«Particularmente a causa del imperio, todas las culturas están implicadas unas con otras; ninguna es simple y pura, todas son híbridas, heterogéneas, extraordinariamente diferenciadas, y no monoliticas» Edward Said, Culture and imperialism LA DEFINICIÓN DE UN IMPERIO Es difícil definir lo que es un imperio; es imposible no reconocerlo. A […]
«Particularmente a causa del imperio, todas las culturas están implicadas unas con otras; ninguna es simple y pura, todas son híbridas, heterogéneas, extraordinariamente diferenciadas, y no monoliticas»
Edward Said, Culture and imperialism
LA DEFINICIÓN DE UN IMPERIO
Es difícil definir lo que es un imperio; es imposible no reconocerlo. A lo largo de la historia premoderna, los primeros imperios (egipcios, sumerios, persas, asirios, griegos, romanos, chinos, islámicos) se distinguieron por consolidar proyectos de opresión basados en la utilización de los tributos para financiar las campañas de guerra, el culto religioso y una administración compleja; asimismo fueron eficaces en expandir el poder central a las periferias por medio de la invención de tecnologías e infraestructuras; apoyaron la noción de un grupo élite que subyugó a los pueblos invadidos mediante un sistema de ideas postuladas como universales capaces de disolver las particularidades (aunque se invitó a los líderes extranjeros a incorporarse tras aceptar la supremacía de los conquistadores). Los imperios se han dividido en centralizados o descentralizados y en brutales o benignos, marítimos o terrestres.
A partir de 1500, se amplía de modo espectacular la extensión territorial conocida con los descubrimientos geográficos del Nuevo Mundo y algunos países europeos que habían sido víctimas de conquistas en su propia historia, pasaron a ser imperios como sucedió con España, que había sufrido la invasión árabe. En el siglo XIX, los ingleses renovaron el proyecto europeo con lo que hoy se conoce como «neoimperialismo»: hacia 1876 se llegó a hablar de la reina Victoria como Emperatriz de Occidente.
Según Michael Doyle, «el imperio es una relación, formal o informal, en la cual un estado controla la efectiva soberanía política de otra sociedad política. Puede conseguirse por la fuerza, por la colaboración política, por la dependencia económica, social o cultural. El imperialismo es, sencillamente, el proceso o política de establecer o mantener un imperio.»1 Según Stephen Howe, imperio es «una unidad política extensa, compuesta, multiétnica o multinacional, usualmente creada por conquista, y dividida entre un centro dominante y otro subordinado, algunas veces lejano, periférico»2. Para constituir las colonias, se ha pensado que es necesaria la migración regulada en la cual los colonizadores mantengan lazos fuertes con su lugar de origen. A saber, imperio es palabra derivada del latín «imperium», que se traducía como «dominio, orden, poder». Entre los legisladores romanos, «imperium» se refería al poder del «emperador» de convocar a las tropas.
IMPERIO Y CULTURA
Las relaciones de un imperio son económicas, políticas, militares y culturales. En el proceso de unificación territorial y cultural, cada imperio ha aportado el formato de identidad genérico y ha exportado su memoria histórica para imponerla como valor hegemónico. El saqueo cultural de los pueblos colonizados, por tanto, nunca ha sido una práctica inocente o accidental.
Para entender cómo han actuado los imperios en la historia, es imprescindible una propuesta que analice profundamente las consecuencias culturales en la sociedad. De ahí que sea apropiado recuperar cuáles son los aspectos que involucra la cultura según Rogelio Díaz-Guerrero: «Vamos a percibir a una sociocultura como un sistema de premisas socioculturales interrelacionadas que norman o gobiernan los sentimientos, las ideas, la jerarquización de las relaciones interpersonales, la estipulación de los tipos de papeles sociales que hay que llenar, las reglas de la interacción de los individuos en tales papeles, los dónde, cuándo y con quién, y cómo desempeñados. Todo esto es válido para la interacción dentro de la familia, la familia colateral, los grupos, la sociedad, las superestructuras institucionales, educacionales, religiosas, gubernativas y, para tales problemas, como los desiderata principales de la vida, la manera de encararla, la forma de percibir a la humanidad, los problemas de la sexualidad, la masculinidad y la feminidad, la economía, la muerte, etc.»3.
Dado que la cultura actúa como un repertorio transmisible, no ha habido relación de dominio concebible sin control de la memoria, eje de la identidad. En su carta de 1782, para solicitar la retirada de los libros del inca Garcilaso de La Vega, el rey Carlos III manifestaba que su preocupación era la memoria de los indígenas, un lazo indisoluble en la gestación de la rebelión colectiva.
