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Identidad y ambivalencia humana

Fuentes: Rebelión

El carácter o la identidad del ser humano y el sentido de sus interacciones se definen de forma distinta según diversas tradiciones. A lo largo de la historia se han producido intensos y prolongados conflictos culturales y morales que expresaban diferentes y contrapuestos intereses sociales, políticos y económicos. Me referiré aquí al concepto de identidad, […]

El carácter o la identidad del ser humano y el sentido de sus interacciones se definen de forma distinta según diversas tradiciones. A lo largo de la historia se han producido intensos y prolongados conflictos culturales y morales que expresaban diferentes y contrapuestos intereses sociales, políticos y económicos. Me referiré aquí al concepto de identidad, la ambivalencia del ser humano y el doble componente, individual y social, de las personas. Todo ello para clarificar el sentido de la identidad de género, elemento clave para la teoría feminista.

El concepto de identidad, sin determinismos

En primer lugar, se debe definir el concepto identidad, en los planos individual y colectivo, ya que hay, al menos, dos acepciones distintas: a) identidad como expresión de la subjetividad, es decir, de los afectos, deseos, sentimientos, emociones y, también, pensamiento y aspiraciones; b) identidad como conjunto de rasgos psicológicos-culturales, pero también sociales, o sea que incluye las relaciones sociales, el estatus y el comportamiento. La primera (cultural) pone el acento en los componentes subjetivos-culturales; la segunda (social), destaca todos los rasgos psico-culturales y la posición social y su interacción relacional. El reconocimiento, componente identitario clave, se refiere a ese doble plano: reconocimiento de sí mismo (autorreconocimiento) y, además, reconocimiento de los demás individuos y grupos sociales y su relación con ellos (reconocimiento social o público). Y ese carácter doble del ser humano (individual y social) y la interacción de sus dos componentes (subjetividad y estatus) se produce en unos procesos y contextos concretos.

Conviene también precisar el concepto de cultura ya que tiene similar pluralidad semántica que el de identidad, lo que puede llevar a confusión: una versión restrictiva (usual en psicología, filosofía y literatura) es la de considerar exclusiva o fundamentalmente los componentes subjetivos: ideas y afectos; una versión amplia (utilizada en sociología, historia y antropología) donde, además de los componentes subjetivos, incorpora los hábitos, costumbres y conductas, o sea, la práctica social y relacional. En este segundo significado el término cultura lleva a confundirse con la palabra sociedad que, a veces, desaparece junto con su contenido, el vínculo social. Si se utiliza con el primer significado, sin complementar con el resto de la propia realidad social y material, se infravalora lo social.

Según Durkheim, los ‘hechos sociales’, incluidos los económicos-laborales, político-jurídico-institucionales, culturales y medioambientales -derivados de la acción humana-, los estudia la sociología, así como las ciencias sociales y las humanidades, aparte de la biología humana y, en parte, el resto de las ciencias naturales, al estar relacionados con la naturaleza. Son actividades y relaciones vividas, sentidas e interpretadas. Así, aquí se utiliza la palabra ‘social’, mayoritariamente en sentido amplio, como referida a la problemática de la sociedad (humana), por tanto, incluyendo en las relaciones o vínculos sociales el conjunto de interacciones humanas.

En consecuencia, en el uso de esos significantes es conveniente precisar su significado para explicar la complejidad de la relación entre las dos partes: por un lado, subjetividad (ideas y afectos) y, por otro lado, posición social junto con práctica relacional. La clarificación del lenguaje es necesaria para evaluar los contenidos y, sobre todo, el sentido de una posición normativa.

Dejando aparte las teorías liberal-conservadoras, existen dos versiones dominantes este último medio siglo que resultan, a mi modo de ver, unilaterales e insuficientes: la doctrina funcional-estructuralista, con la tradición positivista-determinista, ya sea economicista, biologicista-sexista, político-institucional o racista-etnicista); y el pensamiento posestructuralista-culturalista, con la tradición idealista, ya sea racionalista, discursiva o emocional.

Además, hay que tener en cuenta que ‘pos’ no significa ‘anti’, es decir, que en el posestructuralismo (o la postmodernidad) hay mucha heterogeneidad y algunos autores tienen grandes dosis de estructuralismo, incluso en el ámbito lingüístico o discursivo, solo que distinto del más convencional del determinismo economicista. O sea, que la controversia en muchas ocasiones es entre variantes deterministas que, a veces, son esquemas idealistas y conceptuales alejados de la realidad empírica.

