El investigador de la religión, filósofo y teólogo Hubertus Mynarek es uno de los críticos de la Iglesia más destacados del siglo XX y XXI. Tras su carrera de filosofía, psicología y teología se doctoró en teología y ocupó la cátedra de la universidad de Würzburg de Religión comparada y Teología fundamental. Como profesor impartió […]
El investigador de la religión, filósofo y teólogo Hubertus Mynarek es uno de los críticos de la Iglesia más destacados del siglo XX y XXI. Tras su carrera de filosofía, psicología y teología se doctoró en teología y ocupó la cátedra de la universidad de Würzburg de Religión comparada y Teología fundamental. Como profesor impartió clases también en las universidades de Bamberg y Viena, enseñando entre otras materias Religión comparada, Filosofía de la religión y Teología fundamental. En 1972 se convirtió en el decano de la facultad de Teología católica de la universidad de Viena. Mynarek fue el primer profesor universitario de Teología, en el ámbito de lengua alemana, que en el siglo XX osó abandonar la Iglesia. Se despidió del sistema totalitario con una carta pública al papa, en la que censuraba su ansia de poder, las estructuras de dominio y el afán de lucro de la jerarquía.
Uno de sus libros, no publicado aún en castellano y que tuvo problemas para editarlo en alemán -posiblemente por presión y veto de la Iglesia católica-, se titula «El papa polaco. Balance de un pontificado», que versa sobre el reinado de Karol Wojtyla y consta de 8 capítulos y 192 páginas. Mynarek conoció bien a este polaco, fue su alumno en una universidad de Polonia.
Todo el libro es interesante, y en el capítulo segundo explica la teoría de la Iglesia sobre «la iluminación del espíritu santo en la elección de cargos en la Iglesia» o:
«¿Cómo y por qué el arzobispo de Cracovia fue elegido papa?
En el atardecer del 16 de octubre de 1978 a muchos pareció un milagro: ¡papa un polaco, uno que no es italiano!Al último papa no italiano, al flamenco de Utrecht Adriano VI, los romanos del Renacimiento le odiaron, injuriaron, se burlaron de él cruel e inmisericordemente, le escarnecieron y calumniaron. Él se atrevió a restringir el jaleo polícromo y despilfarrador de la corte papal; a recortar los privilegios de las camarillas que guiaban al papa de acuerdo con sus intereses egoístas; a expulsar a actores, danzantes y pintores del palacio papal y a atacar al mismo papado:
«Sabemos que desde años en la Santa Sede ocurre mucho execrable: Abusos en cosas espirituales, excesos en competencias; todo se ha torcido. El deterioro ha descendido de la cabeza a los miembros, del papa ha pasado a los prelados: todos nosotros nos hemos desviado; no hay nadie que haya hecho el bien, ni siquiera uno…»
Todavía en el lecho de muerte -murió desmoralizado por los continuos acosos 21 meses después de su elección, en septiembre de 1523- los cardenales le importunaban con su enemistad, reclamando con impertinencia que les entregara sus tesoros. No podían entender que este hombre, que vivía sencilla y modestamente, no poseyera bienes materiales.
En realidad en 1978 no había más probabilidades que en los 455 años anteriores de que la elección recayera en un no italiano. ¿O sí? En los últimos tiempos había cambiado algo. Precisamente Pablo VI, desacreditado y tachado de muy conservador sobre todo por la encíclica de la «píldora», había puesto fin definitivamente a la supremacía de los italianos en el colegio cardenalicio. Con su Constitución Apostólica Romano pontifici eligendo (1975) había colocado las bases para excluir a todos los cardenales mayores de 80 años del cónclave para el futuro papa. No podían ni elegir ni ser elegidos papa. Con lo que eran muy pocos los cardenales que quedaban y que habían sido elegido por los antecesores de Pablo VI. Casi todos con derecho a voto en 1978, año de la muerte de Pablo VI y de Juan Pablo I -que tan sólo gobernó 33 días- fueron nombrados por el primero. Todavía había 26 italianos pero 31 americanos (12 de Norteamérica y 19 de Latinoamérica), 12 africanos, 9 asiáticos, 4 australianos, 1 de Oceanía y 29 europeos no italianos. Pablo VI, por tanto, había colaborado en gran medida a la internacionalización del colegio cardenalicio y con ello, indirectamente, había puesto las bases para la elección de un papa no italiano.
Por ello algunos miembros del colegio, como por ejemplo el cardenal de Viena König, consideraban posible a la muerte de Pablo VI, el 6 de agosto de 1978, que la elección pudiera recaer en un no italiano, incluso en un cardenal del Tercer Mundo. Esta esperanza se manifestó como demasiado prematura. Se eligió de nuevo a un italiano: al papa Luciani, Juan Pablo I. Pero tan sólo gobernó cinco semanas hasta su sorprendente muerte, hasta su fallecimiento de improviso, calificado por muchos como misteriosa1.
Tras esta muerte comenzó en el Vaticano y entre los cardenales, en la preparación de la nueva elección de papa, la acostumbrada política de pactos, de coaliciones, de rivalidades e intrigas. Algunos querían ser papa o, cuando menos, ver en su trono a un hombre de su línea y confianza. Otros detestaban la fría y pétrea atmósfera de la curia romana, el entarimado resbaladizo de sus costumbres dominadas por intereses de influencia y poder, en el que es fácil patinar. El cardenal König aclaró a la prensa un par de veces abiertamente que, caso de elegírsele a él lo rechazaría categóricamente. Algnos obispos y cardenales podían seguir gobernando en sus obispados más papalmente que en el Vaticano, sirviendo a sus intereses, y, por consiguiente, preferían seguir en su mundo.
