o sofocada pero no enteramente suprimida, porque lo político-estatal es por su naturaleza una forma de la razón orientada, diremos con Weber, «según el valor», o es una fase de la vida ética en su desenvolvimiento histórico: es la forma que, en la modernidad, tiende a tomar un puesto ocupado en épocas premodernas por la religión. Ante semejante irreductibilidad del hacer político-estatal a las reglas de la racionalidad calculadora que minimiza los medios para maximizar los resultados, no queda en el actual tardo-capitalismo (después del fracaso en el siglo pasado de los experimentos del Estado-máquina totalizante y antidemocrático, incluso bajo la apariencia de «Estado ético») más que una sola estrategia: minimizar lo mismo político-estatal y por lo tanto la misma (en apariencia no ya puesta en mora) democracia política. Que tal estrategia se revele también en quiebra, que pueda dar aliento a reapariciones deformadas de valores ético-religiosos premodernos, esto es otro (no menos relevante) discurso. Aquí nos interesa encontrar en aquella llamada irreductibilidad la explicación de una anomalía: en tanto que la economía racionalizada de manera capitalista obedece a una lógica, a su modo, operativa (es eficiente para lo que necesita o conviene, y que sea también cruel no le importa en absoluto), la «máquina» burocrático-administrativa del estado actual en cambio ha perdido sus precedentes capacidades auto-reguladoras, testimoniada en la tradición de los Habsburgos pero también por las perversiones totalitarias del siglo pasado; está hoy precipitada en el caos y produce desorden también según la óptica de la ultra-moderna ciencia-capital.
Por el lado opuesto, la aversión a la democracia por su presunto carácter «burgués», profesada por los teóricos comunistas, o a ellos atribuida, es uno de los grandes argumentos acusatorios en su contra. Los maestros y los políticos socialdemócratas habían pensado y actuado de modo muy distinto. Aquel error de gran parte de los movimientos comunistas es innegable y el daño derivado está a los ojos de todos. Pero la democracia representativa de hoy está más en crisis más de lo que lo estuviera aquella pre-fascista a la que se refería la aversión de los viejos comunistas. Y está en crisis, no por «burguesa», sino por estar deliberadamente vaciada por los nuevos poderes tecnocráticos ligados al capital financiero y por los nuevos sistemas de propaganda mediática o de persuasión oculta empleados frente a las grandes masas. ¿Qué hacer? En vez de dar crédito a la empalagosa dicotomía entre democracia (de hecho, «dictadura») burguesa y dictadura (en lo sustancial, «democrática») proletaria, es necesario ante todo ponernos de acuerdo con respecto a los sujetos (en plural) de la transformación. Ya no sirve un criterio que privilegie la clase trabajadora, pese a que su primogenitura histórica en las modernas luchas sea indiscutible y conserve todavía gran significado. El Gramsci teórico de las «alianzas» quizá no había llegado todavía a la idea de los sujetos plurales, pero se colocó en ese camino. A tal propósito, podemos quizá releer algunos datos historiográficos que emergen de los acontecimientos de algunos países, en especial de Italia. En las alianzas entre grupos sociales obreros y campesinos cultivadores directos (en Italia, también medieros, colonos o pequeños arrendatarios), o en el distanciamiento entre los unos y los otros, lo grupos obreros se han mostrado muy a menudo desconfiados hacia la democracia representativa y más propensos hacia formas de democracia directa, en tanto que los campesinos han sido, diría más naturalmente (u objetivamente) favorables a la democracia representativa, incluso en razón de su distancia, cultural y no solamente territorial, de los centros de decisión y de las competencias profesionales consideradas habilitantes para el ejercicio de la representación política. Que la adhesión de sectores campesinos a la democracia delegada haya asumido no pocos de los caracteres degenerados de la sujeción clientelar y, por esa vía, haya dado sostén a movimientos más o menos retrógrados (por ejemplo, de catolicismo conservador o de restauración legitimista), o que en países caracterizados por todavía débiles o ausentes, tradiciones democráticas hayan cedido a las lisonjas de regímenes involutivos y autoritarios (desde el segundo bonapartismo en adelante), en los cuales la sartriana «fraternidad-terror» se haya convertido en terror tout court, ello no invalida la antedicha discrepancia tendencial entre obreros y trabajadores de los campos, en sus respectivos posicionamientos hacia la democracia directa y hacia la representativa[22].
