El preámbulo del libro de Domenico Losurdo (DL) lleva por título «El giro radical en la historia de la imagen de Stalin». Está dividido en dos apartados[1].»De la guerra fría al Informe Kruschov» es el título del primero; «En pos de una comparativa global» es el segundo. Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes […]
El preámbulo del libro de Domenico Losurdo (DL) lleva por título «El giro radical en la historia de la imagen de Stalin». Está dividido en dos apartados[1].»De la guerra fría al Informe Kruschov» es el título del primero; «En pos de una comparativa global» es el segundo.
Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo, recuerda DL. En el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al dirigente que estaba muriendo. El día de su muerte, 5 de mazo de 1953, «millones de ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal». Losurdo toma pie en aproximaciones de Medvedev y Zubkova.
La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de la URSS. La «consternación general» se difundió más allá de las fronteras soviéticas. Por las calles de Budapest y de Praga muchas personas lloraban, afirma DL sin más precisión. A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel, la reacción fue similar. «Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron». Se trataba del partido al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los ex-combatientes». No se sabe si este comentario de DL es un elogio, una mera descripción o una severa crítica teniendo en cuenta las orientaciones políticas de los personajes de primera línea del aparato estatal y militar israelí.
En Occidente, entre los que homenajearon al líder soviético desaparecido, no se encontraban solamente los militantes de los partidos comunistas ligados a la URSS. Isaac Deutscher, por ejemplo, «un ferviente admirador de Trotsky» en palabras de DL, escribió un una necrológica llena de reconocimientos.
El texto que el filósofo italiano reproduce en su libro no parece tan pletórico de reconocimientos: incide en un punto, entonces de consenso general: la gran transformación económica y cultural, casi por nadie discutida, de la Unión Soviética. El texto de Deutscher afirma: «Tras tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transformado completamente. Lo esencial de la acción histórica del estalinismo es esto: se ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia industrial del mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza» [el énfasis es mío]. DL añade: «En definitiva, aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata, compacta integridad»». Pero, obsérvese, Deutscher no afirma que esa compacta integridad del ideal socialista en la URSS estuviera en el haber de Stalin y del estalinismo. Podría pensarse, por ejemplo, en una compacticidad que logró superar incluso los desmanes y desvaríos del período.
En este balance histórico, no había ya sitio para las feroces acusaciones dirigidas en su momento por Trotski al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía, pregunta DL, «condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón nacional»?»
Losurdo cita a continuación una aproximación de Alexandre Kojève. Ridiculizado por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos mundiales», Stalin había surgido, en opinión de Kojève, «como encarnación del hegeliano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía». Pero, supongamos aunque no admitamos, que no siempre el hegelismo acierta en sus expresiones, y que el espíritu del mundo también puede echar una cabezadita en ocasiones.
Al margen de los ambientes comunistas y pese al recrudecimiento de la Guerra Fría y la persistencia de la guerra en Corea, DL sostiene y documenta que en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general «respetuosas» o «equilibradas»: en la conciencia popular persistía el recuerdo afectuoso por el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había ayudado decisivamente a salvar a Europa de la barbarie nazi. Sin atisbo para la duda
DL cita a continuación algunas personalidades conquistadas por, entre otras cosas, el excepcional dominio de Stalin de asuntos técnico-militares. Winston Churchill, por ejemplo, quien años atrás había defendido una intervención militar contra el país de la Revolución de Octubre En la Conferencia de Teherán de noviembre de 1943, el estadista inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: como digno heredero de Pedro el Grande, había salvado a su país preparándolo para derrotar a los nuevos invasores. Probablemente, un elogio churchilliano envenenado.
Otros testimonios positivos citados por Losurdo: los de Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, y los Alcide De Gasperi. Los reconocimientos del político italiano no se limitaban al plano meramente militar, recuerda DL citando a De Gasperi: «Cuando veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación antijudía que conocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la unificación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente universalista en el sentido del catolicismo».
Tampoco el prestigio de Stalin entre los grandes intelectuales del momento era menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski es un ejemplo de ello. En 1945, recuerda DL pensando seguramente en profundos cambios no muy alejados o en inconsistencias posteriores, que Hannah Arendt había afirmado que «el país dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional». Era una suerte de modelo, proseguía la filósofa alemana exiliada, algo «al que todo movimiento político y nacional debería prestar atención».
