Unos cuantos hacen la historia, algunos la escriben y el resto la padece… Siempre fue así y así seguirá siendo. Partamos de la idea de que la historia de Occidente, leída desde el otro lado -el lado de los sufridores- empezó en sociedades donde el esclavo era un humano considerado sólo como cosa propiedad de […]
Unos cuantos hacen la historia, algunos la escriben y el resto la padece… Siempre fue así y así seguirá siendo.
Partamos de la idea de que la historia de Occidente, leída desde el otro lado -el lado de los sufridores- empezó en sociedades donde el esclavo era un humano considerado sólo como cosa propiedad de otro ser humano. Pasaron muchos siglos y el esclavo se convirtió en siervo, una modalidad de esclavitud en la que el siervo tenía -en teoría- algún derecho. Por fin, en el siglo XX , ya efectivamente libre, el siervo se muta en trabajador y ciudadano. Pero poco a poco los sufridores van tomando el camino de retorno. Y en el recién iniciado siglo XXI el trabajador vuelve a asemejarse cada día más al siervo, y por los caminos tortuosos del presente no resulta difícil barruntar que no tardará en regresar nuevamente a la condición de esclavo. El eterno retorno nietzscheano se cumple. La diferencia es que si el antiguo esclavo era propiedad de un opulento, en estos tiempos lleva camino de ser propiedad de un empresario. Y el que se libre de esa servidumbre, probablemente no se sentirá algo diferente de un alma en pena…
Este es otro más de los fenómeno sociológicos. Como lo son las guerras cuya explicación global resulta inútil. Pues cada guerra tiene una causa próxima y otra remota más o menos reconocible, pero su causa profunda hunde sus raíces en la condición humana. Y puesto que el ser humano como tal no tiene depredadores que le devoren, él mismo se erige en depredador de sí mismo. El caso es que el sector mayoritario de la sociedad humana pertenece a la condición trabajadora. Todo lo que se ha hecho y todo lo que perdura es obra del trabajador, como lo son del panal y del hormiguero la abeja y la hormiga obrera. Si bien, quien pasa a la historia del humano no es el obrero, sino su depredador.
Y depredadores han sido los protagonistas de una larga y completa historia del desvalijamiento en España; desvalijamiento que, durante casi cuarenta años, ha estado a cargo de dos organizaciones políticas. Una, de la especie del monipodio que se ha llevado la mayor parte del botín, y otra que ha participado en menor medida del pillaje pero ha consentido el saqueo masivo a la otra. La trama es bien simple: un ejército de facinerosos que se hicieron pasar por políticos y otro regimiento de bribones que fingieron ser empresarios respetables, se han dedicado metódicamente durante décadas a objetivos propios de bandas de ladrones; no para apropiarse de la riqueza de individuos aislados, sino para embolsarse los fondos del Estado y de las Autonomías, que es tanto como decir el dinero colectivo de todos los habitantes del país.
Dicen que una crisis económica mundial más de las muchas que irrumpen en la historia del dinero acumulado en manos especuladoras privadas, se ha apoderado de Occidente desde hace un lustro; pero en todo caso estamos ante una crisis fabricada por los que manejan en el mundo los resortes de la economía llamada de libre mercado, que de libre tiene tan poco que más valdría emplear otro concepto… Pero en países como España, esa crisis ha sido agravada de una manera extraordinaria por el saqueo sistemático de sus recursos públicos a cargo de cuadrillas de auténticos truhanes…
Así, se calcula que cuatro millones al menos de españoles, como consecuencia de ese bandidaje, han pasado de pertenecer convencionalmente a la clase media, a la clase baja. Se ha roto el nexo, el vínculo que debe haber entre el desarrollo económico y el desarrollo humano…
Pues bien, en estas deplorables condiciones hay quienes reclaman optimismo y esperanza. Y otros dan la voz de alarma porque si a los ricos el Estado les recorta su opulencia con impuestos, abandonarán el país. Pero a esto los sufridores, los futuros esclavos, responden: ¡qué importa que se vayan del país los ricos si no pagan impuestos o estos son irrisorios o grotescos! Es más, a esa especie de humanos codiciosa habría que darle un ultimatum: o pagan lo que deben con arreglo a la justicia distributiva, o se les expulsa del país como colectivos perniciosos para el bien común, como en otro tiempo a otros grupos humanos por motivos menos razonables. Y como esta decisión no va a tomarse, ¿qué optimismo y qué esperanza cabe en un lugar plagado de granujas donde grandes mayorías están excluida s no ya del bienestar material y civil logrado tras milenios, si no de la mismísima supervivencia en sus diversas formas? Sólo algunos, decididos a romper los moldes de un sistema por sí mismo injusto y corrompido, podrán conseguir devolvernos si no el paraíso perdido sí la esperanza en un futuro ilusionante. Hagamos preces y en todo caso ayudémosles a conseguirlo…
Jaime Richart, Antropológo y jurista.
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