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Hibris

Fuentes: Rebelión

En la tragedia griega los males del hombre proceden siempre de su soberbia. Justo en lo más alto del intento de saltar por encima de sus límites, cuando se cree victorioso, es derribado para padecer el castigo más cruel. Prometeo, quien tuvo el atrevimiento de regalar a los hombres la ciencia fue, por esta grandeza, y como pena, condenado a que el águila devore su hígado hasta la eternidad, en atroz suplicio.

Son la ciencia, y su hermana la técnica, las que han conducido a la humanidad a la sensación de poder y al anhelo de lograr esa ansiada inmortalidad, sueño de todas y cada una de las personas que han vivido y vivirán. La transformación de la naturaleza nos ha permitido dominar enfermedades y burlarnos del hambre (haciendo más cruel la enfermedad y la pobreza para partes todavía considerables de esa misma humanidad, como signo de nuestra propia inhumanidad). Hemos eliminado padecimientos, modificado las fuerzas del mundo que nos rodea, domeñado la necesidad, acorralado y extinguido innumerables especies, cambiado el clima global de nuestro planeta. Nada parece imposible, más tampoco bastante.

El hombre moderno es un Prometeo desencadenado que se siente destinado al dominio completo de la naturaleza a la que, quiera o no, pertenece, pero respecto de la que se considera ahora superior. Para lograrlo está dispuesto a modificar su propia identidad, atreviéndose a cambios en su genética que le impidan tener enfermedades y envejecer. La ciencia encara el sueño de la eternidad.

El fuego con el que alumbra el camino es esa combinación de ciencia y técnica frente a la que valores y éticas se han inclinado. Ningún límite, ni siquiera lo que pone en riesgo su propia supervivencia. Pues… ya encontraremos una solución, una nueva aplicación, un nuevo instrumento. Si hay demasiado CO2 lo mejor será atraparlo y con nuevas patologías inventaremos nuevos métodos para controlarlas, aunque sea pagando por enfermedad y remedio simultáneamente. Imposible creer que sea nuestra red la que, como a un Agamenón moderno, nos atrape y nos haga ahogarnos. Frankenstein nos enfrenta a la creación de la vida por la ciencia humana, generando finalmente el horror presentido.

Hay grandeza en el hombre, pero también desesperación y caída. El destino aguarda, claro, aunque es el resultado de todas las decisiones previas que tomamos y, después, incluso a nosotros nos repugnan. Las reglas de la naturaleza y su arbitrio están ahí enfrente: esperando pacientes, quizá. Puede ser que el palacio sea de papel, como en la canción de Nacho Vegas, y en él sea preciso resistir al huracán como sea.

Ha bastado un pequeño fragmento, que necesita a otro ser incluso para reproducirse, que no respira ni piensa, que no tiene pretensiones, que quizá no pueda ser considerado como vivo, cuya cualidad es simplemente ser y estar paciente para lograr multiplicarse. Tal vez, al final, sea porque hay más virus en la Tierra que estrellas en el universo. Ha sido suficiente con ese virus de extraño nombre, covid-19, sinónimo de veneno para el hombre, pero no para sí

mismo, para enseñarnos cuán débil es el hombre. Tan domeñable como todos los demás seres vivos que vinieron antes y vendrán después. La ciencia resulta ser un instrumento inmensamente valioso, pero no completo.

Al final, somos una caña pensante de Pascal que, a sensu contrario, piensa y es consciente y, por ello, es grande y magnífica, se alza bien alto y otea el horizonte, observándose a sí misma y a las demás. Pero cualquier viento, por nimio que sea, puede doblegarla. Tanto más cuanto más alta consiga ser.