«Nosotros sufriríamos horriblemente, si fuésemos confinados en un espacio más estrecho» escribe Aldous Huxley en «Un mundo feliz». En sus páginas, dadas a la luz en 1932, el escritor inglés recreó una sociedad perfecta, la ubicó en el 600 después de Ford. En aquel lugar, concebido por su imaginación literaria, no existen úteros, pues gracias […]
«Nosotros sufriríamos horriblemente, si fuésemos confinados en un espacio más estrecho» escribe Aldous Huxley en «Un mundo feliz». En sus páginas, dadas a la luz en 1932, el escritor inglés recreó una sociedad perfecta, la ubicó en el 600 después de Ford. En aquel lugar, concebido por su imaginación literaria, no existen úteros, pues gracias a la ciencia, los individuos nacen en laboratorios donde, después de ser reproducidos en pipetas, son introducidos en frascos; todo ha sido posible gracias a la ciencia, principio regulador de una civilización donde han sido abolidos los sentimientos y las emociones. En el mundo ideado por Huxley, todo funciona a la perfección y si alguien se siente decaído o aburrido tiene la alternativa de tomar «soma», una droga que les permitirá evadirse de la realidad, distraerse para volver recargados y así, satisfechos, continuar con el proceso de condicionamiento al cual han sido sometidos desde la vida celular. Yo he decidido copiar a Huxley; del libro ya mencionado tomo uno de sus personajes, un Interventor Mundial Residente, y lo ubico en el segundo milenio de la era cristiana. Para acompañar al Interventor invento la figura de un ingeniero, su brillante asistente, quien tiene la tarea, a través de una red de inteligencia, de controlar y vigilar las políticas de natalidad de los países en vías de desarrollo. Como son figuras meramente hipotéticas, el Interventor Mundial podría ser el banquero de una institución que se ocupa del desarrollo mundial o una altísima figura eclesiástica o hasta un Presidente de un Estado potente; al lector doy la posibilidad de que escoja entre uno de estos tres cargos; la historia ocurre una tarde durante la cual el Interventor se aburre monstruosamente (acuérdense de escoger su cargo), bosteza, no le apetece ni siquiera jugar a golf o ir a comerse un picante plato mexicano en un lujoso restaurante de Tampico; y para salir de su letargo soporífero, pide ser paseado en una «Millenium falcon», una nave espacial, réplica del vehículo que Ian Solo conduce en el film «La Guerra de las Galaxias» y que han construido, secretamente, para que altas autoridades circunnaveguen la tierra o, rápidamente, vayan a pescar en recónditos y vírgenes ríos de países subdesarrollados.
Aquella tarde en que el Interventor se aburría y pidió un viaje en la «Millenium falcon», gracias a la velocidad vertiginosa de este vehículo se encontró junto con su fiel acompañante sobrevolando Asia, y el susodicho asistente, un ingeniero estudioso de las políticas de natalidad de los países pobres, conciso y metódico, le explicaba al Interventor los lugares que atravesaban.
-En este momento estamos atravesando el territorio de la antigua Babilonia-dijo el asistente.
Y el Interventor, a través de un potentísimo tele-objetivo, echó un vistazo y localizó la superficie de Irak; enormes humaredas se levantaban en ese instante, pero la visión de estas columnas de humo casi le produjeron un malestar físico, pues en su mente evocaron fetideces: disgustosos olores a combustión de hidrocarburo revueltos con carne quemada y cloaca.
-Podemos entrar al Museo-le sugirió, muy suspicaz, el ingeniero.
-No-dijo el Interventor, y con una expresión de malestar y disgusto en la cara pidió que desviaran la ruta; en realidad no quería aterrizar en un lugar que lo llevaría a retomar su trabajo, a tener que pensar sobre sus futuras y pasadas decisiones.
En un nanosegundo se encontraron observando las costas de Indonesia. Desde aproximadamente unos 20 mil metros de altura, a través del potentísimo tele-objetivo, también observaron la devastación que dejó el paso del Tsunami. Tampoco le apeteció aterrizar en las Islas Maldivas a comerse una langosta fresca. Casi por inercia la «Millenium falcon» dio una vertiginosa vuelta sobre sí misma y cambió de itinerario. Luego sobrevolaron Africa, por varios minutos que parecieron interminables, fatigaron buscando un lugar para detenerse y dar un paseo. Al final se decidieron, escogieron un punto que a 20 mil metros de altura, a través del tele-objetivo, parecía emanar la ligereza y el aroma presentes en la evaporación de un té de hibiscus. Las latitudes y longitudes geográficas de los instrumentos de navegación de la nave les anunciaron que se hallaban entre Marruecos, Argelia, Mauritania y el Mar Atlántico, pero poco antes de que aterrizaran sobre unas dunas, atisbaron también un largo muro.