La cultura dominante se ha autoreferido como superior y centro de poder metropolitano totalitario, y ha encausado a la cultura dominada dentro de la parcialidad, la minusvalía, el salvajismo y la periferia tribal, patrimonial, feudal, fraccionada o distante. El objetivo principal de todo imperio ha consistido en la sustitución progresiva de los elementos de la cultura en desventaja «para que correspondan con los valores y estructuras del centro dominante del sistema o para hacerse su promotor»4. La dirección de un imperio ha fomentado el consuelo de la participación proactiva entre los líderes locales de las regiones dominadas y el diseño de programas educativos destinados a persuadir sobre la necesidad de la integración con el eje central. Para cumplir con esto, se han fortalecido los lazos afectivos por medio de nuevas penurias de acceso y se han establecido alianzas provisorias de organización capaces de saturar con la nueva cultura a los derrotados, convencer a los escépticos de la imposibilidad de alternativas de autonomía, y secuestrar toda esperanza que no esté signada por la conformidad. Los imperios europeos en América Latina, por ejemplo, fueron eficaces al comprender la importancia de los caciques de las tribus en el siglo XVI; en el siglo XVIII, los habían convertido en los aliados principales de la colonización. En las Leyes de Burgos de 1512, se pedía que se entregasen los niños descendientes de los caciques para ser formados por los franciscanos, y la orden cumplió este proyecto en los Conventos de Santo Domingo y Concepción de la Vega. La fundación de escuelas para los hijos de los líderes indígenas fue una prioridad para romper con sus vínculos culturales y establecer un inmemorialismo capaz de favorecer la adquisición de religión y cultura occidental y cristiana. Esta insistencia, por supuesto, derivaba de la máxima conocida de que no hay imperio que pueda imponerse sin la colaboración de un sector nativo: líderes políticos, religiosos, comerciantes e incluso escritores.
El escritor Rudyard Kipling, nacido en la India, defendió con coraje las avanzadas del ejército británico en su poema La carga del Hombre Blanco, editado en 1899. Cuando casi finalizaba el siglo expresó:
Llevad la carga del Hombre Blanco-
Enviad adelante a los mejores de entre vosotros-
Vamos, atad a vuestros hijos al exilio
Para servir a las necesidades de vuestros cautivos;
Para servir, con equipo de combate,
A naciones tumultuosas y salvajes-
Vuestros recién conquistados y descontentos pueblos,
Mitad demonios y mitad niños[…]5
Lord Lugard en The Dual Mandate in British Tropical Africa (1922) advertía que los europeos estaban en África no por causas filantrópicas, pero contribuían con los nativos para encaminarlos de una «cultura primitiva» a una cultura civilizada.
Las fases de instalación de la estructura cultural de un imperio, una vez analizados los casos de España, Inglaterra o Portugal, indican que se impuso un criterio bastante uniforme que estuvo vigente durante siglos : 1) Exterminio o deslegitimación de los símbolos culturales del adversario: o el etnocidio o la subordinación forzosa o consentida de la memoria colectiva del grupo sometido; 2) Colonización por medio de migraciones selectas que implantaron instituciones jurídicas y religiosas para contener la resistencia y extender el dominio; 3) Dualismo cultural pedagógico en el esquema civilización o barbarie: el bien y el mal han sido categorías técnicas de intimidación entre los sometidos; 4) Bipolarismo socio-cultural: la asimilación fue recompensada con creces. Exploración, detección, invasión, intervención e implantación: cinco signos que han apuntado a la transculturación progresiva y a la redefinición de la identidad del sometido. A fin de cuentas, y sin cortapisas, lo que se buscaba era una identidad receptiva y resignada, en el nivel más conveniente para lograr el acceso a la supremacía del poder. Incluso, se forjó una ideología en la que se propuso un proyecto cultural libertario y legal de sociedades abiertas que combatían el atraso contra sociedades cerradas, y se auspició el monopolio occidental de ideales modernos.
Edward Said, en Cultura e imperialismo, aparecido originalmente en 1993, descubrió que podían estudiarse los imperios occidentales de finales del siglo XIX y principios del XX a partir de formas culturales como la novela, y llegó a comprender con notable humildad cómo un género literario podía reforzar y reflejar el arrojo por la dominación económica. Para él, imperialismo era el conjunto de «prácticas, teorías y actitudes de un centro metropolitano de dominación que rige un territorio distante»6. Aunque ajeno a la totalización, Said advirtió que la novela europea que conocemos no hubiera existido sin el soporte ideológico que la sostuvo y ofreció una interpretación de los textos de Dickens, Forster, Conrad, Kipling, que cambió para siempre el modo ingenuo de leerlos. A Defoe, por ejemplo, le atribuyó ser padre de la novela en lengua inglesa con Robinson Crusoe, una obra en la que un occidental llega a una isla y pretende fundar un nuevo mundo cristiano e inglés.