También en la elección del papa ocurre, igual que en el mundo y en los estados seglares, algo muy impío y muy poco edificante, aun cuando en versión oficial de la Iglesia sea el espíritu santo el factor principal, quien en definitiva decide sobre la elección del nuevo papa. «El nuevo caudillo debe ser implorado por Dios como regalo de su bondad y de su providencia», formulaba Pablo VI en la Constitución mencionada antes. Y así algunos creyentes se preguntaban, tras la muerte de Juan Pablo I, qué pretendía el espíritu santo con el encargo de un papa pensado para sólo 33 días. Los caminos de Dios y del espíritu santo son maravillosos, quizá éste se dio cuenta a posteriori que el polaco Wojtyla, psíquica y físicamente mucho más robusto, podría conducir la nave de la Iglesia más exitosamente por las corrientes de la época que el inseguro y un tanto lerdo papa Luciani. Lo cierto es que tras la elección de Juan Pablo I se manifiesta unánimemente el hecho maravilloso de la providencia divina, reflejada en esta elección. El cardenal inglés Hume de Westminter pensaba que en esta elección se ha podido ver la mano del espíritu santo, y el cardenal holandés Alfrink habló de la clara conducción de los cardenales por este espíritu.
Pero ahora, al poco tiempo, nos encontrábamos a pesar de la clara intervención del espíritu divino de nuevo donde estábamos hace 33 días: ante la nueva necesidad de elegir a un papa. Y al principio nada indicaba que el nuevo papa sería el polaco Karol Wojtyla; los cardenales romanos parecían tener de nuevo todos los boletos. Se atribuían grandes posibilidades a Giovanni Benelli, el cardenal de Florencia. Poseía una gran influencia en el Vaticano, que lo había controlado como sustituto del Secretario de Estado durante diez largos años, hasta que su excepcional puesto le pareció muy peligroso incluso al entonces papa Pablo VI. Le nombró cardenal, al tiempo que le enviaba de paseo como arzobispo de Florencia, supuestamente, como dicen los entendidos, porque allí debía aprender a preocuparse de las «almas» después que en el Vaticano se comportara muy moderna y efectivamente pero como gerente calculador. Quien quería progresar para papa debía primero personarse ante Benelli, a algún obispo trató como a un vicario de pueblo sin importancia. Ningún príncipe de la Iglesia podía negar inteligencia a Benelli, poseía habilidades organizativas y listeza política, pero casi todos le temían y el espabilado Benelli lo sabía. Por eso a la muerte de Pablo VI no apareció él sino el patriarca de Venecia, Albino Luciani, en la rampa de salida, y Benelli apoyó su candidatura eficazmente, lo que le llevó al resultado apetecido. Benelli era entonces relativamente joven (57) si se compara con la edad a la que son nombrados la mayoría de los papas, y, por tanto, podía suponer que tras el pontificado del papa Luciano sería papabilis.
Y ahora, tras la muerte inesperada de Juan Pablo I, aparecía como candidato el cardenal Giuseppe Siri, sumamente conservador, que condenaba muchas innovaciones del concilio como obra demoníaca, podía contar con el apoyo del «grupo tradicionalista» de los cardenales así como con el apoyo de quienes alcanzarían los ochenta y no estarían, con el nuevo límite de edad, en la votación del próximo papa. También los 15 cardenales, que habían sobrepasado el límite de los 80, y que ya no podían votar, intrigaban naturalmente delante a las puertas de la capilla Sixtina, cerrada para ellos, en pro del cardenal Siri, porque éste, en su tiempo, se manifestó con energía contra la limitación de edad. Oficialmente en la elección del papa, como se ha dicho, lo más importante ocurre por voluntad de Dios, pero el cardenal Siri quiso echar una mano a la providencia divina y se propasó. Se manifestó desfavorablemente sobre Juan Pablo I y sobre su pontificado, recién acabado, así como sobre su poca colegialidad entre cardenales y obispos, y concedió a un periódico una entrevista, muy discutida tras su publicación, entrevista que originariamente debía ser publicada sólo tras iniciarse el cónclave.
El intrigante Benelli descubrió el secreto y vio llegado el momento de intervenir en el engranaje de la providencia divina y de atraer hacia sí la atención del espíritu santo. Convenció al redactor afectado para que publicara antes de tiempo la entrevista con Siri. Sistemático como era se preocupó también de que todos los cardenales, en la mañana del inicio del cónclave, tuvieran en sus manos la hoja con la entrevista de Siri. Con lo que Siri fracasaba para la mayoría de los cardenales como posible sucesor de Juan Pablo I. Benelli podía presentarse ante ellos como candidato de compromiso. Pero su estrategia no se abrió camino del todo. En las primeras votaciones se dio una duelo Siri-Benelli con muchos votos dispersados, que por ejemplo fueron a parar al cardenal Carlo Confalonieri, de 85 años, y al cardenal Pericle Felici. Todavía todo ocurría «entre italianos», pero en el fondo los candidatos italianos se neutralizaban entre sí.
La oportunidad para la elección de un candidato no italiano fue creciendo y se volvió más real. Tras las cuatro votaciones del 15 de octubre de 1978 ningún italiano se cristalizó como capaz de obtener la mayoría. Cada vez más cardenales no italianos se manifestaban ahora en pro de Karol Wojtyla, por ejemplo el cardenal de Viena König, los cardenales alemanes Höffner de Colonia, Ratzinger de Munich, a quien el papa Wojtyla más tarde le nombraría jefe de la influyente Congregación de la Fe (del antiguo Santo Oficio), y Volk de Maguncia. También el cardenal Krol de Filadelfia, proveniente de Polonia, llamaba la atención insistentemente sobre las ventajas del metropolitano de Cracovia. El cardenal holandés Willebrand, muy cotizado, animaba a sus votantes a dar el voto por Wojtyla. El anciano cardenal Wyszynski, primado del episcopado polaco y muy valorado por su resistencia contra el régimen comunista en su patria, hizo todo lo posible para mover a los cardenales a elegir a Wojtyla. En el quinto, sexto y séptimo escrutinio del día siguiente, del 16 de octubre, la oposición de los italianos se fue debilitando. El sagaz Benelli reconoció que no tenía posibilidades, más tarde reconocería el ala de Siri. En la octava votación ocurrió que: Por lo menos 99 de los 111 cardenales votaron a Karol Wojtyla para nuevo papa. Hay quienes sostienen que incluso fueron 106 los cardenales que optaron por él. Debido al secretismo de todo lo que sucede en el cónclave, resulta difícil averiguar con exactitud, por más que los vaticanisti, los periodistas especializados en los sucesos del Vaticano, digan conocer números «exactos».