La polarización de ambas corrientes de pensamiento no lleva a buen puerto, más cuando se extreman las posiciones de uno u otro discurso para apropiarse de una visión hegemónica y excluyente en la disputa sobre la realidad, la verdad y la objetividad en su interpretación esencialista o, bien, en su contrario relativista. Y, especialmente, para lo que nos atañe directamente en este texto, para construir la legitimidad y el liderazgo político-normativo para conformar la sociedad, las instituciones y los sujetos colectivos. Así, hay que superar esa dicotomía estéril por un enfoque social y crítico más integrador, comprehensivo, multidimensional e interactivo.

La ambivalencia del ser humano

En segundo lugar, apunto varios interrogantes sobre la ambivalencia del ser humano (hombres y mujeres) y su identidad.

Sintéticamente y expresado en términos dicotómicos: la persona es un ser racional o pasional (o deseante); y en el plano ético y relacional: el individuo es malo (egoísta, agresivo) y la comunidad-institución buena (como el ‘hombre es un lobo para el hombre’, se debe imponer el Estado-Leviatán), o al revés, el individuo es bueno (cooperativo) frente a la sociedad-Estado que es mala (poder dominador). Por tanto, las relaciones sociales podrían ser de dominación (de poder) y/o de cooperación (o neutras).

Igualmente, ¿los sujetos se hacen a sí mismos o hay una naturaleza o esencia diferenciada por sexo-género, o bien está derivada de la pertenencia antagónica en el sistema patriarcal? Es decir, ¿son los hombres racionales, egoístas y agresivos, y las mujeres, afectuosas, generosas y colaboradoras?; ¿todos los primeros son (solo) dominadores y todas las segundas (solo) dominadas? Como dice Clara Serra ( Leonas y zorras ), la fuerza o la coacción no son patrimonio solo de los hombres ni la astucia y la seducción solo de las mujeres; éstas no pueden renunciar a influir en el poder y construir hegemonía política.

Así mismo, ¿cuál es la interrelación de los distintos sistemas o grupos de poder (oligarquías, capitalismo, patriarcado…) entre sí y en su interacción con las capas subordinadas o subalternas (clase social, sexo-género, etnia-nación…) y su tipo de intersección, intereses compartidos o dinámicas comunes?

Avanzo mi posición: el ser humano es ambivalente desde el punto de vista social y ético y tiene un vínculo social e interactivo ineludible. Su identidad no es homogénea o esencialista ni está determinada por la biología o por estructuras económicas, culturales o de poder. Es construida social e históricamente, incluidas las masculinidades y las feminidades. Como dice Judith Butler o Simone de Beauvoir: «La mujer no nace, se hace». Es decir, su carácter o su identificación se va construyendo con su propio comportamiento, actividad social y subjetividad. Y, en un plano más general, los sujetos colectivos se conforman a través de su experiencia, su práctica relacional y su cultura, en su marco contextual, como explica E. P. Thompson.

Esa posición constructivista moderada e histórica entra en conflicto con cierto fatalismo o determinismo político-institucional de muchos estructuralistas y expresada por Michel Foucault: «El individuo es el producto del poder». Por una parte, existe un reduccionismo del concepto de poder, al subsumir el conjunto de relaciones sociales dentro de una dinámica específica de poder como relación hegemónica de dominación/subordinación. Por otra parte, el poder sería omnipresente: ‘no hay nada fuera del poder’, ni en la sociedad ni en el interior del individuo. Solo habría imperfecciones en ese control hegemonista o totalizador del poder que daría cierto margen para la autoafirmación (interna y externa) frente a la autoridad; es decir, permitiría cierta libertad, vinculada con esa parte individual fuera de la dominación, aunque no tiene asideros relacionales u ónticos.

Es oportuna la crítica de Chantal Mouffe a la concepción liberal de la existencia de un individuo racional y libre previo al poder que es ejercido desde fuera del sujeto y después de que el mismo esté constituido. El poder (instituciones y normas) interviene en la conformación del individuo, forma parte de este. Pero aquí hay que hacer una distinción entre relación social y relación de poder y sus interacciones.