-Es un muro marroquí-le dijo el ingeniero al Interventor, haciendo alarde de sus conocimientos geopolíticos.
Los dos descendieron a explorar las dunas y el entorno. En pleno desierto el Interventor, a través de unos binóculos, observaba unas frágiles y poéticas casitas de fango, unas carpas, unos techos de zinc, algunos animales se movían en la oscuridad y una que otra luz, muy tenues, titiritaban. Entonces le preguntó a su fiel informador:
-¿Ves el mismo espejismo que yo?
-Su excelencia-dijo titubeante el ingeniero encargado de vigilar las políticas de natalidad de los países del Tercer Mundo-, no es un espejismo, es un campo de refugiados saharawis, gente del desierto. Es una historia larga, por un tiempo fueron colonia española y luego Marruecos, que reivindicó siempre la propiedad del Sahara Occidental , se apoderó de sus tierras, colocó sus colonos y a los saharawis echó al desierto. Desde hace más de treinta años viven en exilio, en estos campos que han organizado y dividido, usando los parámetros y los nombres de las ciudades que un tiempo les pertenecieron- dijo el acompañante del Interventor.
Al escuchar las palabras de su fiel acompañante, el Interventor, que dominaba perfectamente el latín y podría ser un banquero, un Presidente o una eminente figura eclesiástica, expresó algunas dudas sobre la infertilidad y las altas temperaturas del desierto; su asistente, con una minuciosa información, continuaba conversando, tratando de satisfacerlo.
– Son un cruce entre beduinos y árabes yemeníes, la naturaleza les ha concedido una tal resistencia que soportan el duro frío y las altas temperaturas del desierto del Sahara. Durante la jornada siempre andan invocando a «Allah», pero sostienen que es una necesidad defender los principios de la laicidad. También cantan, se enamoran y observan las estrellas.
– ¡Kamikazes!, ¡terroristas!-exclamó con perspicacia, finalmente, el Interventor, certero de haber encontrado en su cerebro dos términos atribuibles a estos salvajes del desierto que hasta aquel instante desconocía.
– Su excelencia-tosió tímidamente el ingeniero encargado de vigilar las políticas de natalidad de los países del Tercer Mundo-, en mis datos no presentan casos de terrorismo, no son kamikazes; emprendieron la lucha armada a través de un Frente armado llamado Frente Polisario y sus mujeres, cuando los hombres partieron a la guerra, se organizaron y construyeron un Estado. Hace tiempo depusieron las armas y desde hace algunos años emprendieron la vía pacífica, esperan la aplicación de las resoluciones de la ONU. No se resignan y luchan. En el exilio se autoproclamaron República Arabe Saharawi Democrática y han construido una red diplomática, ya 80 naciones los han reconocido y para luchar contra el olvido desde estos campos de prófugos hasta navegan en Internet.
El Interventor mundial, que podría ser un Presidente de un Estado potente, un banquero de relevancia mundial o una alta figura eclesiástica, escuchaba con atención a su asistente, ya empezaba a sentir fastidio por el calor, a causa del muro marroquí la brisa marina del Mar Atlántico no circulaba, así que no le quedó otro remedio que aflojarse el nudo de su corbata para seguir escuchando las informaciones del ingeniero especialista en políticas de natalidad de los países pobres.
-Presentan una excelente capacidad de organización, un alto concepto de Identidad y son tan testarudos que creen ciegamente en el principio de la Autodeterminación de los pueblos, aunque alguno que otro escape, pues desde acá parten para cruzar, en una patera, el Estrecho de Gibraltar.
-Ineptos, estultos -gritó el Interventor -.Verdaderos Ineptos.
– Sus mujeres son muy fértiles, algunas que embarazadas han sido encarceladas sólo después de duras torturas han abortado sus criaturas y otras han parido niños deformes; muchas de ellas no saben que ha sido de los padres de sus hijos o sus mismos padres, y no obstante, esperanzosas, siguen creyendo en el Frente Polisario, pues en estos campos, y con gran virtuosismo, reproducen la vida de colectividad, la estabilidad social; todo lo comparten, se han construido pozos para no morir de sed y hasta logran cultivar la tierra; incluso demuestran un alto nivel de higiene, pues ni siquiera presentan datos de epidemias.
