La fraternidad es hija predilecta del amor, Aquel que conformó todo lo bello que nos rodea. El amor donó a los humanos a sus tres hijas: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Las hizo nacer el mismo día, el 14 de julio de 1789, y en el mismo lugar, París. Posteriormente la República Francesa y sus revolucionarios las adoptaron como sus insignias, como su suprema aspiración.
Con respecto a la libertad, principio básico que orienta la vida y es inherente en el ser humano, los griegos tenían la opinión radical de que sólo Zeus, el padre de los dioses y los hombres, era libre, las demás divinidades y los humanos no gozaban de este sagrado atributo; algo semejante se dio en el resto de culturas.
La libertad es un don demasiado hermoso para que encaje en la apretada agenda de los hombres, tan ocupados en sobrevivir, y apenas nacida, se vio rodeada de innumerables detractores y enemigos; los que menos la practicaban eran los que por cualquier motivo la invocaban y los que más la necesitaban eran los que más la temían. Vino Jesús a ver si con su prédica la vigoriza entre nosotros, pero no lo entendimos y lo crucificamos. ¿Cómo lo íbamos a entender si nos pedía amar incluso a nuestros enemigos y comportarnos con los demás como quisiéramos que los demás se comporten con nosotros? Eso era pedir mucho a una especie que iniciaba recién su deambular por los peldaños inferiores de su infinita evolución. Con el tiempo, en el resto de Europa y en nuestras nacientes repúblicas le dieron cabida en las páginas de sus constituciones; aun así, permanece en espera de mejores días que eliminen la incomprensión humana de sus tan loables propósitos.
La igualdad, dulce quimera que debería aliviar los pesares con los que las Parcas nos castigaron al nacer, encontró escollos mayores que la libertad, y la equidad fue la máxima dádiva que los poderosos prometieron a los humildes, para que las estructuras sociales no se derrumben bajo el peso de las injusticias reinantes.
En lo fundamental, la igualdad hace referencia a los derechos civiles de los ciudadanos de cualquier sociedad y no a su igualdad física, puesto que, desde el punto de vista de la ciencia, incluso las partículas elementales no son iguales, pues podrían ser clasificadas conforme la dirección de sus espines. Sin tomar en cuenta ese detalle, se puede aceptar que dos moléculas de una misma sustancia son iguales; en el resto de la naturaleza, esta propiedad no se da. Así, no hay dos gotas de agua, ni dos granos de arena, ni dos copos de nieve que sean iguales. Estos entes combinados forman parte de ríos, lagos, mares, desiertos, montañas… pero tampoco entre ellos hay dos que sean iguales, con menos razón puede haber dos personas que lo sean o que alguna vez lo hubieran sido.
Si se acepta que las desigualdades son inherentes en lo existente, se debe suponer que la Igualdad a la que se referían los revolucionarios de Francia, que en 1789 enarbolaron esta hermosa consigna, no es la igualdad biológica, sino la de los derechos civiles en una sociedad libre, que los debería garantizar para todos sus miembros. Pero al no existir ninguna sociedad que se pueda llamar libre, o sea, en la que sus ciudadanos gocen de los mismos beneficios, la igualdad se convierte en un sueño, en un paradigma que la especie humana debería lograr en alguna etapa de su posterior evolución. Mientras tanto, ¿qué hacer si es evidente que la igualdad ha sido no sólo el ideal de los grandes pensadores, sino la aspiración de todos los hombres pensantes que nos antecedieron, muchos de los cuales sacrificaron su vida en aras de esta causa? Jesucristo la situó en el más allá y santo Tomás Moro, en la isla de la Utopía, o sea, en la tierra que no existe.
Se podría responder que lo factible es lograr la equidad para todos los hombres, esto es, forjar una sociedad en la que impere la justicia natural, donde sus miembros estén dotados de una disposición de ánimo que los motive a dar a sus congéneres lo que merecen, donde cada cual actúe bajo los dictados de su consciencia y no por las prescripciones rigurosas de la ley o de los textos inflexibles de los códigos sociales; pero conseguir lo mencionado es muy complejo y relativo.