El vínculo social es consustancial al individuo, pero no necesariamente toda relación humana es de dominación (o solo de cooperación), ni solo hay pertenencia al bloque del poder (los hombres) o al bloque dominado (las mujeres). La mayoría social pertenece a la gente dominada o subalterna respecto de los poderes principales (institucionales, económicos y normativos) por mucho que haya individuos subordinados en determinadas relaciones que tengan posiciones de dominio relativo en distintos contextos y esferas (por ejemplo, muchos hombres bajo el privilegio patriarcal). La interacción de las relaciones de clase social, sexo/género y etnia/nación en determinado individuo o grupo social produce mucha casuística sobre diversas situaciones y combinaciones de identidades.

Es, pues, básico analizar las relaciones reales de coacción y subordinación, de imposición y sometimiento, así como de colaboración, cuidado y solidaridad, y su interacción en la misma persona o grupo social para forjar una identidad diversa, evolutiva y contradictoria que permita una acción emancipadora. Por tanto, la persona no se hace, definitivamente, antes ni después del poder, ni es el poder quien la construye. Se conforma en la interacción social, en la interdependencia, el conflicto y la reciprocidad con otros seres humanos y grupos sociales, incluidos los del bloque dominante.

El doble componente, individual y social, de las personas

Las personas (hombres y mujeres, niños y niñas) tienen un doble componente: individual y social. La subjetividad y, sobre todo, el propio cuerpo, constituyen ese rasgo individual. Pero, el ser humano no puede configurarse sin sus vínculos sociales, sin su interacción con otras personas y grupos sociales. La individualidad, la construcción personal (desde el lecho materno) no puede realizarse al margen de ese componente social, de esa relación social en torno a un grupo más o menos extenso, interactivo y multinivel de socialización, experiencia mutua, intereses compartidos, convivencia y reciprocidad o bien sus contrarios, la agresividad, la competencia, la subordinación o la dominación. Sus interacciones inmediatas son con la madre (y el padre), la familia nuclear, la tribu o comunidad local, las amistades… hasta la escuela, el empleo, la nación, el Estado o las redes sociales, institucionales, económicas y comunicativas locales y del mundo. El mito de Robinson Crusoe es eso, un mito, sobre la autosuficiencia del individuo, al igual que la del individuo robotizado y aislado de la sociedad.

Por otro lado, la opción por la autoridad grupal o colectiva de una estructura social o de poder con sometimiento del individuo concreto o la anulación de su autonomía y sus derechos ha sido y es una constante en la historia de la humanidad, empezando por la familia patriarcal o la subordinación al mandato de una divinidad o institución, funcional con determinado grupo de poder.

La tradición judeocristiana (y musulmana) nos ha legado una visión social y antropológica patriarcal y autoritaria: los humanos éramos felices en el Paraíso, pero al rebelarnos frente a la autoridad (Dios), fuimos desterrados y castigados a trabajar (y al infierno, hasta la venida del Salvador); además, la culpable insidiosa de la desobediencia del hombre (Adán) era la mujer (Eva), con una descendencia en conflicto (un hijo bueno, Abel, y otro malo y asesino, Caín). La moraleja está clara: Ante la agresividad humana (sus vicios) y el cuestionamiento de la autoridad se genera desorden y perdición y solo cabe el sometimiento a las tablas de la ley (de la autoridad divina, sus profetas y sus reyes). Ya tenemos los componentes básicos que han secularizado y adaptado las ciencias sociales (Maquiavelo, Hobbes) y el moderno psicoanálisis (Freud, Lacan): las relaciones de poder y autoridad están impuestas a las personas (malas), especialmente a las mujeres, para garantizar la convivencia y la reproducción; o la otra cara de la moneda, los seres humanos somos buenos (Rousseau y la doctrina pedagógica optimista) y el poder (el Estado) es malo y hay que distanciarse, cambiarlo o reducirlo.

