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Homenaje a Miguel Enríquez Espinosa

Fuentes: La Jornada

Ejército Zapatista de Liberación NacionalMéxicoOctubre de 2004.Al pueblo de Chile:A la juventud chilena:Hermanos y hermanas de Chile.Les hablo en nombre de las mujeres, hombres, niños y ancianos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, indígenas mayas en su inmensa mayoría, que resistimos en las montañas del sureste mexicano contra el neoliberalismo y por la humanidad.Reciban todos […]

Ejército Zapatista de Liberación Nacional

México

Octubre de 2004.

Al pueblo de Chile:

A la juventud chilena:

Hermanos y hermanas de Chile.

Les hablo en nombre de las mujeres, hombres, niños y ancianos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, indígenas mayas en su inmensa mayoría, que resistimos en las montañas del sureste mexicano contra el neoliberalismo y por la humanidad.

Reciban todos y todas, jóvenes chilenos, nuestro saludo zapatista.

Agradecemos a los hermanos y hermanas que hoy nos dieron la oportunidad de que nuestra palabra llegue hasta el Chile rebelde.

Pedimos para esta nuestra palabra, un lugar en su rabia de ustedes, en su dolor y, sobre todo, en su esperanza.

No voy a hablarles de los zapatistas mexicanos, de nuestra lucha, de nuestros anhelos, de nuestros sueños, de nuestras pesadillas, de nuestra resistencia. Después de todo, comparados con los hombres y mujeres, particularmente los paridos por estas tierras, que han iluminado los cielos de Latinoamérica, los zapatistas seguimos siendo aún una lucecita débil y lejana.

No, nuestra palabra es ahora para unir nuestro saludo y nuestro homenaje a un latinoamericano, a un chileno del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, caído en combate contra la dictadura pinochetista el 5 de octubre de 1974.

Hoy nuestra palabra es para saludar a Miguel Enríquez Espinosa.

Y lo saludamos hoy, hoy que bajo los cielos de América Latina, ésa que duele del Bravo a la Patagonia, los poderosos nos ponen en las manos un puñito de polvo y nos dicen: «Esto es lo que queda de tu patria».

Y hoy, esos mismos, los de arriba, nos muestran las imágenes de la geografía que han impuesto en parte de nuestros suelos:

Donde había una bandera, hoy hay un centro comercial. Donde había una historia, hoy hay un puesto de comida rápida. Donde florecía el copihue, hoy hay un páramo. Donde había memoria, hoy hay olvido. En lugar de justicia, limosna.

En lugar de patria, un montón de escombros. En lugar de memoria, inmediatez. En lugar de libertad, una tumba. En lugar de democracia, un espot publicitario. En lugar de realidades, cifras.

Ellos, los de arriba, nos dicen: «Este es el futuro que te prometimos, disfrútalo».

Eso nos dicen, y mienten.

Este futuro se parece demasiado al pasado. Y, si miramos con atención, tal vez veamos que ellos, los de arriba, son los mismos de ayer. Los que, igual que ayer, hoy nos piden paciencia, madurez, sensatez, resignación, rendición. Esto ya lo hemos visto, lo hemos oído antes.

Los zapatistas recordamos. Sacamos la memoria de nuestras mochilas guerrilleras, de nuestros bolsillos de los uniformes de campaña. Recordamos.

Porque hubo un tiempo en que toda la América Latina estaba aquí nomasito.

Bastaba estirar la mano y se tocaban los corazones de los pueblos latinoamericanos.

Bastaba voltear un poco la mirada y ahí estaban el relámpago desparramado del Amazonas, la cicatriz indeleble de los Andes, el soberbio estar del Aconcagua, la interminable Tierra del Fuego, el siempre inquieto Popocatépetl.

Y con ellos estaban los pueblos que les dieron nombre y vida.

Porque hubo un tiempo en que Chile y todos los países de la América Latina quedaban más cerca de México que el imperio que, desde el norte geográfico y social, impone lejanías a quienes compartimos la vecindad de la historia.

Hubo un tiempo.

Tal vez todavía es ese tiempo.

Hoy, como ayer, el dinero hermana soberbias.

Hoy, como ayer, de la mano de las poderosas trasnacionales, el poder militar extranjero pretende hollar nuestros suelos, a veces embozado en uniformes de ejércitos locales, o con asesores, embajadas, consulados, agentes encubiertos.

Hoy, como ayer, esos dineros intentan comprar certificados legales de impunidad para los gorilas que les sirvieron y que, siempre lo supimos, cuando decían «patria» no hablaban de Chile, de Argentina, de Uruguay, de Bolivia, de Brasil. No, la bandera que saludaban era la de las barras y las turbias estrellas.

Hoy, como ayer, el norte revuelto y brutal cerca y pretende asfixiar esa solitaria estrella de dignidad que brilla en el Caribe.