El elegido pudo resultar a la mayoría de creyentes de Roma y del mundo católico un milagro, el que tras más de cuatro siglos fuera elegido papa un no italiano, y más un polaco tras el Telón de Acero, es decir nadie del mundo libre occidental, ningún norteamericano o sudamericano, ningún europeo de Occidente. Si se investiga con detalle en las causas esta votación parece, desde el punto de vista causal y racional, bastante razonable, diríamos que casi es obligada. En todo esto hay que tener sobre todo en cuenta: A más tardar tras la situación de empate entre los candidatos papales italianos, los cardenales se vieron motivados eficazmente a fijar los criterios, que debiera reunir un papa no italiano. En cualquier caso se quería un papa muy ortodoxo, fiel al sistema, libre de toda duda. Por otra parte la mayoría de los cardenales con derecho a voto lo tenían claro que con un tipo Hamlet, inseguro, pesimista y caviloso como Pablo VI, el desinterés del mundo secular por la Iglesia, la «emigración interna» y la deserción silenciosa de muchos católicos de la Iglesia seguiría aumentando. Se necesitaba un conservador que -a diferencia del conservadurismo de la Iglesia católica de la Europa occidental, en gran parte cansado, resignado, defensivo, que lanzaba continuos llamamientos de conjuro contra el mal de la sociedad moderna, que supuestamente se hallaba siempre a la ofensiva- pudiera unir y conjugar su estricta ortodoxia y ortopraxis, en el sentido eclesiástico, con la exaltación, el entusiasmo y con una vitalidad inquebrantable no afectada por la duda. En otras palabras, tenía que comparecer un europeo del Este puesto que en la Europa del Este, más exactamente en la Polonia católica, se da todavía esta trabazón. El cardenal Wyszynski era incuestionable por razones de edad y, sobre todo, por su importancia destacada como figura imprescindible de integración del catolicismo polaco. De modo que la votación recayó inevitablemente en Karol Wojtyla.
Se manifestó sorprendido por la votación, como si nunca hubiera contado con ello. ¿Pero realmente pudo sorprenderse hasta tal punto? No parece que fuera así. Naturalmente, pertenece al ritual normal que un candidato, tras la elección o nombramiento de obispo, cardenal o papa acentúe con humildad y modestia su indignidad y la pesada carga que recae sobre él. Ante la opinión pública tales manifestaciones sientan bien -por eso Karol Wojtyla, tras su elección como papa, recalcó también que tenía miedo al admitir la decisión de los cardenales, que aceptaba la llamada sólo «en el espíritu de obediencia a nuestro Señor y con la absoluta confianza en su madre, la santa madonna», y que era consciente de la «enorme carga» que contrae con esta llamada.
Lo cierto es que Karol Wojtyla intentó llamar la atención de los portadores de decisión de la Iglesia con enorme energía en los años anteriores a ser elegido papa. El Telón de Acero, que normalmente impedía a las gentes del bloque del Este visitar Occidente, no existió para los estudiantes de teología ni para el arzobispo Wojtyla de Cracovia. Él visitó Bélgica y Francia, Alemania y Austria, pero también Canadá, USA, Australia, Filipinas y Nueva Guinea. Y por doquier expuso con encanto polaco a los funcionarios principales de las respectivas iglesias su visión de una Iglesia ofensivamente misionera, dinámica, pero al mismo tiempo absolutamente ortodoxa, y se predicó a sí mismo. Resulta casi increíble la cantidad de contactos que Wojtila estableció, de este modo, con hombres importantes de la Iglesia. Apareció a menudo en Viena, con el nuncio y el cardenal König, al igual que en Roma. Esta toma de contactos le resultaba fácil por su conocimiento de idiomas. Porque habla aceptablemente bien italiano, español, francés, inglés y alemán, puede parlar con muchas dignidades en su propio idioma. Pero el arzobispo de Cracovia pronto supo manejarse dentro del mismo Vaticano tan bien como en su propio obispado, y esta circunstancia tuvo su peso en la elección de papa; su predecesor, el papa Luciani, no cayó especialmente simpático a algunos señores en el Vaticano por su falta de habilidad e incapacidad de adecuarse a la marcha de la curia y por su profundo desconocimiento de la burocracia vaticana.