Esta idea básica de sentido común, sobre el carácter constitutivo doble del ser humano, tiene grandes implicaciones antropológicas, psicológicas y sociopolíticas, en particular, para el tema de un feminismo realista y crítico. Se enfrenta a dos corrientes de pensamiento contrarias y dominantes en los últimos siglos. Por un lado, al conservadurismo reaccionario y autoritario (y algunos fanatismos nacionalistas y colectivistas), que somete la libertad individual y constriñe su autorrealización personal en nombre de un poder externo superior. Por otro lado, al individualismo liberal o postmoderno que infravalora, desprecia o instrumentaliza sus vínculos sociales, la solidaridad, el bien común o el contrato social, como contrarios o engorrosos para su realización personal o sus intereses individuales (o corporativos).

La individualización, la distinción e identidad individual respecto del ‘otro’, es una gran conquista de la humanidad, en particular para las mujeres y las personas dominadas o discriminadas por estructuras autoritarias y sujetas a normas impuestas. Desde el espíritu prometeico de la antigua Grecia que buscaba el control del propio destino de la humanidad al margen del dictado de los dioses, pasando por el humanismo renacentista y el moderno individualismo, el desarrollo y la autonomía personal, así como los derechos y libertades individuales son ejes fundamentales para la emancipación individual y colectiva.

Pero, como se ha expresado, los seres y grupos humanos son ambivalentes y están conformados social e históricamente, y sus interacciones y su sentido, dominador o emancipador, también. No existe la persona ‘buena’ (antropológica, ética o psicológicamente) a la que solo cabe su propio autodesarrollo y cuya pulsión (positiva) es la autorrealización (el placer, la felicidad) o el reconocimiento (hegeliano). En ese caso, los vínculos externos solo deberían ser facilitadores de ese impulso. Es la visión del Paraíso (antes del pecado y la expulsión), retomada por Rousseau y un parte de la Ilustración, así como por algunas teorías psicopedagógicas optimistas (interaccionismo simbólico). Al contrario, tampoco existe la persona ‘mala’ con el obligado sometimiento a la autoridad (hobbesiana), como afirman las doctrinas pesimistas conservadoras y autoritarias.

Igualmente, no existe el individuo mixto, con la combinación de esos dos componentes esencialistas: un fuero interno (el alma) positivo y una parte constitutiva del individuo construida por el poder negativo (dominador), aunque sea de forma inacabada. Por tanto, no hay esencialismo constitutivo o de origen (bueno), ni fatalismo determinista por la modelación del poder (malo), ni un reparto ontológico de ambas tendencias. La configuración humana depende de sus interacciones sociales (y con la naturaleza) ambivalentes, contradictorias y contextuales. Además, los vínculos sociales, las relaciones interpersonales y la propia sociedad son más amplios, interactivos, ambivalentes y diversos que las relaciones de poder, particularmente del núcleo duro del poder estatal, bajo el control de élites dominantes. El sentido de sus funciones y sus flujos respecto de las personas es diverso y contingente.

Por otra parte, existen distintos poderes económicos y políticos, así como instituciones legítimos e ilegítimos; algunos son más opresivos o autoritarios, otros son neutros, y otros son soportes públicos necesarios para la vida social, todavía más en sociedades complejas. Los Estados modernos combinan las dos facetas: dominación y funcionalidad; por tanto, su impacto en los individuos y, lo más importante, la actitud normativa hacia ellos es diferente y conviene no confundirlas: su necesidad y la colaboración adecuada, o su carácter dominador y opresivo y la oposición emancipadora.

Por último, conviene precisar el fundamento ético doble y la conversión realizada por el liberalismo económico en su pugna moral contra las restricciones del Antiguo Régimen basadas en su supuesto bien común (aristotélico) para la aristocracia, por un lado, y la economía moral popular, por otro lado. Se refiere al lugar central del egoísmo individual, el beneficio propio, como motor de sociabilidad y crecimiento económico, para generar riqueza colectiva con apropiación privada; es decir, desde Bernard Mandeville y Adam Smith, en el siglo XVIII, el interés individual (vicio privado) generaría ganancias (virtudes públicas) para la sociedad. Lo inicialmente malo, el individualismo feroz, se convertiría en fundamento social positivo. Queda legitimado así el orden social basado en los deseos egoístas y la imposición práctica de la apropiación privada de los esfuerzos y beneficios colectivos. Es la ética liberal, soporte cultural de la desigualdad. La alternativa: una práctica social por la igualdad, la libertad y la solidaridad.

Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid

@antonioantonUAM

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