El modo más eficaz para intervenir sobre la crisis de la democracia representativa y para darle nuevamente valor es, probablemente, el recurso complementario (pero no auxiliar o subrogatorio) a prácticas de democracia directa y de democracia participativa, según los lugares y los ámbitos territoriales, categoriales, temáticos, etcétera, en los cuales la una y/o la otra sean fructíferamente practicables para que (acordémonos nuevamente de Gramsci) los «gobernados» se hagan también «gobernantes» o para qué un común sentir y querer ético-político pueda liberar de su tradicional pasividad a lo grupos antes «subalternos». Si la relación de oposición dialéctica entre los subalternos y su antagonista tiene, en el inicio, una valencia principalmente social (en efecto, Gramsci escribe «grupos sociales subalternos»)[23], es en cambio potencial o efectivamente político el movimiento de los subalternos. En qué proporciones la democracia directa y la participativa deban desarrollarse y relacionarse con una profundamente renovada democracia representativa no será decidido anticipadamente por veleidosas ingenierías institucionales que prescindan de lo vivo de las luchas y de la amplitud del movimiento. Por otra parte, esa profunda renovación necesaria también para la democracia representativa no podrá iniciarse después de la «destrucción» de los poderes públicos existentes, porque la política -como la naturaleza, según los clásicos- no admite el «vacío».
La democracia directa y/o la democracia participativa ameritan ser aplicadas y desarrolladas a nivel de los entes públicos locales. Son incluso auspiciables en los lugares de trabajo, siempre que no resulten de hecho en una co-gestión con la empresa: por ejemplo, los experimentos de co-gestión motorizados por las socialdemocracias nórdicas no ofrecen un modelo que convenga imitar en la transición social, porque nos parecen ante todo formas -aunque más atemperadas- de «revolución pasiva». En tiempos de globalización e intensificación de los flujos migratorios, las prácticas de democracia directa y de democracia participativa favorecerían también la recíproca comprensión cultural y la colaboración política activa entre ciudadanos distintos por origen, nacionalidad, creencias, etcétera. Que mañana todos y todas puedan tener título de ciudadanos o ciudadanas del mundo es una idea regulativa que puede y debe guiarnos también en la fase actual.
En la tradicional elaboración teórico-política de algunos movimientos comunistas la democracia directa era concebida, esencialmente, como medio -que tenia al mismo tiempo valor de meta- capaz de efectuar la liberación del trabajo de la explotación patronal y salarial. Su lugar predilecto era por ello la fábrica. En el mundo de hoy, en cambio, deviene en parte obsoleta esa aproximación tradicional. En primer lugar, ya no existe más la vieja «fábrica», entendida como espacio delimitado en el cual se reunían obreros tendencialmente nivelados en las tareas, y favorecidos en su cohesión no imaginaria y aguerrida por la proximidad física y por el directo contacto personal. En segundo lugar, existe hoy una cantidad creciente de actividades económicas que, en la producción y en el consumo de los productos, pueden provocar daños globales que van desde la contaminación del ambiente a la proliferación de los armamentos y a la des-educación de las masas sobre todo juveniles: desde la introducción de falsos valores, a la difusión de los peores gustos. Las decisiones de mérito no pueden ser confiadas solamente a los adeptos a los trabajadores, sino que deberían derivar de una responsabilidad planetaria, y sin embargo también radicalmente democrática. En tercer lugar, la experiencia pasada nos dice que las formas consejistas limitadas a la fábrica o a un determinado complejo industrial (un determinado sector de la producción, de los servicios, etcétera), aunque no necesariamente deben reproducir alguna tendencia neo-corporativa, ciertamente no favorecen las tareas hegemónicas de la parte revolucionaria sobre otros sujetos de la sociedad o de la sociedad civil. Es este uno de los motivos que empujó a Gramsci a la revisión crítica de su primer programa turinés, como aclarara también Carlos Nelson Coutinho en su monografía sobre el recorrido político del pensador sardo[24]. Gramsci resuelve el problema con su teoría del «moderno Príncipe», reivindicándose leninista y hasta acentuando el énfasis sobre el rol del partido. Pero no podemos negar que también la supremacía del partido causó la devaluación (y más estrepitosamente en el país de Lenin) de la hegemonía revolucionaria. Encontrar la «justa» relación entre democracia directa y democracia representativa, o bien entre sociedad civil y Estado en el significado más restringido: esto es una tarea crucial de los innovadores, en nuestro tiempo.
* Intervención leída en el encuentro Antonio Gramsci, un sardo en el «mundo grande y terrible» realizado en Italia (Cagliari-Ghilarza-Ales) entre los días 2-6 mayo de 2007.
**· Filósofo italiano, entre los numerosos libros publicados vale mencionar algunos de los más recientes, como Realismo e Utopia (2002), Tre voci nel deserto Vico, Leopardi, Gramsci per una nuova logica storica (2006) y Gramsci vivo e il nostro tempo (2008). Se ha conformado un fondo bibilográfico de su obra en el CEDINCI.