El Concilio Vaticano II dio a Karol Wojtila una gran oportunidad para aparecer en primera fila. «Tuve, dirá más tarde, la gran suerte de poder participar en el concilio desde el primer hasta el último día», lo vio como «una gracia especial de Dios». Al principio, por ser obispo auxiliar, se sienta bastante atrás en la ilustre asamblea conciliar, cerca de la puerta de entrada de la catedral de Pedro, a partir del tercer periodo de sesiones se arrimó más altar al ser nombrado arzobispo de Cracovia. Y de acuerdo con esta remoción espacial sus aportaciones conciliares fueron más vivas y decididas. «Al inició me encontré, porque era joven, más bien en fase de aprendizaje, y poco a poco pude ir aportando una colaboración más madura, participando creativamente en el concilio». Realmente participa más activa e intensamente que otros muchos colegas episcopales. Ya en el primer año conciliar, en el que muchos se sitúan discretamente todavía en un segundo plano, se estrena por dos veces y toma postura ante los problemas litúrgicos y las fuentes de la revelación. En total participa diez veces en el plenario del concilio, habla sobre la estructura del nuevo «esquema de la Iglesia», sobre la clarificación a cerca de la libertad de religión, sobre el apostolado de los laicos y sobre el «esquema XIII», es decir sobre aquel documento que se convertiría en la constitución pastoral Gaudium et spes«, dedicado a la Iglesia en el mundo de hoy. A ello hay que añadir sus intervenciones por escrito en el concilio, no menos de trece. Entre ellas se hallan listas enteras de propuestas de mejora y largos textos, totalmente acabados, sobre la constitución dogmática de la Iglesia, sobre la libertad religiosa, así como sobre el «esquema XIII» y los medios de comunicación social. Precisamente los cardenales más conservadores, que participan en el concilio, anotarán agradecidos que Wojtyla, en su aportación sobre el debate de la Iglesia en el 21.10.1963 se sigue aferrando a la separación estricta entre clérigos y laicos y prefiere la definición de Iglesia tradicionalista y triunfalista como societas perfecta, con sus supra y subordinaciones jerárquicas, que el concepto democrático de Iglesia como «pueblo de Dios» peregrino. Y adularía a todos los participantes en el concilio con las manifestaciones, que Wojtyla hizo en 1966 tras la finalización del concilio sobre el famoso «esquema XIII»: «los padres del concilio fueron los causantes de las ideas, los autores de los textos en contra de los teólogos».
Lisonja que apenas se correspondía con la realidad porque, en la mayoría de los casos, los teólogos de primer orden no sólo fueron los formuladores de los textos sino también quienes aportaron las ideas, pero Wojtyla cosechó esa sobrepuntuación deseada entre los funcionarios cabecillas de la Iglesia. Por lo demás, el hombre de Polonia era quien mejor debía conocer la discutibilidad de su manifestación puesto que se encontraba, durante el tercer periodo de sesiones, en el grupo que preparó el «esquema XIII». Él admite también que:
«De esta manera pude participar en los trabajos sumamente interesantes, que se componía de representantes de comisiones teológicas y del apostolado laico», con lo que se sentía obligado «como gran gracia» no sólo ante los obispos sino también «ante los teólogos», «con los que tuve la gran suerte de poder compartir mesa de trabajo. Debo agradecer mucho al padre Yves Congar y al padre De Lübac… Desde este momento me une con el padre De Lübac una amistad especial».
Ahora fueron precisamente Congar y De Lübac, teólogos notorios, a cuya inteligencia no le llegaba ningún obispo o papa a la suela del zapato aun cuando no reclamaran para sí, no como estos, ninguna especie de infalibilidad.
A los padres conciliares debió llamar también la atención el obispo polaco Wojtyla con sus aportaciones a un diálogo con judíos y ateos al igual que los problemas para la Iglesia, que se inferían de las filosofías del humanismo y marxismo. En resumen, hay que constatar que Karol Wojtyla aprovechó exquisitamente la oportunidad que le brindó el concilio para colocar en el centro de la atención de los padres del concilio su concepción predominantemente tradicional de la Iglesia y colocarse él mismo, con lo que preparó y puso otra piedra para su posterior elección como papa.
Tras la finalización del concilio (1965) Wojtyla siguió llamativamente presente en el centro romano de la Iglesia universal. El cardenal desarrolló una actividad intensa al mismo tiempo en tres conregaciones: en la importante Congregación del Clero, en la Congregación de Educación y en la del Oficio Divino. Se grangeó todavía con más fuerza la atención benevolente de obispos católicos y cardenales por sus actividades en el sínodo de obispos, aquella representación internacional de los obispos del Orbis catholicus, que como fruto del concilio debía acentuar el principio de colegialidad de la jerarquía eclesial y relativizar y reducir la monarquía autocrática del papado, que realmente no se ha conseguido. El cardenal polaco Wojtyla, que disponía dentro del clero desde hacía tiempo de una gran popularidad y un grado importante de notoriedad, fue elegido en 1974 por los restantes obispos para el consejo de la secretaría general del sínodo de obispos, compuesto de 16 personas. Incluso fue el cabecilla entre los miembros de este gremio importante porque fue quien más votos obtuvo. Hacía ya tiempo que él, en anteriores sínodos de obispos (1967, 69 y 1971), se había destacado ante los colegas por su presencia permanente y sus aportaciones a la discusión. Se grangeó reconocimiento.
Y también Pablo VI estaba convencido, desde hacía tiempo, de las grandes cualidades eclesiales de Karol Wojtyla. No sólo le nombró arzobispo de Cracovia en 1963 y cardenal en 1967 sino que, como signo especial de reconocimiento, permitió que le diera ejercicios espirituales: El futuro papa Wojtyla, todavía no previsible como tal, dio en 1976 al papa Montini y a todo su séquito supremo, a los cardenales y monsignori de la curia romana durante una semana larga, lecciones de meditación sobre piedad y espiritualidad en el seguimiento de Cristo y manera de vivir sacerdotal, sobre el colectivismo del Este y el consumismo de Occidente. Y el papa, al igual que sus aompañantes, quedaron profundamente impresionados, lo que fue un paso más en el peregrinar de Wojtyla camino a Roma. Existen suposiciones, basadas entre otras razones en los análisis de textos, que sostienen que el teólogo moral Wojtyla fue el verdadero autor de la tan discutida encíclica de 1968 sobre la «píldora».
El polaco tampoco desatiende el seguir permanentemente en el recuerdo de los altos dignatarios del Vaticano. Con este fin publica en Italia sus ejercicios en formato de libro, puesto que lo dicho oralmente con facilidad se lo lleva el viento. Cuida también Karol que sus otros libros aparezcan en italiano. Da numerosas conferencias en Roma y en toda Italia, por ejemplo en la universidad de Milán, al tiempo que acentúa su cercanía con la gente visitando solícitamente lugares italianos de peregrinación mariana. E incluso aparece en el congreso eucarístico mundial en la lejana Manila, siendo uno de los oradores principales.
