Traducido del italiano para Rebelión y Tlaxcala por Gorka Larrabeiti
Los estados occidentales enseñan sus músculos cuando se trata de imponer a los ciudadanos las reglas de un orden público cada vez más rígido. Lo hacen bajo el estandarte de la ideología penal de la «Tolerancia cero», que se ha afirmado en los EE.UU., y que después se ha difundido rápidamente en muchos países occidentales por la deriva de la globalización. Como objeto de un minucioso control del territorio y de una represión inflexible se toman comportamientos marginales, aún los de más leve entidad, de personas que no se adecuan a los modelos del conformismo social. Esta es la tesis que sostiene y documenta Lucia Re en Carcere e globalizzazione. Il boom penitenziario negli Stati Uniti e in Europa [Laterza, p. 212, €18]. Gran Bretaña y sucesivamente otros países europeos están abrazando la ideología de la «tolerancia cero» según una tendencia de rápido aumento de la población carcelaria: en Italia, en pocos años, se ha pasado de una media estable de 40-45.000 detenidos a los 56.000 de principios de 2005; en Gran Bretaña, en 10 años, de 50.000 a 76.000.
EE.UU. goza hoy de una primacía planetaria: desde 1980, la población penitenciaria se ha triplicado con creces, hasta llegar a 2.130.000 detenidos a mediados de 2004. El porcentaje de detenciones es el más alto del mundo: 726 encarcelados por cada 100.000 ciudadanos, 7 veces más que en Italia. Datos aún más relevantes si se considera que en EE.UU. los detenidos son sólo un tercio de la población sujeta a sanciones penales: más de 4 millones están sometidos a medidas cautelares como la libertad condicional y la libertad vigilada, lo que eleva a unos 6 millones y medio el número de personas que sufren alguna forma de tratamiento penal.
Estas cifras muestran como al proceso de globalización le corresponde, en EEUU, así como en la mayoría de países occidentales, una transformación no sólo de la política penal sino de las propias funciones del Estado. El control social se ha convertido en la función principal asignada por los procesos de globalización a las autoridades políticas de los Estados, y dicho control se practica como represión policial hacia quienes pertenecen a categorías sociales consideradas estadísticamente marginales. Cabe subrayar el hecho de que no existe ningún vínculo demostrable entre expansión de la población carcelaria y aumento de la criminalidad. En EE.UU., en concreto, la comparación entre porcentajes de criminalidad y aplicación de medidas penales inspiradas en la «tolerancia cero» no ofrece ningún resultado persuasivo.
En realidad, la administración penitenciaria tiende a ocupar el espacio que ha dejado la desmovilización de amplios sectores políticos y socioeconómicos del Estado del Bienestar. Con un drástico pasaje de una concepción «positiva» de la seguridad -como prevención colectiva de los riesgos y como solidaridad social- a una concepción «negativa» de la seguridad, entendida como tutela policial de la incolumidad individual.
Para Loïc Wacquant, desregulación económica e hiperregulación penal proceden juntas: la desinversión social supone y provoca la super-inversión carcelaria, único instrumento capaz de hacer frente a a los conflictos causados por la demolición del estado social y la inseguridad material que se difunde en los estratos inferiores de la pirámide social.
Añádase a todo ello la tendencia en EE.UU. a la privatización de las cárceles, el así llamado correctional business, cuyo volumen de negocio ha registrado un crecimiento exponencial y cuya estructura ha adoptado las características de una «multinacional de las rejas», al difundirse por Gran Bretaña, Australia, Israel y Chile. En los institutos penitenciarios privados de EE.UU. -cuyo número crece, muchos de los cuales cotizan en bolsa- hay 300.000 detenidos entre rejas, alrededor de un quinto de la población carcelaria global. La lógica de esta empresa económica es obviamente la ganancia, lo que incide en buena medida en la calidad del tratamiento: se puede considerar prácticamente abandonado el modelo de cárcel en cuanto lugar de «reeducación» y socialización, ya no sólo de segregación y limitación de las libertades. Y es que este modelo está en crisis actualmente en todo el mundo occidental. Las razones principales son la masificación, la congestión, la aglomeración, la escasez de recursos para las actividades de socialización y la parálisis de la actividad laboral. En Italia, por ejemplo, los reclusos, hacinados en celdas ruinosas, sin calefacción y mal iluminadas, disponen de una media de no más de 2 o 3 metros cuadrados por cabeza. Suelen tener que conservar indumentaria y objetos personales dentro de cajas de cartón en el suelo, donde ponen también los colchones. Las actividades colectivas son escasas, las relaciones con el exterior dificultosas, la comunicación entre el personal penitenciario y los detenidos extranjeros resulta impedida por la ausencia de intérpretes o de conocimiento lingüístico. Son especialmente duras las condiciones de vida de los enfermos de SIDA, toxicómanos y extranjeros extracomunitarios. Un componente aflictivo que no se ha de pasar por alto es la abstinencia sexual, fuente de violencia y distorsiones psico-sexuales. Si se añaden la degradación del ambiente, la mala calidad de la comida y lo difícil que es curarse, se entiende por qué en las cárceles italianas (y europeas) crece constantemente el porcentaje de autolesionismo, intentos de suicidio y suicidio.
Tanto en EE.UU. como en Europa se puede imputar a la institución penitenciaria una doble irracionalidad: es irracional no sólo respecto al fin reeducativo, sino también al control de la marginalidad y de la garantía del orden público. La cárcel es simplemente un lugar de aflicción -algunas veces de pura y dura tortura física y psíquica- y de violación de los derechos de los reclusos. Funciona como un lugar de autoidentificación referencial y profesionalización del detenido. Alimenta subculturas marginales, asigna identidades imborrables a quien atraviesa sus umbrales por poco tiempo que sea. A todo ello se le añada su carácter inicuo, pues, hoy como ayer, no ha cambiado y sigue siendo un lugar reservado esencialmente para las capas más débiles y pobres de la sociedad.
El difuso fervor justicialista que hoy exalta las virtudes terapéuticas de la cárcel ( hasta las de la pena de muerte) y aplaude la política represiva de la «tolerancia cero» no corresponde en absoluto a una solicitud de racionalización del tratamiento de la marginalidad. Al contrario, en el fondo, lo que hay es una nueva inseguridad, y una nueva demanda acuciante de protección. Junto a extensos procesos de marginación social, discriminación racial y empobrecimiento colectivo, crecen miedos irracionales que emergen de nuevo en un mundo menos simplificado por las ideologías y por las creencias religiosas, y, al tiempo, más complejo, turbulento y dividido: el mundo de Guantánamo, Abu Ghraib y la globalización carcelaria.
Fuente: Il Manifesto (http://www.ilmanifesto.it/Quotidiano-archivio/30-Maggio-2006/art93.html).
Gorka Larrabeiti es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft.