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Huir de los dioses

Fuentes: La Calle del Medio

Hace unos meses, de paso por Barcelona, me fijé en la palabra «Farlopa» escrita en numerosos muros del centro de la ciudad y pensé en la reacción de un extranjero con buenos conocimientos de español, pero al que esta palabra de argot, nacida en medios marginales para designar la «cocaína», le resultase completamente misteriosa. Se […]


Hace unos meses, de paso por Barcelona, me fijé en la palabra «Farlopa» escrita en numerosos muros del centro de la ciudad y pensé en la reacción de un extranjero con buenos conocimientos de español, pero al que esta palabra de argot, nacida en medios marginales para designar la «cocaína», le resultase completamente misteriosa. Se me ocurrió entonces imaginar una historia borgesiana en la que un erudito se ve interpelado por una palabra desconocida escrita en la pared, una palabra redonda trazada sin ningún propósito político, ideológico o publicitario, salida del alma como el nombre de una amante o un estornudo, y trata de averiguar su significado preguntando a los viandantes. Nadie sabe qué quiere decir, por lo que esa palabra (como la «farlopa» de Barcelona) adquiere a sus ojos el rango de una civilización olvidada o el aura de un misterio contra corriente.

Nuestro extranjero siente por eso una gran decepción cuando acude a internet y descubre que la palabra está ya en Google. Pero enseguida se da cuenta de que lo que recoge Google no es su significado sino su presencia en los muros de Barcelona: lo que esa palabra «significa» es precisamente el fenómeno social de su premeditada escritura en las paredes de la ciudad. Comprende entonces que hay alguien tratando de escapar a Google y decide sumarse a la tarea. Repara en que todo el lenguaje humano ha acabado atrapado en un aparato digestivo omnipotente; busca, pues, una palabra libre, no rozada aún por la red y sus tentáculos. Comienza a inventar palabras morfológicamente españolas («estrumia», «brinia» o «brostia») cuya búsqueda no dé ningún resultado en Google y a pintarlas de noche en los portales, en el metro, en las fachadas de los teatros, de manera que exista sin ningún sentido, como un lunar o un trébol de cuatro hojas, y los paseantes se vuelvan locos tratando de averiguar su significado. Pero es una carrera inútil y sin final. Porque a los pocos días de escribir, por ejemplo, «gipera» en la puerta de una iglesia la propia búsqueda de los curiosos ha generado ya una entrada en Google, que en todo caso se empeña, si fracasa, en sugerir variantes («gimpera») o corregir la escritura para llevarlos a otra parte.

Nuestro erudito en fuga inventa y abandona palabras cada vez más deprisa. En cuanto «frina» se convierte en una palabra prisionera, cuando queda atrapada en Google -porque ha pasado a nombrar un fenómeno social o un autor desconocido-, el erudito la descarta y comienza de nuevo. Cada vez transcurre menos tiempo entre dos palabras y cada vez le quedan menos palabras en la cabeza. Pero le parece, rebelde y ya asesino, que el destino de la humanidad, como especie parlante libre, depende de destruir Google introduciendo allí una palabra que el buscador no pueda asimilar o que mate de angustia al usuario que reciba una y otra vez la misma respuesta sin esperanza: «su búsqueda no ha dado ningún resultado».

Google no es un diccionario. Es un dios. Me acordaba de este proyecto de cuento leyendo hace poco un artículo en el que se recogen algunas de las extravagantes búsquedas que los humanos hacen cotidianamente en el motor de Google. No son exactamente búsquedas. Hay matrimonios que discuten sobre un acontecimiento remoto de su vida privada (¿qué película vimos María y yo en nuestro primer encuentro?) y acuden a Google para que dirima quién tiene razón. Hay búsquedas absurdas («quiero ver imágenes eróticas de la mujer invisible» o «cuál fue la primera persona del planeta a la que llamaron Víctor»), peticiones clandestinas o mágicas de páginas «ultrasecretas», de contactos con extraterrestres o de hechizos para ganar la lotería, y confesiones íntimas y súplicas angustiosas («quiero casarme con un árabe gay millonario» o «quiero ser feliz»). Frente a Google, los seres humanos se comportan como frente a una imagen de Cristo o de la Virgen: lo interpelan a partir de la doble ilusión de que mantienen con él una relación personal y privada y de que es omnipotente. Se le puede confesar todo y pedir cualquier cosa -incluso criminal o ilegal- sin que jamás nos traicione o nos defraude. Como jamás calla y, si no tiene lo que buscamos, nos ofrece otra cosa, desviándonos mínimamente de nuestra pesquisa original mediante sugerencias o correcciones, alimenta sin cesar esta autoridad de oráculo y de sacerdocio. Ningún dios ha respondido jamás tan deprisa y ha decepcionado menos. Por eso ninguna angustia metafísica, ningún tormento ateo puede equipararse al horror religioso que siente un usuario de Google cuando tropieza con el muro vacío: «su búsqueda no ha dado ningún resultado». O con ese abismo infernal del bucle sin salida: «el servidor está redirigiendo la solicitud a esta dirección de una manera en la que no terminará nunca». Internet es al mismo tiempo una teología, una teodicea y una iglesia.

Así lo declaraba hace poco Julian Assange al decir que Google es más poderoso que la Iglesia y describir su funcionamiento como «un gran confesionario»: «el dominio (de la Iglesia) se expresaba a través de franquicias locales y no era tan fácil que el centro controlase la periferia, todo tenía que filtrarse a través de muchos individuos y de muchos intereses. No es así con Google, donde todo pasa a través del mismo centro de control, es como si solo existiese el Vaticano con un solo confesionario». Todos conocemos las consecuencias políticas y comerciales de esta tramoya. En este «gran confesionario» todos estamos constantemente haciendo confidencias que son luego utilizadas para controlar nuestras vidas o nuestros deseos. En términos políticos, las grandes centrales de inteligencia de las grandes potencias disponen así de información pormenorizada e individual de las más diminutas y marginales «irregularidades». En términos económicos, Google proporciona gigantescos bancos de datos a las multinacionales del consumo, que responden a cada súplica angustiosa («quiero ser feliz») proponiendo un viaje, un gadget o una nueva casa perfectamente ajustadas a nuestras necesidades (que nosotros no conocíamos).

Pero me interesa casi más, en cualquier caso, esa dimensión religiosa que Google recoge de las profundidades de la historia y prolonga en una formato tecnológico. La relación de los usuarios con Google, tan rentable para el capitalismo, revela una humanidad desnuda, desamparada, solitaria y angustiada. Una humanidad que quizás no tiene arreglo, ni en este ni en ningún otro mundo posible, pero que, en cualquier caso, si busca en Google un confidente, un médico, un hechicero y una iglesia es porque no dispone de ningún medio colectivo -es decir, político- para cambiar el mundo, para cambiar de mundo. Cuando establezcamos las condiciones sociales para un poco de felicidad individual, seguirá habiendo infelicidad y dolor, suficientes al menos para el delirio, la literatura y la superstición. Pero estoy seguro de que si fuese más fácil acceder a un poco de sexo, un poco de amor, un poco de amistad, un poco de riqueza, un poco de trabajo, un poco de cerveza, un poco de cultura y un poco de belleza, no cederíamos tan fácilmente nuestras palabras, nuestros secretos y nuestras vidas a ningún dios omnipotente -y menos a uno con sacerdotes de la CIA, Monsanto y Wall Street.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.