Todas las actividades mencionadas hasta ahora se presentan muy en segundo plano respecto a su implicación en la construcción de una Iglesia en Nowa Huta. A esto se debe, según él, que sea loado a nivel mundial como símbolo de la resistencia exitosa por motivos religiosos contra el ateísmo comunista. La Nowa Huta (literalmente: la nueva cabaña) debía ser originariamente el símbolo triunfal de una «ciudad sin Dios». En un inmenso solar al este de Cracovia los gobernantes comunistas de Polonia montaron un monumental complejo industrial. Surgieron inmensas naves industriales, la mayor la cabaña Lenin. Se establecieron aquí 20.000 familias de todo Polonia, habitan silos grises de cemento dispuestos expresamente. Mediante un trabajo laborioso de «hormigas» en la nueva y pujante ciudad industrial deben contribuir a conseguir, por fin, la victoria de un socialismo económicamente exitoso en una Polonia hasta ahora fundamentalmente agrícola y producir, como si dijéramos, la prueba experimental de que se puede vivir bien sin religión cuando le va bien materialmente a la persona afectada. Por eso, según la planificación y el querer de los soberanos políticos, en la gran superficie industrial no debe erigirse iglesia alguna.
Pero se equivocan gravemente. Con su religiosidad increíblemente vital e irracional los trabajadores polacos protestan vehementemente en Nowa Huta contra la programación atea. Y participan los sacerdotes. Como en una permanente ceremonia mágica de conjuro celebran misas ininterrumpidamente desde las seis de la mañana a las ocho de la noche al aire libre a los miles de habitantes. Y erigen una gran cruz, que sobresale por encima de todos los edificios. Pero el régimen sigue negando la construcción de cualquier iglesia. Más, manda tirar la cruz y en su lugar edificar una escuela. Fracasa el intento. La masa de trabajadores creyentes se enrabietan. Asaltan el ayuntamiento de Nowa Huta y expulsan a los funcionarios comunistas. Durante tres largos días gobiernan sobre la «ciudad sin Dios». Luego llegan unidades especiales de la milicia de Varsovia y de Katovice. Se llevan a cabo auténticas batallas campales en las calles. Son asesinados dos guardias nacionales y un trabajador muere a causa de sus heridas. Se sofoca la revuelta, muchos son encarcelados y evacuadas de Nowa Huta familias enteras, pero la cruz sigue en pie.
Durante la revuelta se retira el clero. También el obispo Wojtyla. Nunca fue tema suyo la rebelión a pecho descubierto, ni mucho menos la revolución mientras viviera en Polonia. Prefería el trato diplomático con el régimen. Respecto a la sublevación en Nowa Huta aclara que fue «una victoria de la fe», pero que esta victoria «se consiguió a peso de oro». Incluso un comentador jubiloso reconoce la enorme flexibilidad política de Wojtyla en este asunto: «Manejando consigue un compromiso tras otro de los funcionarios locales del partido. ¡Y al final se consigue una victoria incruenta!» Pasan casi 20 años hasta que el proyecto-prototipo del socialismo de Nowa Huta autorice una iglesia, en octubre de 1967. El edificio se terminó en 1977.
Casi toda la Iglesia católica del mundo participó entusiasmada en la erección de esta iglesia. Participaron resueltamente estudiantes de Occidente, polacos exilados en USA contribuyeron con grandes donaciones, una parte del acero le llegó del Austria Superior, Estados Unidos obsequió como adorno para el tabernáculo una muestra de piedra lunar, que los astronautas habían traído a la tierra. El papa Pablo VI, impresionado, entregó al cardenal de Cracovia un trozo de muro del supuesto sepulcro de Pedro para incluirlo como parte de la piedra fundamental.
Y el cardenal Wojtyla consagra la nueva iglesia de Nowa Huta el 15 de mayo de 1977 a «María, la reina de Polonia», y vitorea a las decenas de miles de personas que se agolpan: «Vosotros no consentís que Dios muera aquí, sois vosotros los que habéis edificado la iglesia al Dios vivo», porque él, en definitiva, se ha convertido para todo el mundo católico en símbolo brillante y destacado de la resistencia heroica contra el poder ateo del estado, y esto, a pesar de que según la tesis marxista son las masas y no los individuos quienes hacen la revolución, no se dio en ningún otro lugar como en Nowa Huta. Los héroes fueron los trabajadores sublevados y, sin embargo, los frutos de su revolución cosechó el clero, sobre todo su jefe: Karol Wojtyla.
En su esfuerzo sistemático por ser todo para todos, sobre todo de llegar a ser todo para todos -posiblemente también papa- Wojtyla parecía no querer dejar nada en el tintero, nada que le pareciera importante. Conocía el gran influjo del episcopado alemán en Roma, y entre los cardenales y obispos del Tercer Mundo. Sumas considerables de donaciones de la Iglesia católica alemana fluían hacia el Vaticano, siempre hambriento de dinero, y también hacia las pobres Iglesias del Tercer Mundo, sobre todo a Sudamérica. Y la archidiócesis de Colonia, a cuyo frente estaba entonces el cardenal Höffner, con su presupuesto anual de más de un millardo de marcos alemanes era y es el obispado más rico del mundo. Reflejo de esta situación era importante el influjo que los cardenales alemanes podían ejercer en la elección del papa.