Aun así, lograr una sociedad equitativa es mucho más factible que construir una sociedad igualitaria, algo que ha fracasado rotundamente en el mundo desarrollado, también llamado primer mundo, donde dicen que todos los ciudadanos son iguales, excepto los privilegiados, que son más iguales. Porque en esas sociedades, el pueblo no tiene derecho a una educación de alta calidad, lo mismo se puede decir de la vivienda o de la salud. Tampoco los salarios son equitativos. Según Henry Ford, la relación entre el sueldo de un directivo y un trabajador debería ser de veinte a uno, actualmente es de millones de veces a uno. Por estas razones es que, hoy por hoy, la igualdad es embeleco. Sin embargo, se debe reconocer que la sociedad actual es más equitativa que las que hubo antes de Jesucristo, durante el Imperio Romano, la edad media e incluso hasta hace poco. La equidad se abre camino a paso lento y, a pesar de todo, avanza sin detenerse.
Para el anarquista príncipe Kropotkin, la fraternidad es la ayuda mutua, el principio básico que debería regir toda sociedad; en cambio, para otros pensadores es la buena relación entre quienes se tratan como hermanos, es una necesidad vital en el ser humano y una facultad que debería ser desarrollada por cada hombre.
La fraternidad es la única hija del amor que sentó lazos de unión entre nosotros, pero sólo logró la aceptación de los seres semejantes, como una especie de obligación social, y nada más; sin duda, falta mucho para que seamos verdaderamente humanos, para que quien se encuentra en las capas superiores de la sociedad baje de su alto pedestal y con humildad acepte que el que encuentra en la parte inferior posee iguales derechos.
Fue la fraternidad la que complementó las fortalezas con las que el amor nos dotó a los humanos para que justifiquemos nuestro fugaz paso por la Tierra. Este nuevo sentimiento basa su principio de acción en la necesidad que nos embarga y nos impele a disfrutar de la vida únicamente si nos vemos rodeados de sonrisas que repelen la agresiva Saudade, tan abundante por doquier.
Oscar Wilde relata que el Príncipe pudo ser feliz sólo mientras habitó en el palacio de la Despreocupación, donde la Pena era impedida de entrar y un alto muro lo separaba del mundo real. Pero sintió ganas de llorar cuando, desde lo alto de su pedestal, contempló las miserias, de cuya realidad las murallas de la urbe lo aislaron antes, se sintió feliz cuando pudo repartir sus innecesarias riquezas, con la ayuda de su nueva amiga, una golondrina despechada por la frivolidad de un junco que coqueteaba sin cesar con la brisa, y esta fraternidad transformó a los dos en los seres más apreciados de la ciudad.
El amor propio, que no debe ser confundido con la vanidad y el falso orgullo, es el sustento de la fraternidad. No podemos amarnos a nosotros mismos si no amamos a nuestros semejantes, no podemos ser felices si los demás no lo son, pues humanamente dependemos del bienestar común. Sólo el amor a lo que nos rodea perfecciona el mundo y lo vuelve habitable para nosotros mismos; por esta causa, la fraternidad es un sentimiento de autodefensa que nos permite subsistir. Incluso la sienten las especies primitivas. Las amebas, seres unicelulares, debieron aglutinarse en organismos complejos, cuyas partes se especializaron en cumplir una tarea específica, para así, colectivamente, existir; si tan solo una de ellas no cumpliese su función, el organismo entero perecería víctima de la falta de fraternidad de sus miembros.
Si lo más primitivo es fraterno, ¿cómo no lo van a ser los organismos superiores, que necesitan más aún la fraternidad? Cardúmenes, manadas y jaurías son formas animadas con que los animales se organizan fraternalmente con la finalidad de sobrevivir, de otra manera serían exterminados por sus depredadores, y estos últimos también se organizan para cazar a los primeros y así subsistir. ¿Y acaso, las sociedades humanas no son formas de organización colectiva creadas por el hombre, que aun en su etapa más pretérita las debió constituir para no perecer? Lo que pasa es que este tipo de fraternidad, que podría ser llamada instintiva, por surgir de manera natural, debe dar paso a una fraternidad consciente, que sea capaz en el futuro de forjar una sociedad igualitaria, en la que el hombre deje de ser lobo del hombre, como lo ha sido hasta ahora.
Parecería que las sociedades modernas no han superado todavía el darwinismo, sobre cuyas bases se forjaron. Por eso, la fraternidad, etapa superior de la instintiva, dará paso a una organización social en la que lo pluricultural sea la norma del accionar humano. Coexistir con otras culturas y reconocer que ninguna es superior a otra conlleva saber diferenciar cultura de civilización y respetar la etapa de desarrollo en que se encuentran las otras culturas, apreciar sus particularidades y enriquecerse con su diversidad.
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