Después de Said, se ha explorado la integridad cultural de los principales imperios y la retórica de la «misión civilizadora», acaso expuesta en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad: «Toda Europa participó en la educación de Kurtz. Poco a poco me fui enterando de que, muy acertadamente, la Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes le había confiado la misión de hacer un informe que le sirviera en el futuro como guía. Y lo había escrito […] aquel informe era una magnífica pieza literaria. El párrafo inicial sin embargo, a la luz de una información posterior, podría calificarse de ominoso. Empezaba desarrollando la teoría de que nosotros, los blancos, desde el punto de evolución a que hemos llegado «debemos por fuerza parecerles a ellos (los salvajes) seres sobrenaturales […] Su argumentación era magnífica, aunque difícil de recordar. Me dio la noción de una inmensidad exótica gobernada por una benevolencia augusta. Me hizo estremecer de entusiasmo. Las palabras se desencadenaban allí con el poder de la elocuencia…Eran palabras nobles y ardientes. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera la mágica corriente de las frases, salvo que una especie de nota, al pie de la última página, escrita evidentemente mucho más tarde con mano temblorosa, pudiera ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno: «¡Exterminad a estos bárbaros!»»7.
Desde el siglo XVI, la expansión de los imperios europeos fue al mismo tiempo la consolidación del capitalismo como sistema, y fue desarrollada la penetración de mercados en tierras vírgenes que poseían recursos abundantes, y los pobladores autóctonos que resistieron el despojo fueron calificados paradójicamente como salvajes. El capitalismo, entendido como «un sistema económico cultural, organizado económicamente alrededor de la institución de la propiedad y la producción de comodidades y basado culturalmente en el intercambio de relaciones, en la compra y venta, que ha permeado a la mayoría de la sociedad»8, no hubiera podido jamás crear su infraestructura internacional sin procesos como el esclavismo, la transculturación y el etnocidio.
A comienzos del siglo XIX, un 35% de las tierras del mundo estaba en manos de imperios occidentales; en 1914, la cifra había ascendido al 84%. El imperio británico contaba con cuatrocientos millones de personas y casi treinta y tres millones de kilómetros cuadrados en los primeros años del siglo XX, pero el período de guerras mundiales favoreció la vigorización de potencias nuevas como Estados Unidos y la Unión Soviética, que mantuvieron una tensión internacional por el control ideológico de las antiguas colonias europeas hasta 1989, año en el que la caída del muro de Berlín y el desplome soviético convirtió a Estados Unidos en una superpotencia global y a partir de entonces, se insistió con frecuencia en que Estados Unidos había pasado a ser un verdadero imperio, que cometía incluso errores arcaicos, y pretendía imponerse como un proyecto de pensamiento único en el mundo. Desmoronados por la historia, desplazados, los imperios europeos y asiáticos se vieron obligados a marchar a la retaguardia mundial, pero hoy participan en la disputa por aprovechar la globalización (un término que emergió en 1983 de la mano del especialista en mercadotecnia Theodore Levit
o el cosmopolitismo de las masas para establecer una red efectiva entre cultura y comercio.
En 1969, la publicación de La era del imperialismo de Magdoff recuperó una crítica poderosa en la que ya denunciaba la política económica intervencionista de Estados Unidos. El desmedido afán de lucro comercial y la competencia con otras naciones industrializadas condujo a controlar las mayores fuentes de materia de prima y derribar gobiernos hostiles a su exploración de nuevos mercados. Entre los nuevos rasgos de lo que consideró como imperialismo9, Magdoff describió el nuevo esquema: «1)el cambio del énfasis central de la rivalidad en el modelado del mundo a la lucha por impedir la contracción del sistema imperialista; 2) el nuevo rol de los Estados Unidos como organizador y líder del sistema imperialista mundial; y 3) el surgimiento de una tecnología cuyo carácter es internacional»10.
Ya se advertían los conflictos interminables en todas aquellas zonas abastecedoras de materias primas y energías, pues fueron delimitadas como zonas de seguridad a las que se impidió tener sistemas políticos autónomos o adversos a los intereses de las transnacionales. Los bancos estadounidenses penetraron los mercados extranjeros con sucursales o participación obligada en bancos capaces de incidir en la formación de las economías más importantes. En 1918, había treinta y una sucursales de bancos estadounidenses en América Latina; en 1967, había ciento treinta y cuatro. A nivel mundial, se estableció el dólar como divisa referencial en la Conferencia de Naciones Unidas de julio de 1944 celebrada en el Hotel Bretton Woods. El nuevo orden económico creó instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, destinadas a proteger un sistema de cambio del oro a treinta y cinco dólares la onza (que debían adoptar todos los países de la Conferencia).