Así que el cardenal Karol Wojtyla, juntamente con el primado Wyszynski, emprende en septiembre de 1978 (¡un mes antes de la elección de papa!) el que sería su famoso viaje histórico de la reconciliación con los obispos alemanes. Ya en 1965 -tras la enemistad entre los dos pueblos por la invasión de Polonia por Hitler, la expulsión de 12 millones de alemanes tras 1945 y la fase de la guerra fría durante las dos décadas siguientes- se había dado un gran paso en la reconciliación de la Iglesia católica polaca y alemana. Los obispos polacos dirigieron en noviembre de 1965 una carta de reconciliación a sus colegas alemanes, concebida sobre todo por el arzobispo de Wroclaw (Breslau), el cardenal Kominek, pero en cuya redacción intervinieron también Wyszynski y Wojtyla. Es verdad que en esta carta se ennumeraba la lista de crímenes que los alemanes habían cometido en Polonia, pero terminaba muy conciliadoramente: «En este espíritu muy cristiano y a la vez muy humano, tendemos nuestras manos hacia vosotros… ofreciendo e implorando perdón». En la carta, enviada durante el Concilio Vaticano II, se hace referencia a los contactos entre los obispos polacos y alemanes y en ellos Karol Wojtyla pudo haber jugado un papel importante. De él dijeron también importantes funcionarios alemanes en el Vaticano que siempre les llamó la atención que, en todos los encuentros, hablara siempre con ellos en alemán.
Naturalmente que algunos obispos alemanes aceptaron la invitación expresa, hecha en la carta de reconciliación para la celebración del milenio, es decir los mil años de existencia de la Iglesia católica en Polonia,, lo que sirvió como base para nuevos contactos estrechos entre los colegios episcopales de ambos países. Y es ahora -en septiembre de 1978- cuando sucede la culminación de todo: La peregrinación de Wojtyla y Wyszynski al sepulcro de san Bonifacio de Fulda, el apóstol de los alemanes, la participación en la asamblea plenaria de otoño de la conferencia episcopal alemana, y luego las importantes visitas al cardenal Höffner de Colonia, al cardenal Ratzinger de Munich y al cardenal Volk de Maguncia, donde la facultad de teología de la universidad concedió solemnemente a Wojtyla la dignidad de doctor honoris causa. No hay duda que los diálogos intensos, que Wyszynski y Wojtyla mantuvieron con los tres cardenales alemanes influyentes, fueron otra piedra importante en el camino del metropolitano cracoviano hacia el supremo cargo de la Iglesia.
Y aquí de nuevo se manifestó la agilidad diplomática de Karol. Mientras el fervoroso patriota Wyszynski se mostraba orgulloso e inflexible en sus apariciones y conversaciones en Alemania, aludiendo continuamente a la culpa histórica de Alemania con Polonia, el no menos orgulloso de su nacionalidad, el arzobispo de Cracovia, emitía tonos más reconciliables e incluso tuvo palabras de conmiseración para los alemanes expulsados. ¡Y eso nunca lo olvidaron los funcionarios de primera fila de la Iglesia católica alemana! Le mostraron su agradecimiento en su elección de papa, y no les faltó razón en ser agradecidos por el gran «acto de reconciliación» entre el pueblo polaco y el alemán, porque este abrazo partió fundamentalmente por iniciativa de los colegas polacos. Y cabe decir con una probabilidad rayana en la certeza, que ya en 1978 el influyente cardenal Höffner de Colonia pensó en la elección de Wojtyla como papa, como muestra lo formulado expresamente por él en 1980, con motivo de la visita del papa a Alemania:
«Es providencial que usted, santo padre, precisamente en esta hora histórica, que es para la Iglesia oportunidad y desafío, se haya acercado a nosotros… Su fe fortalece la nuestra. Su valor nos anima… Usted es testigo y garante de la pureza de nuestra fe».
A los obispos de Alemania, inseguros en su fe, donde la exploración de los nuevos tiempos y la crítica de la religión se mostraba mucho más pujante, radical y extendida que en Polonia, el defensor fidei contra el ateísmo comunista en Polonia, el misionero místico fervoroso de la fe, Wojtyla, tenía que aparecer como el último salvador enviado por Dios a un mundo cada vez más vacilante en su fe, cuya elección como papa ellos consideraron como un deber ciego.
De manera semejante vieron también algunos obispos y cardenales de USA; y no sólo ellos, también círculos influyentes económica y políticamente de Estados Unidos, que apoyaban a sus obispos y cardenales. Desde hacía mucho tiempo constituía para ellos una espina clavada en los ojos que el capitalismo, con su impulso de lucro y beneficio forzosamente global y capaz de superar toda frontera, tuviera que pararse ante el Telón de Acero, que la ideología del liberalismo al servicio del capitalismo fuera bloqueada tras esta barrera por la ideología del comunismo. Estos círculos vieron en el polaco Wojtyla a un líder espiritual, que podía contribuir de manera substancial a la supresión de la división de Europa y del mundo en dos bloques. Wojtyla siempre había acentuado la trabazón de Polonia con Occidente, entendible y comprensible para la mayoría de sus paisanos: «Nosotros, polacos, elegimos desde hace mil años el camino de Occidente». Desde que el duque polaco Mieszko I fuera bautizado en el 966, Polonia siempre fue considerada como baluarte de la Europa de Occidente contra Asia, contra tártaros, rusos y turcos, como defensora de poniente, y también como avanzadilla del catolicismo contra la Iglesia ortodoxa rusa, siempre al servicio de los zares, de los blancos y de los rojos. Los obispos Wyszynski y Wojtyla tampoco omitieron referirse una y otra vez a esta función de defensa y baluarte del catolicismo polaco contra el ateísmo marxista-leninista. Siempre consideraron que el ateísmo de este cuño suponía el mayor peligro, y sólo veían en la reunificación de Europa bajo augurio cristiano el camino efectivo para la superación del ateísmo soviético.
