«Pero había que operar un límite más allá del cual el crédito y la confianza a secas no podían operar. El factor clave para establecerlo será el peso de la deuda pública: si llega el día en el que toda la propiedad inmueble y la industria se encuentren endeudadas ante la nación hasta el límite […]
«Pero había que operar un límite más allá del cual el crédito y la confianza a secas no podían operar. El factor clave para establecerlo será el peso de la deuda pública: si llega el día en el que toda la propiedad inmueble y la industria se encuentren endeudadas ante la nación hasta el límite máximo que puede alcanzar la imposición fiscal (diecinueve chelines por libra) y en el que el débito público global tenga que ser garantizado por la totalidad de los ingresos futuros a perpetuidad, la confianza pública no podrá mantenerse ya. Entonces aparecerá una clase de especuladores en títulos que no poseyendo nada excepto las deudas del público, tendrá, sin embargo, todo en sus manos porque el valor de cada cosa vendrá dado por el monto de la deuda pública.»
Resulta extraño este texto, ¿verdad? A medias cercano y actual, y a medias ajeno y extraño. Si les interesa saberlo lo escribió el gran historiador J.G.A. Pocock1 en 1975, pero en realidad exponía un pensamiento del filósofo del siglo XVIII David Hume. Como todos los grandes pensadores de su época, Hume lidiaba con las gigantescas transformaciones que el capitalismo, entonces adolescente, estaba provocando en Europa. El comercio, la división del trabajo y el crédito habían traído un progreso tecnológico, una prosperidad económica y, hasta cierto punto, un avance intelectual sin precedentes.
Pero, ¿a qué precio? Al de la pérdida de lo que hasta ese momento se había considerado el indiscutible fundamento de la civilización, la riqueza y hasta del ser humano mismo: la producción agrícola y la pequeña manufactura. A Hume y a otros muchos autores de la Ilustración les preocupaba el que la expansión del comercio supusiese basar la reproducción de la sociedad en algo distinto a lo que un ser humano podía producir con sus propias manos, en algo fundamentado en la imaginación y la falsa conciencia: la «confianza» en que las cosas valían lo que el mercado decía que valían, en que los contratos iban a ser respetados, en que los deudores iban a poder hacer frente a los créditos, etc. Les preocupaba también que el lujo embotara el carácter emprendedor de los hombres y, peor todavía, que corrompiera su capacidad para buscar el bien común.
Y no menos importante, les preocupaba que la expansión del comercio estuviera sustentada en un crecimiento monstruoso de la deuda pública (sí amigos neoliberales, también entonces el gasto público fue el mayor aliado y no el principal adversario del crecimiento económico). Para pagar tal volumen de deuda, un estado sólo podía hacer dos cosas: o bien hipotecar el futuro de sus ciudadanos exprimiéndoles a base de impuestos, o bien embarcarse en aventuras expansionistas de conquista, cuyos beneficios permitieran pagar con creces las deudas contraídas para pagarlas. Ambas alternativas representaban una seria amenaza para la estabilidad futura del estado mismo.
Casi tres siglos después, el capitalismo ha llegado, por fin, hasta el último confín del planeta. Y aunque hace tiempo que la inmensa mayoría acepta como naturales los grandes cambios sociales que el capitalismo ha traído consigo, los debates sobre sus problemas se parecen mucho a los que mantuvieran los Ilustrados, aunque con una diferencia de escala absolutamente brutal. Si Hume, Montesquieu, Adam Smith o Adam Ferguson vivieran hoy se echarían a temblar viendo como sus peores presagios se hayan cumplidos más allá de lo que nunca se atrevieron a imaginar. Porque, ¿se ha parado usted a reflexionar en lo que significa que casi todos los grandes estados del planeta tengan deudas públicas que en el mejor de los casos sobrepasan el 50% de su PIB y en el peor superan con creces el 100%? Hablamos de billones de euros (castellanos), unas cifras que seguramente la mayoría ni siquiera logremos visualizar mentalmente.
¿Se ha asustado? Aún estamos calentando. Si esto le ha dado escalofríos sepa que en el mundo existen derivados financieros por valor de 600 billones de dólares, lo que equivale a 10 veces el PIB mundial y a 40 veces el PIB de EE.UU., todavía la mayor economía del planeta2. Por si aún no lo sabe, un derivado es un producto por el cual una entidad financiera toma un puñado de valores de la economía real (un paquete de hipotecas, una cosecha de soja, obras de arte o lo que se le ocurra), los reempaqueta y los vende a otras entidades financieras que a su vez lo revenden a otras. En el proceso la mercancía original no ha aumentado en nada de valor, pero supuestamente ha creado mucho dinero, tanto que ha dado beneficios a cada mano por la que ha pasado. Y así hasta los 600 billones de dólares que mencionábamos antes.