Notas
[1] De Álvaro Bianchi véase Estado y sociedad civil en Gramsci, en Herramienta. Revista de debate y crítica marxista. Buenos Aires, 2007, n. 34, pp. 111 y 113.
[2] La referencia indicada directamente en el texto o en las referencias al pie de página con la letra C, seguida de los números de cuaderno, parágrafo y página, corresponde a los Cuadernos de la cárcel, según la edición crítica al cuidado de Valentino Gerratana, Turín, Einaudi, 1975. Agregamos entre paréntesis la indicación de volumen y página correspondientes a la edición en castellano: México, ERA / Universidad de Puebla, 6 volumenes, 1981, 1999.
[3] C, 10, II, 61, 1359-1360. (vol 4:232)
[4] También esta corrección es subrayada por Álvaro Bianchi, op.cit., pp 107-108. Las formulaciones más explícitas sobre «Estado integral» están en los Textos B del Cuaderno 6 escrito entre los años 1930 y 1932. Para la unidad-distinción entre Estado y sociedad civil el mismo Gramsci se remite a Hegel en C 6, 24, 703. Bianchi cita de Las palabras de Gramsci, un ensayo en que Guido Liguori escribe que hasta la unidad-distinción entre sociedad civil y Estado arriba, por así decir, «bajo la hegemonía del Estado» (Guido Liguori, Las palabras de Gramsci, Roma, Cardocci, 2004, p. 208).
[5] Cfr. Benedetto Croce, Lógica como ciencia del concepto puro, Bari, laterza, 1947, p. 49.
[6] C 8, 142, 1028. (vol 3:289)
[7] C 10, II, 7, 1245; la cursiva es mía. (vol 4:143)
[8] C 4, 38, 460. (vol 2:173)
[9] C 13, 18, 1590. (vol 5:41)
[10] C 26, 6, 2302. (vol 6:195). Diremos mas adelante que la identidad real reconocible a partir de una (metódica) distinción conceptual, nos recuerda la parcial revalorización de Hegel en algunas páginas del Marx maduro. Sobre estos nuevos pensamientos en relación a la tan implacable crítica juvenil dirigida a la filosofía hegeliana, cfr, Roberto Fineschi, Marx y Hegel. Contribuciones a una relectura, Roma, Cardocci, 2006, en especial pp. 43-47. Es iluminador, veremos, un apéndice del mismo Carlos Marx, en El capital. Crítica de la economía política, I, Hamburgo, 1967, traducción italiana, Mercancía y dinero, Roma, Editori Riuniti 1964, p. 80.
[11] C 8, 179, 1049. (vol 3:307).
[12] C 12,1, 1522; la cursiva es mía. (vol 4:360).
[13] C 6, 88, 764. (vol 3:76)
[14] ¿Se puede quizá interpretar como una incierta anticipación de semejante transferencia la experimentación de Chavez en Venezuela con misiones o un voluntariado activo y constructivo que «vacía» al Estado de alguna de sus funciones? Cfr. Gianni Vattimo, Ecce comu. Come si ri-diventa ciò che si era, Roma, Fazi Editori, 2007. p. 114.
[15] C 5, 127, 662. (vol 2:346)
[16] C 6,65. (vol 3:53).
[17] C 7,33, 872. (vol 3:170).
[18] C 6,88, 764. (vol 3:76)
[19] Raúl Mordenti, en Gramsci y la revolución necesaria, Roma, Editori Riuniti, 2007, pp. 70-71, admitiendo que sobre este tema «la lectura de Gramsci se hace insólitamente impracticable» por la presencia de «ambiguas expresiones», usa el término (en mi opinión) impropio de antítesis para designar la sociedad civil en relación al Estado. El suyo es un libro que comparto ampliamente por otras tesis sostenidas en él.
[20] Nicolas Tertulian, «Alienación y desalienación: una confrontación Lukács-Heidegger», en Actuel Marx, 2005, n.2.
[21] Ivi, pp. 47-52.
[22] Véanse los dos volúmenes cuidados por Atilio Esposto, Democracia y campesinos en Italia en el siglo XX. El rol de los campesinos en la formación de la Italia contemporánea, Roma, Robin Edizioni, 2006; en especial, el Prefacio de Piero Bevilacqua.
[23] C 11, 15, 1404. (vol 4:267).
[24] Cfr. Carlos Nelson Coutinho, El pensamiento político de Gramsci, Milán, Edizioni Unicopli, 2006, p. 36. Y véase en p. 160 en nota, el señalamiento de la tentativa teórica cumplida por el austro-marxismo para conciliar democracia de base y democracia representativa. Sobre el Gramsci teórico de la política, véase también Guido Liguori, Senderos gramscianos.