En muchos puntos la concepción de Wojtyla coincidía con la ideología de los potentes lobbies de USA tanto política como económicamente. En las visitas a USA pudo exponer y matizar su concepto en numerosas charlas con políticos y hombres de la Iglesia, aun cuando apenas necesitaba tras los sucesos de Nowa Huta, descritos anteriormente y que le habían convertido en defensor exitoso de la fe contra el comunismo «ateo». Sobre todo para la CIA y la sección americana-US de la «Soberana Orden Militar de Malta»2 Wojtyla personificaba la esperanza de hacer saltar en añicos el acerado bloque del Este. Los cardenales americanos de USA, como directos votantes del papa, se vieron inspirados y motivados, por tanto, aun cuando ellos no poseyeran la ideología occidental polaco-católica del cardenal Krol de Filadelfia, de origen polaco, que suplementariamente influyó en los cardenales colegas americanos. Por tanto no fue ningún milagro que el Time, revista de noticias de Estados Unidos de ordinario muy bien informada, calificara a Wojtyla antes del cónclave como candidato a papa. También algunos cardenales españoles y sudamericanos se habían dado cuenta de dónde soplaba el viento, ya que antes de entrar al cónclave se habían aprovisionado de todas las publicaciones de Wojtyla existentes en librerías.
Tras su elección como papa Wojtyla manifestó frente a USA, de modo permanente, su agradecimiento por el apoyo manifestado. En relación no sólo con Sudamérica su «política exterior» sintonizó con USA y por doquier, en Europa o allende los mares, promocionó sus intereses. Fue el primer papa que visitó la Casa Blanca en 1979 y expresó loas por los altos valores morales y espirituales en la vida de la América moderna, por el apoyo a los pobres, necesitados y oprimidos. Cuando los obispos de USA prepararon una carta pastoral que, en contraposición a las palabras laudatorias del papa, quería censurar y reprender la horrible política social, económica y de ayuda exterior de la administración Reagan, el presidente de USA logró del papa Wojtyla que dicha carta apareciera sólo después de la reelección de Reagan, es decir en un momento en el que apenas le podía dañar. Cuando en 1982 los obispos de Estados Unidos prepararon un documento contra la estrategia atómica y a favor de la renuncia de las armas atómicas preventivas, intervino ante el papa el entonces vicepresidente de la CIA Vernon Walters, también miembro de la «Soberana Orden Militar de Malta, y de inmediato se impuso un rebaje del documento. Y Wojtyla reprendió duramente a una parte de los obispos, que se mostraron en contra. Por primera vez años más tarde, a inicios de 1998, Juan Pablo II en su visita a Cuba hizo una crítica a media voz contra la política de embargo de USA. A pesar de todo a Estados Unidos y a él les unió durante todo su pontificado y también en esta visita a Cuba un gran objetivo: La eliminación total del comunismo de la faz de la tierra.
Regan se mostró en su tiempo agradecido: Su administración reinició plenas relaciones diplomáticas, como las no habidas desde 1867, nombrando a un embajador ante la Santa Sede. Naturalmente que en todo esto jugó también un papel el que los dos exactores, Reagan y Wojtyla, alimentaran parecidas ideas sobre el imperio soviético, como era conocido el primero lo había calificado de «reino del demonio». Wojtyla por su parte estaba firmemente convencido del cumplimiento de la profecía de la madre de Dios de Fátima, según la cual la atea Unión Soviética se convertiría. Y cuando los príncipes de la Iglesia creen en una profecía no se quedan callados y en silencio, como sus ovejas creyentes, a que se cumpla sino que contribuyen poderosamente. Es el caso del papa Wojtyla. Apoyó intensa moral, política y financieramente el movimiento polaco Solidarnosc con Lech Walesa al frente. De igual forma lo hizo Estados Unidos y, sobre todo, la CIA. Presionaron a Moscú con armamento y amenazas y apoyaron las huelgas del sindicato «Solaridad» con millones de dólares. Se puede decir sin exagerar que el terremoto revolucionario, que desató el movimiento de «Solidaridad» en Polonia y en sus países vecinos socialistas, hasta en Rusia, no hubiera tenido éxito sin la ayuda activa y masiva del papa polaco. Quizá el atentado del 13 de mayo de 1981 fue la revancha de algún servicio secreto del Este, actuando desde el retiro y la reserva, por la influencia de la CIA en la elección de este papa y por su postura anticumunista y proamericana. Palabras originales de Wojtyla: «Cuando fui herido por la bala del autor del atentadono observé que precisamente ese día era el aniversario del hecho en el que María se apareció a las tres niñas de Fátima en Portugal y les anunció aquel mensaje que se cumpliría ahora, al final de siglo»3.
Todavía los soberanos del Kremlin no sospechaban que con el apoyo del papa en menos de diez años se desplomaría todo el imperio soviético. El papa Wojtyla debía llevar a cabo las expectativas que la política de USA había pensado con su elección.
En ayuda del papa polaco, en sus esfuerzos por liberar a su patria de los señores comunistas, acudieron los norteamericanos y también el hecho de que el presidente Reagan se hubiera rodeado de católicos ortodoxos. El jefe de la CIA, Willian Casey, por ejemplo, era un católico devoto del papa, también el ya mencionado Vernon Walters, posteriormente elegido enviado extraordinario. Hubo contactos del servicio secreto de la CIA con el papa. El jefe de la CIA Casey le visitó varias veces, y Walters explicó al papa fotos secretas vía satélite de los servicios secretos de USA. La mojigatería fue tal que Casey y su entonces sustituto Robert Gates rezaron juntos con el papa, y Walters incluso hizo que el papa le bendijera rosarios. La colaboración en politicis floreció también magníficamente: La CIA reveló al papa secretos sobre las debilidades, dificultades y planes de la Unión Soviética. El papa les informó sobre sentimientos y movimientos en el pueblo, que él había conseguido mediante el «mejor servicio secreto», los sacerdotes del bloque del Este, ofreciéndolos a los servicios secretos de USA. Gates: «Pienso que el papa sabía más que nosotros».
Los soviéticos no eran tan tontos como para que nada supieran sobre esta connection «Vaticano-CIA». Estaban convencidos que también el asesor de seguridad de USA Zbigniew Brzezinski, un halcón antisoviético, metió mano en la elección de Wojtyla como papa. Tras el desplome del bloque del Este, Michail Gorbatschow escribió en 1992 que «sin el papel político poderoso del papa hubieran sido impensables los sucesos del Este». «La elección de Wojtyla como papa fue el momento decisivo», atestigua el entonces ministro del interior polaco y jefe del servicio secreto, el general Kiszczak. «Fue el principio del fin».
