Este martes 24 (escribo el sábado 21) vamos a estar en huelga en la universidad pública por aquello del 3+2, 4+1, etc., es decir, ahora los grados de las diferentes carreras suelen ser de cuatro años y se baraja por parte del ministerio bajarlos a tres o seguir con los cuatro, según criterio de cada […]
Este martes 24 (escribo el sábado 21) vamos a estar en huelga en la universidad pública por aquello del 3+2, 4+1, etc., es decir, ahora los grados de las diferentes carreras suelen ser de cuatro años y se baraja por parte del ministerio bajarlos a tres o seguir con los cuatro, según criterio de cada universidad, más uno o dos años dedicados a un máster oficial de especialización cuyo coste adicional iría en detrimento de las familias con menos recursos en contra de la opinión oficial de que en realidad las familias ahorrarían dinero.
Todo un desbarajuste en el que las dos posturas llevan su porcentaje de razón, sobre todo los convocantes de la huelga. Pero eso no quiere decir que no pueda aplicarse una visión crítica por parte de quien firma estas líneas que por supuesto va a secundar la huelga, pienso ausentarme del aula el día de autos pero, eso sí, no voy a manifestaciones a gritar y a tocar el pito ni a ponerme camisetas verdes por una sencilla razón: creo que los señores del gobierno central persiguen dañar a la universidad pública porque para eso representan la nueva revolución neoliberal que se está consumando poco a poco. Pero los contrarios tienen en su interior a unos elementos que son igualmente dañinos para la universidad pública en la que creo firmemente y por eso debemos someterla a una autocrítica en la que se incluya prescindir de todos los elementos humanos que desde dentro la perjudican por dejadez o por eso que ahora se llama populismo.
Sentada la premisa de que el ministerio actual va a lo suyo, o sea, a premiar a la universidad privada y a destruir a la pública, lo que vivo diariamente como profesor me aconseja centrarme más en la autocrítica de algunos aspectos del sistema público.
Primero, quiero dejar fuera de duda la preeminencia absoluta de la universidad pública sobre la privada en España. Salvo dos o tres casos, las universidades privadas representan el lugar donde los profesores están cargados de clases, se investiga poco y en ella desembocan los estudiantes que ni siquiera son capaces de superar una prueba de selectividad que logran aprobar más del noventa por ciento de los que la desarrollan. Esto ya de por sí es un disparate pero es la realidad. Se diga lo que se diga, me acusen de elitista o no, a la universidad no puede llegar cualquiera y cuando digo esto pienso en alumnos y en profesores. El nivel de los alumnos es en muchos casos alarmantemente bajo y entre el profesorado falta reciclaje, interés, vocación, estímulo al discente. Es cierto que la burocracia pública desalienta a cualquiera pero de eso no tienen la culpa los alumnos, la obligación de un profesor es ir a clase como si fuera el primer día -nervioso y preparado- a instruir a ese acaso cinco o diez por ciento de alumnos que realmente merecen unas enseñanzas de auténtica calidad porque muchos son los llamados y pocos los elegidos.
La política de becas es nefasta pero también es cierto que llevamos decenios con planes de estudios blandos y permisivos en el colegio y en el instituto, unos planes que premian más al mediocre que al que sobresale y de estos polvos vienen los lodos posteriores porque a la universidad llegan numerosos jóvenes sin preparación al tiempo que los informes internacionales nos colocan a la cola y se va formando una clase política, gestora y empresarial totalmente inadecuada para los tiempos que corremos.
Más claro: a las personas se las sitúa a todas en la misma línea de salida y aún así algunos -por nacimiento- estarán de hecho unos pasos más adelante pero eso ya no es culpa de ellos sino del sistema en el que estamos. Si no se elimina ese sistema -que es la causa radical de las desigualdades- quienes claman por la igualdad sin suprimir sus causas profundas sencillamente son unos hipócritas engañabobos que seguramente -sumándolos a todos- habrán ganado las elecciones en Andalucía, una de las dos o tres zonas más atrasadas de España donde quienes se llaman de izquierdas llevan gobernando desde 1982.
Una vez teóricamente situados todos en la misma línea de salida los goles ya tienen que meterlos los interesados -eso sí, una enseñanza progresista y de calidad exige un seguimiento caso por caso- y es repudiable que un estudiante que ha suspendido asignaturas pueda beneficiarse de una beca porque entonces al que aprueba y con nota hay que darle cinco becas. Me limito a mirar por el dinero público y a premiar el esfuerzo, una palabra al parecer olvidada en estos tiempos en nombre de una demagógica igualdad. Por su parte, no es lo mismo un profesor con unos buenos méritos curriculares que otro cuyas virtudes académicas no sean tantas. Pero el tratamiento que se les da a ambos es igual o muy parecido. ¿Qué es esto? ¿Lo público equivale a cuantificación, injusticia por supuesta igualdad, revolución trotskista-anarquista permanente pero mal entendida?
Y ahora vayamos al 3+2 o 4+1, un desbarajuste intencionado que significa dejación de responsabilidades y funciones por parte del gobierno estatal que enfrenta entre sí a las universidades en beneficio de las privadas y que reduce la formación de un ser humano de nuevo a números. Las preguntas son: ¿qué materias y cuánto tiempo precisa un alumno para que salga al mercado con garantías y una formación académica? ¿Cuánto dinero cuesta eso? Por ahí se debe empezar. Quiero recordar que las normativas no exigen cursar un máster sino que afirman que el alumno debe salir de la universidad con un grado bajo el brazo que le permita empezar a ejercer una profesión. Por tanto, eso es competencia no sólo de cómo se legisle desde Madrid sino de los gobiernos autonómicos y de los rectores. Y ahí viene el problema: al menos en lo que yo conozco -la formación en comunicación y periodismo- el alumno no se va al mercado con la debida preparación porque los grados no son los convenientes para lograr ese fin. De manera que no iré a impartir clases en esa u otra huelga similar pero las seguiré ahora y en el futuro tapándome la nariz si es que persiste la situación que denuncio.
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