Hoy, como ayer, los gobiernos de algunos de nuestros países le sirven de triste comparsa en el innoble empeño de doblegar al pueblo de Cuba.

Hoy, como ayer, el imperio que se abroga el papel de policía mundial y atropella leyes, razones, pueblos, es el mismo.

Hoy, como ayer, quien pretende desestabilizar a gobiernos legales y legítimos, pero que no le son subordinados (ayer Chile, hoy Venezuela, siempre Cuba), es el mismo.

Hoy, como ayer, aquel sistema que se erige sobre la mentira, el engaño, el fraude, la dictadura del dinero, pretende darnos lecciones de democracia, de libertad, de justicia.

Hoy, como ayer, quien democratiza el dolor, la miseria, la muerte para los pueblos de nuestra América, es el mismo.

Hoy, como ayer, quien persigue, quien tortura, quien encarcela, quien mata, es el mismo.

Hoy, como ayer, se nos hace la guerra, en veces con balas, en veces con programas económicos, siempre con mentiras.

Hoy, como ayer, el terror real, el que de arriba viene, llama al dios para justificarse.

Hoy, como ayer, se pretende ocultarnos que sí, que es un dios quien los alienta, pero es el dios del dinero.

Hoy, como ayer, en algunos países los pusilánimes son gobiernos.

Hoy, como ayer, las claudicaciones se disfrazan con argumentos complejos, encuestas, trajes de marcas exclusivas, espejos vueltos del revés.

Tal vez todavía es ese tiempo.

Tal vez no.

Porque hoy, el nuevo y complicado ropaje con el que se viste la brutalidad de la ganancia para los menos, a costa de la pérdida para los más, lleva adelante una verdadera guerra mundial contra la humanidad.

Naciones enteras son devastadas.

Se conquistan territorios.

Se reordena la geografía mundial.

Se derrumban las fronteras para los dineros y se alzan para los pueblos.

Las culturas históricas de nuestros pueblos tratan de ser suplantadas por frivolidades instantáneas.

En algunos países, en lugar de gobiernos nacionales hay gerencias regionales.

Se malbaratan los recursos naturales, la tierra, la historia; y sobre las cordilleras que zurcen y unen América desde el sur del Bravo hasta la Tierra del Fuego, quieren plantar un letrero que anuncia, que advierte, que amenaza: «Se vende».

Los pobres, los desposeídos, es decir, quienes forman la inmensa mayoría de la humanidad, son confiscados y clasificados.

Confiscados de su dignidad, clasificados en las periferias de las grandes ciudades, en las orillas de los programas gubernamentales, en los rincones del futuro que ahora se decide, en algunos países, no en los parlamentos o en las casas nacionales de gobierno, sino en las juntas de accionistas de las multinacionales.

Hoy la explotación es más brutal que nunca antes en la historia de la humanidad, hoy el cinismo es credo filosófico de quienes pretenden gobernar el planeta, es decir, de quienes tienen todo, menos vergüenza.

Hoy la guerra contra la humanidad, es decir, contra la razón, es más mundial que nunca antes.

Hoy la guerra es en todos los frentes y en todos los países.

Si ayer era un deber oponerse, luchar, resistir frente a la estúpida lógica de la ganancia, hoy es, simple y llanamente, un asunto de supervivencia individual, local, regional, nacional, continental, mundial.

Hermanos y hermanas de Chile:

Hubo un tiempo en que toda la América Latina quedaba aquí nomasito.

Tal vez todavía es ese tiempo.

Tal vez la memoria colectiva que, como latinoamericanos nos da identidad, tome nombres y fechas en el calendario para decir, para decirnos, que hay una patria más grande que la que nos da bandera.

¿Con cuántos nombres se viste el calendario del dolor de nuestras tierras?

Si en nuestra América, Ernesto Che Guevara es uno de los nombres con los que octubre se levanta, el calendario de los de abajo que somos se ilumina cuando se llama Turcios Lima y Yon Sosa en Guatemala, Roque Dalton en El Salvador, Carlos Fonseca en Nicaragua, Camilo Torres en Colombia, Carlos Lamarca y Carlos Marighela en Brasil, Inti y Coco Peredo en Bolivia, Raúl Sendic en Uruguay, Roberto Santucho en Argentina, César Yáñez en México.

Y sólo nombro a algunos de los muchos que decidieron en nuestra América Latina, en su tiempo y en su modo, ponerle un gatillo a la esperanza y que, a la dosis de ternura que nos exige Latinoamérica para amarla, agregaron una cierta dosis de plomo… y de sangre… su sangre.

El problema con todos esos que duelen en el calendario es que no se van así nomás. No, al contrario, se van dejándonos como una deuda, como algo que debemos saldar para poder nombrarlos sin vergüenza, sin pena.

Hay quien señala que aquellos hombres y mujeres que tomaron y toman como camino la rebeldía armada tuvieron, o tienen, una fascinación por la muerte, vocación para el martirio, ansias mesiánicas; que sólo desean un lugar en las canciones de protesta, en las poesías, en los corridos populares, en las camisetas juveniles, en los puestos de souvenirs del turismo revolucionario.