Tampoco Benedetto Croce se mostraba muy alejado de estas consideraciones. Las dudas del filósofo liberal, señala DL, se concentraban más bien sobre el futuro de la Unión Soviética.
Losurdo recuerda oportunamente que aquellos que, con el comienzo de la fuerte crisis de la gran alianza de la II Guerra Mundial, comenzaban a aproximar la Unión Soviética y la Alemania de Hitler, habían sido reprobados con dureza por un lúcido Thomas Mann. «Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la «megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos». La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida «hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación entre los dos regímenes». Colocar en el mismo plano poliético el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, era, en el mejor de los casos, una superficialidad; en el peor era fascismo. Mann sabía qué era pensar sin ser ningún heideggeriano.
Después, prosigue DL, estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951, dos años antes del fallecimiento de Stalin, precisamente aquello que Mann denunciaba. Sin embargo, insiste Losurdo, «casi simultáneamente, Kojève señalaba a Stalin como el protagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias».
DL, de nuevo, recuerda la aproximación del líder intelectual del laborismo inglés. En 1948 Laski había reafianzado el punto de vista expresado tres años antes: «[…] para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en 1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí -confirmaba Laski-, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con introducción en la fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización»». Ambos autores se habían apresurado a precisar que «sobre la «nueva civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero -subrayaba en especial Laski- para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de vista un hecho esencial: «Sus líderes llegaron al poder en un país acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por una «guerra en potencia o en acto»». Por lo demás, también Inglaterra y los Estados Unidos habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicionales en situaciones de aguda crisis política. Nuevos comentarios de Bobbio ahondan en esa misma línea
En conclusión, sostiene DL, durante todo un período histórico que él no cree preciso delimitar, «en círculos que iban bastante más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás incluso de admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla».
Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, conjetura arriesgadamente Losurdo, el homenaje al líder desaparecido unió (se sobreentiende sin excepciones de interés) al campo socialista, y «pareció por momentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones». No es casual, señala agudamente DL que en el discurso de Fulton que dio pie al comienzo oficial de la Guerra fría, Churchill se expresara así: «Siento gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos de guerra, el mariscal Stalin». Poco después, en 1952, en vida de Stalin un gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, «había podido permitirse comparar al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande». De nuevo estamos ante un elogio con doble cara.
Para Losurdo, sin duda, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento histórico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin; el discurso de Churchill en Fullton «tiene un papel menos importante que otro discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética».
Kruschov es el malo-perverso-tonto de la película dirigida por Losurdo. «Durante más de tres decenios este Informe, que dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y bastante mediocre -o incluso ridículo- en el plano intelectual, ha satisfecho a casi todos».
Permitía., por una parte, al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS presentarse como el depositario único de la legitimidad revolucionaria «en el ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista internacional». Del mismo modo, «reforzado en sus antiguas convicciones y con nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también Occidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta)». En los Estados Unidos la sovietología había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor de la CIA y otras agencias militares y de intelligence, previa eliminación de todo elemento sospechoso «de albergar simpatías por el país de la Revolución de Octubre».
Más que el comunismo en cuanto tal, sostiene Losurdo, el Informe Kruschov ponía «bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era oportuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin». ¿Por qué? Losurdo, que no se corta ni un pelo, amplía mucho aquí el arco geográfico y temporal: «Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una alianza de facto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que hay que aislar, y a la que se insta a realizar una «desestalinización» cada vez más radical, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que resignarse a la capitulación y a la disolución final».
No es imposible que la concepción hegeliana de la Historia, tan bien analizada y estudiada por el gran hegeliano Losurdo, desempeñe aquí un importante papel: todas las piezas, también las distantes y alejadas, encajan consistentemente en una única imagen, en un consistente foco lumínico.
Por lo demás, según Losurdo, gracias a las «revelaciones» de Moscú, «los grandes intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e incluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana». No está claro que ese fuera realmente el resultado histórico inmediato: el informe secreto provocó, sin duda, una fuerte agitación anti-estalinista, un atreverse a decir y criticar sin hacer juego al enemigo, que, en la mayoría de los casos, no condujo a una separación de los destinos de la Unión Soviética y de las luchas comunistas revolucionarias en numerosos países del mundo.