El fiel asistente del Interventor siguió describiendo a los saharawis:
-Son duros como el coral-sostuvo-. Sobreviven con inteligencia y creyendo ciegamente en su causa, asunto que a los chauvinistas franceses les parece inconcebible; son tan civilizados que depusieron las armas con la esperanza en las resoluciones de la ONU y en la organización de un Referéndum.
– ¿Un Referéndum?- preguntó, sobresaltado, el Interventor del segundo milenio de la era cristiana, al escuchar la palabra.
– Así es, confían en un Referéndum que decida a través de la voz popular si pertenecer a Marruecos o alcanzar la libertad.
Por un instante el Interventor meditó y, quizás por el calor excesivo, exclamó:
– My goodness-susurró casi atolondrado, acordándose de la factibilidad de sus proyectos de desarrollo y de sus estrategias. Pensó en la planificación presente en sus ciudades, de la gente que todas las mañanas se dirige al trabajo serena, que conduce, que pasea con sus hijos. Inclusive su mente fue invadida por una serie de imágenes de felices amas de casa que madrugan con alegría para esperar la apertura de un maravilloso centro comercial donde encontrarán un objeto que las harán felices. Por eso el Interventor añadió:
-Nuestras mujeres no sufren, no padecen calor o frío, no se dan cuenta de las mutaciones climáticas porque nuestros sistemas de calefacción y enfriamiento son sincronizados con enorme precisión y eficiencia. Y no comprendo cómo un cruce entre un beduino y un árabe yemení esté en grado de entender conceptos de Autodeterminación, Identidad y Libertad-se preguntó el Interventor y enseguida añadió-:Pero nosotros podemos programar un sondeo y escoger los más inteligentes, reubicarlos en un Estado de historia reciente que les ofrezca un proyecto multicultural idóneo, un trabajo seguro y, después de sólo tres años, si son brillantes, obtendrán una nueva nacionalidad y un perfumado pasaporte-sostuvo el Interventor.
En ese momento, el ingeniero especialista en vigilar las políticas de natalidad de los países en vía de desarrollo, quizás por el fuerte calor, se descarrió en un instante de malsana objetividad y afirmó, casi con torpores de conciencia:
-Si nuestra Magna Institución Eclesiástica evaluara con suficiente objetividad el sufrimiento y la tortura que han padecido estos salvajes, a una multitud de éstos beatificarían e inmediatamente los nombrarían santos.
El Interventor del segundo milenio de la era cristiana (quien podría ser un banquero de relevancia mundial, un Presidente de un Estado potente o una alta figura eclesiástica) se sintió, imprevisiblemente, altruista y siguió pensando en la viabilidad de sus eficientes, fiables y factibles políticas de desarrollo.
-Podemos sacarlos de aquí, a los más brillantes -subrayó-, los instalaremos en bellísimas ciudades, les daremos casas confortables con aire acondicionado y calefacción, con salas cómodas y acogedoras.
Pero una duda le recorrió la espina dorsal:
– Estos «saharawis»-pronunció la palabra casi balbuciente- ¿están en grado de interpretar conceptos?-preguntó el Interventor.
-Sí-respondió su asistente-, tienen escuelas y muchos se marchan al exterior para mejorar sus conocimientos, regresar y contribuir a la causa del Frente Polisario.
-¿A dónde se dirigen?-preguntó el Interventor esperanzoso.
-A países de Europa o a Cuba.
-«Comunistas» – exclamó sorprendido-. «Comunistas»-repitió.
Entonces el Interventor, como frustrado, dio vuelta atrás, en silencio traspasó el umbral de la «Millenium falcon» y, ya sentado en su interior, no deseó otra cosa sino que lo devolvieran a su mundo civilizado, a su oficina de dos mil metros cuadrados en el último piso de un altísimo rascacielos. La nave espacial, réplica fidedigna del vehículo que Ian Solo conduce en «La Guerra de las Galaxias», como un relámpago se alejó del Desierto del Sahara. Pero un niño saharawi, que tiene el resabio (no obstante las reprimendas de su madre) de despertarse de madrugada para observar el paso de un Fenec de orejas muy grandes que se ha hecho su amigo, en ese instante observó la luz que se movía sobre su cabeza; el travieso, esperando la llegada del animal y deseando unas orejas grandes y potentes como las orejas de su amigo Fenec, por un rato se quedó soñando con las estrellas fugaces.