Hay quien piensa y dice que las causas se derrotan cuando mueren quienes las luchan, es decir, quienes las viven.

Hay quien dice que el doloroso octubre latinoamericano rompió en pedazos la esperanza en Chile, en Uruguay, en Argentina, en Bolivia, en México, en toda la América Latina.

Puede que sea así. Pero puede que no.

Puede ser que quienes, como Miguel, se armaron para decir «No», en realidad estaban diciendo «Sí» a un mañana entonces lejano.

Puede ser que quienes, como Miguel, pusieron fuego a su palabra, no lo hicieron para incendiar con la muerte, sino para iluminar la vida.

Puede ser que quienes, como Miguel, pensaron y dispararon, no lo hicieron para tener un lugar en el museo de la nostalgia revolucionaria, sino para que los pueblos, todos, tuvieran un lugar en el mundo.

Puede ser que el calendario en el que transcurra el mañana no tenga nombres o, mejor aún, tenga todos los nombres.

Porque puede ser que para eso fue que las ausencias que dolemos en cada mes latinoamericano pusieron una crucecita en el calendario, como la que duele este 5 de octubre.

Puede ser, porque esas ausencias, en lugar del hueco, dejan las ganas de luchar la esperanza, que es así como nosotros los zapatistas decimos «cambiar el mundo».

Puede ser.

Puede ser que la esperanza se alimente, como nuestra América, de la memoria.

Y puede ser que la memoria no sea otra cosa que el pegamento para volver a unir la esperanza que se ha roto en el calendario que nos imponen.

Puede ser que esa memoria, la que hoy nos convoca y vuelve a poner a la América Latina aquí nomasito, no sea una herencia que esos dolores nos legaron, sino un deber que nos marcan.

Puede ser.

Tal vez para saberlo es que estamos aquí, incluso los que no estamos.

Porque puede ser que el hoy no sea igual al ayer.

Un revolucionario chileno, de esos que hacían temblar cuando empuñaban una guitarra, Víctor Jara, tal vez pensando en los tiempos que hoy cargamos, dijo, nos dijo, nos dice que: «Es difícil encontrar en la sombra claridad, cuando el sol que nos alumbra descolora la verdad». Y dijo, nos dijo, nos dice: «Ojalá encuentre camino para seguir caminando».

Y fue en tierras chilenas, hace mucho tiempo, que Manuel Rodríguez dijo, nos dijo, nos dice, como mostrando el camino: «Aún tenemos patria, ciudadanos».

Y otro uno, también chileno, aquí nomás cerca y bajo la metralla que le buscaba el corazón, tuvo la entereza y sabiduría para decir, para decirnos: «Más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor».

Puede ser que el hoy no sea igual al ayer.

Puede ser que se hayan aprendido las lecciones y, pronto, donde antes se emborronaban cuartillas en la historia latinoamericana, se enmendará la letra y terminará por leerse, con la claridad de quienes miran desde abajo, que «democracia», «libertad» y «justicia» son palabras graves y que se acentúan en el corazón, es decir, en el lado izquierdo del pecho colectivo que somos.

Quisiera decir que venceremos, que no nos moverán, que el futuro será nuestro, que romperemos mil cadenas, que la libertad es un horizonte cercano; pero nosotros los zapatistas creemos que no será así porque lo depare un destino oculto o manifiesto, sino porque trabajemos y luchemos por ello.

Hermanos y hermanas:

Esto quiere decirles nuestra palabra:

Bien haya la vena abierta de América Latina que se llama Chile y que tiene en la sangre no a la ITT, no a la Anaconda Copper, no a la United Fruit, no a la Ford, no al Banco Mundial, no a Pinochet, ni a los nombres con los que ahora se visten unas y otros, sino a sus obreros, sus campesinos, sus estudiantes, sus mapuches, sus mujeres, sus jóvenes, su Víctor Jara, su Violeta Parra, su Salvador Allende, su Pablo Neruda, su Manuel Rodríguez, su Miguel Enríquez, su memoria.

Hermanos y hermanas de Chile:

Reciban todos y todas el saludo de quienes los admiramos y queremos, nosotros, los zapatistas mexicanos.

¡Salud, Chile!

Desde las montañas del Sureste Mexicano

Subcomandante insurgente Marcos

México, octubre de 2004

PD. Disculpen si mis palabras no han sido una arenga, como sí lo fue la vida y la muerte de quien, 30 años después, hoy nos llama. En realidad nosotros sólo queríamos aprovechar este acto para pedirles a todos ustedes, humildemente, respetuosamente, que, en nuestro nombre, pongan un rojo copihue en la tierra que lo guarda, y que le digan a él que acá, en las montañas del sureste mexicano, octubre también se llama Miguel.