También los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia, sostiene Losurdo a continuación, encontraron consuelo en aquellas «revelaciones». Durante mucho tiempo había sido Trotsky quien había encarnado, a ojos de los enemigos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo. A partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, «en el museo de los horrores se colocó solamente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el Informe Kruschov cumplía con Trotsky, que recurre repetidas veces a la categoría de «dictadura totalitaria» y, en el ámbito de este genus, distingue, por un lado, la species «estalinista» y, por el otro, la «fascista» (y sobre todo la hitleriana), recurriendo a una contextualización que se convertirá después en el sentido común de la Guerra fría y en la ideología hoy dominante».
Es convincente este modo de argumentar, pregunta Losurdo finalmente, «o conviene más bien recurrir a una comparativa global, sin perder de vista ni la historia de Rusia en su totalidad ni los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años». Es verdad, sostiene, que de este modo «se procede a una comparación entre países y líderes con características bastante diferentes entre ellas». Pero tal diversidad, «¿debe explicarse exclusivamente a través de las ideologías, o juega también un papel importante la situación objetiva, es decir, la colocación geopolítica y el bagaje histórico de cada uno de los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años?»
Cuando hablamos de Stalin, sostiene DL, nuestro pensamiento nos lleva inmediatamente a la personalización del poder, «al universo concentracionario, a la deportación de grupos étnicos enteros». La gran pregunta: «estos fenómenos y prácticas, ¿remiten solamente a la Alemania nazi, aparte de la URSS, o se manifiestan también en otros países, en modalidades diferentes según la mayor o menor intensidad del estado de excepción y de su duración más o menos extensa, incluidos aquellos con una tradición liberal más consolidada?»
En opinión de Losurdo, no se debe perder de vista el papel ejercido por las ideologías, mas «la ideología de la que Stalin se reclama heredero, ¿puede realmente equipararse a la que inspira a Hitler, o en este campo, llevada a cabo sin prejuicios, la comparación acaba produciendo resultados inesperados?» En perjuicio de los teóricos de la «pureza», sostiee DL, «debe tenerse en cuenta que un movimiento o régimen político no puede ser juzgado en base a la excelencia de los ideales en los que declara inspirarse: en la valoración de estos mismos ideales no podemos pasar por alto la Wirkungsgeschichte, la «historia de los efectos» producidos por ellos». Ahora bien, tal aproximación, «¿debe aplicarse globalmente, o solamente al movimiento que se inspiró en Lenin o Marx?» Para el gran filósofo italiano, «estos interrogantes se muestran superfluos o incluso engañosos a aquellos que omiten el problema de la cambiante imagen de Stalin basándose en la creencia de que Kruschov habría sacado a la luz finalmente la verdad oculta».
En opinión de Losurdo, esta es una de las razonables tesis metodológicas generales de este capítulo, «daría muestra de una total despreocupación metodológica el historiador que quisiese considerar 1956 como el año de la revelación definitiva y última, sorteando descaradamente los conflictos e intereses que estimulaban la campaña de desestalinización y sus diversos aspectos, y que aún antes habían animado la sovietología de la Guerra fría».
La posición de Losurdo: «El contraste radical entre las diversas imágenes de Stalin debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino más bien a problematizarlas todas».
Vale la pena tomar pie en esta última consideración: problematizrlas todas, también la suya. No es imposible que Losurdo haya fijado su atención en algunos vértices del poliedro, por preconcepción o simpatía política, y por defensa de una tradición atacada y agresivamete malinterpretada, y haya olvidado otros nudos que merecen ser atendidos para una imagen más completa y compleja de Stalin y el estalinismo. Este por ejemplo: el mismo año de la muerte de Stalin, Cornelius Castoriadis publicó en «Socialisme ou Barbarie» [2] un artículo, nada breve, «La bureaucratie après la mort de Stalin», donde sostenía por ejemplo: «La muerte del personaje que desde hace veinticinco años ha sido, al mismo tiempo, para la burocracia rusa la encarnación incontestada de su poder y el temido y odiado déspota de su clase, planteará un formidable problema de sucesión (…)». Encarnación de un poder de clase o de élite y odiado déposta: no abona esta mirada anteriores aproximaciones.
Nota:
[1] Domenico Losurdo, Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra. El Viejo Topo, Barcelona, 2011, traducción de Antonio Antón Fernández (con un ensayo de Luciano Canfora).
[2] Debo la referencia de este texto al gran historiador catalán Jordi Torrent Bestit. Comunicación personal, abril de 2011.
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