Incluso representantes determinantes de esta Holy Alliance han atestiguado la importancia decisiva de la conexión entre el Vaticano y USA -su meta común, el sometimiento del bloque del Este se hizo ahora irrevocable. En una entrevista con los periodistas H. Blondiau y U. Gümpel informó hace unos pocos años el confesor entonces de Walesa, el prelado de Danzig Henryk Jankowski: «Juan Pablo II fue desde el inicio quien causó el desmoronamiento de todo el sistema comunista. Como sacerdote influí en el nacimiento de Solidarnosc. Había que tratarle como a un niño». (Curiosamente una anotación de doble sentido, puesto que este prelado ha sido acusado actualmente de abuso de niños…) También Jankowski admite con toda franqueza la financiación de Solidarnosc a través del Vaticano sirviéndose conscientemente de procedimientos barrocos: «En la situación en la que se encontraba entonces Polonia, era inimaginable que el papa hubiera abandonado a sus propios prójimos, a sus paisanos pobres, internados o encerrados en la cárcel. Apoyó todo lo que servía a la expansión de la Iglesia. Si hay que guerrear hace falta dinero. Y si se quiere proseguir la guerra también se necesita dinero. Y si se quiere ganar una guerra, se necesita todavía más dinero».
Apenas 20 años después de esta «guerra», anotaba el vicepresidente de la CIA Vernon Walters: «Lo que se emprendió entonces sigue todavía sujeto al mantenimiento del secreto». Lo que sí tiene claro es que «los soviéticos perdieron una batalla» cuando Wojtyla fue elegido papa. A la pregunta sobre qué donativos recibió entonces Solidarnosc, el ex servidor secreto es más concreto: «Todo lo posible. Por ejemplo, Solidarnosc recibió máquinas de fax, impresoras y otras cosas. En cualquier caso cosas que antes no tenían. Entendieron que estas ayudas no llueven del cielo, en cualquier caso no directamente del cielo. Fue asombroso llevar a Solidarnosc al poder. El trabajo conjunto entre el Vaticano y USA, entre el papa y Reagan, fue el factor decisivo para la liberación de Polonia y el desmoronamiento del régimen soviético». Y el ministro de Asuntos Exteriores de Reagan, Alexander Haig, resume: «Cuando pienso en la situación de entonces, sólo puedo constatar una cosa: Este papa, con su personalidad, fue quien más aportó. A él corresponde la mayor parte de la victoria. Y si hoy todos nos felicitamos mutuamente, es al Vaticano, al papa, a quien debemos estar especialmente agradecidos».
También el papa había satisfecho las esperanzas de la orden anticomunista «Opus Dei». Esta organización secreta, actualmente la más poderosa e influyente, pero también la más rigorista, reaccionaria y fundamentalista de la Iglesia católica, a la que el director de estudios de una academia católica califica como «mafia católica», en modo alguno consentía que no se pudiera desarrollar plenamente al otro lado del Telón de Acero su estrategia totalitaria y universal mediante la infiltración en todas las élites de poder: económicas, de bancos, en la ciencia, dentro de los medios de comunicación y en la Iglesia. Mientras papas como Juan XXIII y Pablo VI mantuvieron ante el Opus Dei cierta reserva y desconfianza, aun cuando se les hubiera ofrecido a ellos como «cuerpo móvil» y «grupo de ataque del papa» con la disciplina más severa y la máxima eficiencia, Wojtyla -ya siendo arzobispo de Cracovia- mantuvo contactos estrechos con el Opus Dei y como papa les cubrió de favores y privilegios especiales, hasta imponer la beatificación a toda prisa de su fundador sumamente discutido, del español Josemaría Escrivá de Balaguer. El aumento de poder dentro de la Iglesia del Opus Dei, a quien Juan Pablo II promocionó sistemáticamente, muestra que también los miembros y simpatizantes del Opus Dei entre los cardenales, que elegían papa, habrían votado por Wojtyla. Por razones sistemáticas, hablaremos más sobre el Opus Dei, en el capítulo sobre la política interna del papa en la Iglesia4.
El «milagro de la providencia divina», a la que muchos católicos atribuyeron la elección de un papa polaco, se manifiesta, tras un examen detallado, como una acción ejecutada de modo muy sistemático por distintos grupos de intereses muy mundanos, que influyeron desde retaguardia en los cardenales».
1 Véase a este respecto Yallop, D. A., Im Namen Gottes? Der mysteriöse Tod des 33-Tage-Papstes Johannes Paul I , Munich 1988, y Deschner, K.H., Ein Jahrhundert Heilsgeschichte , Colonia 1983
2 A este respeto véase en el apartado Hollywood y los caballeros de Malta, pág. 121 del libro Biografía no autorizada del Vaticano de Santiago Camacho, mr ediciones, Madrid 2005.
3 Hermann, H. En Juan Pablo II: «… en la visita del papa a Varsovia Wojtyla resalta ante un gentío enorme, que le aclama, el derecho del pueblo polaco a la autodefensa, alaba su sed de libertad y justicia y canoniza a dos sacerdotes, que con las armas en la mano lucharon en Polonia contra de la represión zarista. Celebra exaltado el «amor heroico de ambos por la patria» y llama «en esta ocasión a los polacos a la victoria». Así sonó en Varsovia el desafío. ¿Política a través de la canonización»
4 Curiosamente, el libro de Mettner, Die katholische Mafia, apareció publicado en la misma editorial que un libro de Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, en la editorial Hoffmann & Campe. Ni que decir tiene que el Opus Dei y los contactos del papa vertieron sobre este libro una crítica demoledora.