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¿Iguales ante la ley?

Fuentes: Rebelión

Las decisiones judiciales suelen gozar de un respeto reverencial que no se aplica a las decisiones políticas. No queda claro por qué estas últimas, que directa o indirectamente han sido avaladas por la voluntad de los ciudadanos, son más cuestionables que la interpretación de las leyes que hacen algunos funcionarios públicos. Ambos tipos de decisiones […]

Las decisiones judiciales suelen gozar de un respeto reverencial que no se aplica a las decisiones políticas. No queda claro por qué estas últimas, que directa o indirectamente han sido avaladas por la voluntad de los ciudadanos, son más cuestionables que la interpretación de las leyes que hacen algunos funcionarios públicos. Ambos tipos de decisiones merecen respeto, siempre que se entienda por tal el acatamiento y consideración que requieren las decisiones legítimas que surgen de los poderes del Estado. Pero no se explica que mientras las decisiones políticas soportan en muchos casos una crítica acerba y despiadada (legítima, por supuesto), cuando hay que opinar sobre resoluciones de los jueces muchos políticos se inhiben ante el «respeto a las decisiones judiciales». La crítica, aun la más radical, forma parte de los derechos del ciudadano, y el único límite que requiere es el respeto -ahora sí- a las leyes y el honor de las personas.

No me refiero aquí a las discutibles decisiones judiciales de los últimos tiempos, sino a algunas cuestiones más generales, que raramente se aducen como ejemplos de aquel famoso cartel de la granja de Orwell en que se proclamaba la igualdad de los animales advirtiendo, eso sí, que unos eran más iguales que otros. No solo la Constitución, sino multitud de políticos de diversas ideologías proclaman continuamente el principio sagrado de la «igualdad ante la ley». Y resulta sorprendente que no reparen en los casos que provienen del mismo ordenamiento jurídico y que ponen en tela de juicio ese principio constitucional. Una de esas cuestiones es la existencia de la institución de la fianza, presente en casi todos los sistemas jurídicos. Cuando se aplica este criterio la diferencia entre esperar un juicio en prisión provisional o cómodamente en la propia casa depende de los medios económicos del acusado. Es verdad que se supone que la fianza requerida debe estar en función de los recursos económicos del implicado. Pero sigue siendo cierto que si este carece de medios está obligado en muchos casos a ingresar en prisión mientras espera su absolución o su condena. Una prisión que puede durar varios años y durante la cual debe vivir en un ambiente que para algunos puede ser causa de un importante deterioro psíquico, todo ello mientras no se ha demostrado su culpabilidad. ¿Resulta compatible con el postulado constitucional de igualdad ante la ley que un acusado espere el juicio haciendo su vida normal mientras otro carente de recursos deba ingresar en prisión sin que conste su culpabilidad? ¿No sería más justo que la prisión provisional se limitara a considerar los riesgos que implicaría la puesta en libertad del implicado, sin discriminar a aquellos que no cuentan con posibilidades económicas?

Más aún. ¿Alguien supone que una persona que puede contratar a un importante -y carísimo- bufete de abogados tiene las mismas posibilidades ante la justicia que otro que debe conformarse con un abogado de oficio, mal pagado y cargado de trabajo? ¿No sería más justo que los abogados defensores tuvieran el mismo régimen que los fiscales y se adjudicaran a cada acusado por un sistema similar? Seguramente es difícil encontrar una solución viable a esta desigualdad en nuestro sistema jurídico, pero al menos podemos pedir que deje de proclamarse esa supuesta igualdad de los ciudadanos ante la ley y se reconozca que, como sucede con la sanidad, la educación y los servicios sociales, la justicia será de mejor o peor calidad según los recursos económicos de cada uno.

Y esta desigualdad también se extiende al plano internacional. Hace unos meses abundaron las noticias acerca de las gestiones que realizan algunos de nuestros próceres para lograr la libertad de los presos políticos en Venezuela invitando a sus familiares a visitar España. Nada que objetar acerca de la reivindicación de un proceso con garantías para todo el mundo, garantías que en el caso de Venezuela son al menos dudosas. Pero resulta muy curioso que ese afán justiciero de Felipe González, Aznar y otros no se extienda -por ejemplo- al caso de los presos de Guantánamo, más numerosos que los de Venezuela y que carecen incluso de algunos de los recursos jurídicos que tienen los opositores venezolanos. Los prisioneros de Guantánamo no pueden pedir un abogado ni presentarse ante un juez. No hay acusaciones formales contra ellos ni pueden comunicarse con el exterior. Conquistas históricas como el derecho al habeas corpus no se aplican a su caso. Han sido, y probablemente seguirán siendo, objeto de torturas, defendidas incluso por dos presidentes de los Estados Unidos. Y hace ya tiempo que han cesado las condenas internacionales a esta situación, que solo aparecen esporádicamente. Todo esto sucede en un país frecuentemente presentado como modelo de democracia y de respeto a los derechos individuales, donde mientras se mantienen secuestradas a decenas de personas se exige que a otros detenidos se les lean sus derechos y se les garantice la asistencia de un abogado. La desigualdad ante la ley entre estos distintos tipos de acusados pretende justificarse con una argucia casi infantil, como situar la prisión de Guantánamo en un territorio físicamente cubano, para que no se diga que tales tropelías se ejecutan en suelo de Estados Unidos. Y no se dice, porque ya nadie habla de ello.

Lo sorprendente de estas desigualdades no consiste en su existencia: la desigualdad constituye una constante difícil de negar en nuestro sistema político y económico. ¿Por qué el judicial constituiría una excepción? Pero cuesta comprender que, mientras en el sistema político y económico no faltan los cuestionamientos a la totalidad, cuando se trata de la justicia prima un discurso mucho más contenido y matizado, como si la crítica se internara en un espacio peligroso y se limitara a considerar que las desigualdades no son constitutivas del sistema sino accidentes ocasionales (frecuentemente cuando las decisiones de los jueces no coinciden con los propios deseos). De ahí que abunden las descalificaciones globales ante decisiones políticas y económicas, pero en el terreno jurídico los cuestionamientos se limiten a los casos particulares que interesan políticamente, olvidando desigualdades de un calado más grave y universal en la medida en que proceden de las mismas leyes.

Orwell tenía razón.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.