A esto se le llama una burbuja financiera. Para entendernos, una burbuja se da cuando se crea mucho más dinero que riqueza. Pero, puesto que el dinero al final tiene que terminar respondiendo a una riqueza material, tarde o temprano estalla y evapora esas inmensas cantidades de dinero sobrante, creadas de la nada, que no tenían un valor real. Ahora bien, los poseedores de ese dinero siempre luchan denodadamente porque sean otros quienes paguen el costo de la burbuja, porque ese dinero que no vale nada termine valiendo, aunque sea extrayéndolo de roer el tuétano del resto de la sociedad. ¿Les suena? Sí, básicamente es lo que está sucediendo actualmente.
Y lo peor es que esto lleva sucediendo desde que existe el capitalismo. Hume y Montesquieu se las vieron con la burbuja de la Compañía de los Mares del Sur y la de la Compañía del Missisipi respectivamente. Un siglo antes sucedió lo propio con la burbuja de los tulipanes3. Ya en el siglo XX nos es familiar la historia del crack del 29. Y en esta etapa senil, el capitalismo financiarizado, como si la única respuesta a su acelerada decadencia fuera acelerar la carrera, ha ido creando una burbuja tras otra: la que dio origen al crash de 1987, la de los valores inmobiliarios japoneses, la del sudeste asiático, la de las punto com… Y finalmente, la de las hipotecas subprime en 2008 y la actual.
Sin embargo, esta vez la burbuja ha llegado demasiado lejos. Parémonos a reflexionar en las cifras de las que hablaba antes. ¿Cuántas generaciones tendrán que trabajar en condiciones de semiesclavitud para que esos 600 billones de dólares se carguen de valor?, ¿cuánto daño más habrá que hacer al planeta?, ¿cuántos negocios habrán de arruinarse pagando leoninos intereses? Todo ello en el peregrino supuesto de que la burbuja no siguiera creciendo, de que no se añadiese ni un euro más a esa hipertrofiada monstruosidad financiera. Creemos estar hipotecando el presente por un quimérico futuro de crecimiento que pagase todo ese volumen de capital sin valor. Y sin embargo estamos hipotecando el futuro del planeta para salvar un presente que se va aceleradamente a la ruina.
Sé que muchos, una gran parte de la sociedad, siguen esperanzados en que pronto la tormenta pasará, que recuperaremos la senda del crecimiento, que los sacrificios son temporales. ¿A qué responde si no ese voto masivo al PP? Vuelvo a recordarles la cifra: sólo en derivados financieros hay diez veces más dinero que riqueza real en el mundo. Ni siquiera aceptando acabar de una vez con todos los derechos políticos y sociales que tanta sangre, sudor y lágrimas nos ha costado conquistar conseguiremos pagar esta burbuja. Ni siquiera privatizando hasta el aire que respiramos conseguirá el capitalismo llenar de valor tanto dinero ficticio. La élite mundial simplemente está tratando de salvar los muebles a costa de todos nosotros, pero aún así no va a ser capaz. ¿Le sigue mereciendo la pena el sacrificio?
Este embrollo sólo tiene una salida posible: un impago masivo. Borrón y cuenta nueva. Hacer desaparecer toda esa ingente masa de dinero ficticio que hipoteca el presente, y sobre todo el futuro de la humanidad. Pero no para que todos reiniciemos esta alocada carrera al disparate partiendo de cero, sino para que nos sentemos a reflexionar colectivamente sobre lo que es necesario y lo que es superfluo una vez pase el vendaval, que créanme, será duro de todos modos.
No me malinterpreten. No se trata de volvernos todos de golpe pequeños agricultores. No se trata de prohibir el crédito, que en sí mismo no es malo. Ni siquiera de volver al patrón oro. Se trata de reconocer que no podemos seguir creciendo desbocadamente y a cualquier precio. Se trata de hacer realidad los anhelos de la Ilustración. Se trata de embridar racionalmente la economía para que responda a las necesidades de una sociedad que cada vez es más mundial, lo que quizá acabe siendo el único legado positivo del capitalismo. Y eso, tan sencillo y a la vez tan complicado de conseguir, ya no será capitalismo.
Muchos me considerarán utópico por pensar así. Pero yo cada día estoy más convencido de que es la única alternativa racional y realista que tenemos.
Notas:
(1): J.G.A. Pocock (2002), El Momento Maquiavélico. El Pensamiento Político Florentino y la Tradición Republicana Atlántica, traducción de Marta Vázquez Pimentel y Eloy García. Madrid, Tecnos. La cita es de la página 597.
(2): Cifras tomadas de la entrada «La burbuja de los 600 billones de dólares que está a punto de explotar» de Marco Antonio Moreno en El Blog Salmón, http://www.elblogsalmon.com/economia/la-burbuja-de-los-600-billones-de-dolares-que-esta-a-punto-de-explotar
(3): Para conocer más de estas burbujas: http://es.wikipedia.org/wiki/John_Law, http://es.wikipedia.org/wiki/Burbuja_de_los_mares_del_Sur y http://www.elblogsalmon.com/historia-de-la-economia/la-burbuja-de-los-tulipanes, donde las explican con sencillez.
Fuente: http://www.attacandalucia.org/hipotecando-el-presente-y-el-futuro/
* El autor es miembro de ATTAC Anadalucía