Cada vez que alguien se queja de ideas que caen fuera de un arbitrario y estrecho círculo llamado «sentido común» (en inglés «horse sense», sentido de caballo), lo hace esgrimiendo dos argumentos clásicos: los filósofos viven en otro mundo, rodeados de libros e ideas excéntricas y nosotros sabemos lo qué es la realidad porque vivimos […]
Cada vez que alguien se queja de ideas que caen fuera de un arbitrario y estrecho círculo llamado «sentido común» (en inglés «horse sense», sentido de caballo), lo hace esgrimiendo dos argumentos clásicos: los filósofos viven en otro mundo, rodeados de libros e ideas excéntricas y nosotros sabemos lo qué es la realidad porque vivimos en ella.
Pero cuando preguntamos qué es «la realidad» automáticamente nos repiten una lista de ideas que otros filósofos pusieron en circulación en el siglo XIX o en el Renacimiento, mientras eran marcados por sus vecinos, cuando no encarcelados o incinerados en la santa hoguera de las buenas costumbres en nombre de un sentido común que representaba las fantasías o las realidades de la Edad Media.
El poeta cubano Nicolás Guillén, aún en nombre de lo que sus detractores pueden llamar frívolamente «populismo» -como si una cultura dominante no fuese simultáneamente populista y clasista por definición; ¿qué hay más demagógico que el mercado de consumo?-, criticó la idea de que el poeta deba repetir lo que dice el pueblo cuando «pretende la miseria hacerse pasar por sobriedad» (Tengo, 1964). Entonces recordó algo que resulta obvio y, por lo tanto, fácil de olvidar: el «hombre común» es una abstracción cuando no una clase formada y deformada por los medios de comunicación: el cine, la radio, la prensa, etc.
Tal vez el sentido común sea la incapacidad de ese hombre común para ver el mundo desde otras provincias que no sean la suya propia. Las antiguas crónicas recuerdan cierta vez que llegó un grupo de conquistadores españoles a un humilde pueblo y los indígenas salieron a su encuentro con un banquete que tenían preparado. Mientras comían, uno de los soldados sacó su pesada espada y le partió la cabeza a un salvaje que pretendía servirle frutas frescas. Los camaradas del noble caballero, temiendo una reacción de los salvajes, procedieron a imitarlo hasta que se retiraron de aquel pueblo dejando varios cientos de indios despedazados. Luego de una breve investigación, los mismos conquistadores informaron que el hecho se había justificado dado que una bienvenida como la que habían presenciado sólo podía ser una trampa. De esa forma, se inauguró la primera acción preventiva en bien de la civilización.
De la misma forma, tanto la ciencia ficción como el despilfarro de recursos por colonizar nuevos planetas no son más que la expresión de la misma mentalidad agresiva que no termina por solucionar los conflictos que provoca a cada paso cuando ya está emprendiendo la expansión de sus propias convicciones en nombre de sus propias fronteras mentales. Los conquistadores no pueden comprender ni aceptar que seres supuestamente más primitivos (los nativos americanos) tanto como seres más evolucionados (los posibles extraterrestres) sean capaces de algo más que de una cerrada conducta militar, agresivamente explotadora de los bárbaros que no hablan nuestro idioma.
Es decir, la ciencia ficción de consumo masivo es la expresión del lado más primitivo de la humanidad. El esquema básico consiste en dominar o ser dominados, matar o ser exterminados, como nuestros antepasados, los cro-magnones, exterminaron a los cabezones neandertales, convertidos luego en los mitológicos ogros de los bosques europeos hace treinta mil años. Este género podría entenderse especialmente en la Guerra Fría, pero es tan antiguo como la sed colonizadora de nuestra cultura. No es de sorprender, entonces, que los extraterrestres, supuestamente más evolucionados que nosotros, anden por ahí jugando a los acertijos y a las escondidas. Es muy probable, además, que conozcan el caso de un nazareno que tenía la precaución de usar metáforas para predicar el amor fraterno y universal y de cualquier forma lo crucificaron.
Actualmente, mientras los conflictos y las guerras asolan el mundo entero, mientras el medioambiente está en su estado más crítico, los científicos están encargados de buscar vida y agua en otros planetas. Dejaremos de comprar agua embotellada de Suiza o de Singapur para importarla de Marte, a un precio un poco más elevado. No podemos comunicarnos entre nosotros, no podemos conservar adecuadamente el planeta más hermoso del barrio galáctico, y procuramos colonizar planetas muertos, descubrir agua y encontrarnos con otros seres que probablemente no quieren ser encontrados por bestias intergalácticas como nosotros.
Tampoco es casualidad que el objetivo de los videojuegos sea casi siempre la aniquilación de un adversario. Jugar a matar es el tema común de estas cavernas electrónicas. Si bien podríamos imaginar un aspecto positivo, como la posibilidad que el ejercicio de jugar a matar sustituya al ejercicio de la práctica real, queda aún la pregunta de si la violencia es una cuota humana invariable (versión psicoanalítica) o puede ser acrecentada o disminuida mediante una cultura precisa, mediante una evolución psicológica y espiritual de la humanidad. Ahora, si esta evolución ética no existe, al menos es una mentira conveniente que nos previene de la involución cínica.
También los romanos expresaban sus pasiones viendo a dos gladiadores matarse en la arena; también algunos españoles descargan la misma pasión viendo torturar y asesinar a una bestia (me refiero al toro). Tal vez los primeros sustituyeron la monstruosidad imperial con el fútbol; los segundos están en eso. Hace pocas semanas, un grupo de españoles marchó por las calles llevando consignas como «tortura no es cultura». La protesta es una valiente resistencia a la barbarie disfrazada de tradición. Mejor no aclaremos que la historia demuestra que, en realidad, la tortura es una cultura con una tradición milenaria. Una cultura refinada hasta los límites de la barbarie y sostenida por el refinamiento cobarde de la hipocresía.
Decía Bertrand Russell que la locura de los estadios había sublimado la locura de la guerra. A veces es al revés, pero casi siempre esto es cierto. No es menos cierto, claro, que la cultura de la violencia lleva dos propósitos ocultos: (1) sublimada la supuesta libido violenta en deportes, películas y videojuegos, la violencia mayor de las injusticias sociales (injusticia, según un punto de vista humanista e iluminista), queda a salvo ante la masa exhausta y autocomplaciente; (2) es una forma de anestesia, de acostumbramiento moral, ante el periódico regreso de la violencia bruta, prehistórica, de las guerras electrónicas donde no se mata ni se asesina sino que se suprime, se elimina. Este primitivismo cibernético seduce por su apariencia de progreso, de futuro, de espectáculo, de proeza tecnológica.
La ignorancia humana se camufla de inteligencia. Pobre inteligencia. Pero sigue siendo ignorancia, aunque más criminal que la simple ignorancia del cavernícola que le partía la cabeza a su vecino para vengar un robo o una ofensa.
Las guerras modernas, como el género de ciencia ficción, son las expresiones más directas de una raza de cavernícolas que ha multiplicado peligrosamente su poder de partirle la cabeza al vecino pero todavía no ha acometido la valerosa empresa de la conciencia universal. Por el contrario, se defiende de esta utopía recurriendo a su única arma dialéctica: la burla y el insulto.