Carlos Rangel, acaso el más conocido teórico del liberalismo en América Latina, se opuso con candidez a la tesis del imperialismo y sostuvo que la desigualdad económica de las naciones no podía ser explicada culpando a las potencias desarrolladas del expolio económico de los países pobres. En El Tercermundismo (1982), texto de cabecera de diversos institutos, Rangel admitió que el imperialismo ha existido siempre: «En todo tiempo los grupos humanos poderosos han sometido a los grupos humanos inermes y han perpetrado contra ellos atropellos, exacciones y humillaciones»11. No obstante, discrepó de quienes creen que esas potencias hubieran obtenido su poder y riqueza del vandalismo. Sin datos científicos comprobables, Rangel argumentó que el colonialismo fue un mal negocio, incluso para España, que quedó empobrecida -a su juicio- tras siglos de explotación de América Latina. En el prólogo de la obra, Jean Francois Revel insistió en defender la idea de que el saqueo no basta para el desarrollo: «Los bárbaros invadieron y saquearon el imperio romano, pero lejos de desarrollarse gracias a ese botín, lo que hicieron fue extender, junto con su dominio, el atraso, revirtiendo Europa Occidental al estadio protohistórico». Por supuesto, que Revel llamó bárbaros, como lo hacían griegos, a todos los pueblos que no fueron romanos, y por supuesto que, pese a su ilusión, desconoció la historia de Europa entre los siglos IV y X: es obvio que las naciones emergentes reprodujeron el mismo esquema de dominación del imperio Romano, casi una copia, y con los siglos utilizaron las riquezas obtenidas por el pillaje para su desarrollo militar y civil.
Toni Negri y Michael Hardt publicaron su libro Imperio en 2000 para anunciar que el nuevo imperio, contrario a lo que se pensaba, no tenía territorio: «[…]El mercado mundial se unifica políticamente en torno a lo que, desde siempre, se conoce como signos de soberanía: los poderes militares, monetarios, comunicacionales, culturales y lingüísticos. El poder militar por el hecho de que una sola autoridad posee toda la panoplia del armamento, incluido el nuclear; el poder monetario por la existencia de una moneda hegemónica a la que está completamente subordinado el mundo diversificado de las finanzas; el poder comunicacional se traduce en el triunfo de un único modelo cultural, incluso al final de una única lengua universal. Este dispositivo es supranacional, mundial, total: nosotros lo llamamos «Imperio». Pero todavía hay que distinguir esta forma imperial de gobierno de lo que se ha llamado durante siglos el «imperialismo». Por ese término entendemos la expansión del Estado-nación más allá de sus fronteras; la creación de relaciones coloniales (a menudo camufladas tras el señuelo de la modernización) a expensas de pueblos hasta entonces ajenos al proceso eurocéntrico de la civilización capitalista; pero también la agresividad estatal, militar y económica, cultural, incluso racista, de naciones fuertes respecto a naciones pobres».12
Según Negri y Hardt, Estados Unidos no es imperio sino parte de un imperio que realmente correspondería al capitalismo como sistema global. Sin embargo, su teoría no ha logrado convencer. En 1927, el periodista Walter Lippman había señalado que «hoy todo el mundo piensa en Estados Unidos como un imperio, excepto los norteamericanos. Nos estremecemos con la palabra imperio e insistimos que no se debe usar para describir el dominio que ejercemos desde Alaska hasta Filipinas, desde Cuba y Panamá y más allá […]controlamos las relaciones exteriores de todos los países del Caribe; ninguno de ellos puede entrar en una seria relación externa sin nuestro consentimiento; controlamos sus relaciones entre ellos […], ejercemos el poder de la vida o la muerte sobre sus gobiernos y ningún gobierno puede sobrevivir si rehusamos reconocerlo. Ayudamos a muchos de estos países a decidir sobre lo que ellos llaman elecciones y no vacilamos, como lo hicimos recientemente con México, en decirles qué clase de constitución deben tener […] De cualquiera manera que escojamos llamarlo, esto es lo que el mundo entero llama un imperio, o al menos un imperio en creación. Admitiendo que la palabra tiene connotaciones desagradables parece, sin embargo, que llegó el momento de no seguir engañándonos»13. Setenta años más tarde, en 1997, el pensador neoconservador Irving Kristol escribió: «[…] Uno de estos días el pueblo americano se va a dar cuenta de que nos hemos convertido en una nación imperial […] Sucedió porque el mundo quería que sucediese».14
Con setecientas treinta y siete bases, tres mil setecientas treinta y una instalaciones militares en cuarenta países, con unas tropas activas consistentes en un millón quinientos mil soldados, con la expoliación de millones de kilómetros cuadrados de territorio a distintos países, con un historial oscuro de mil quinientas intervenciones y ocupaciones políticas y militares, con la participación directa en el financiamiento de asesinatos de miles de políticos considerados peligrosos por disentir de su modelo económico, con una invasión sin aval jurídico de Afganistán e Irak, con el control del 75% de las empresas multinacionales del mundo, con el desconocimiento de tribunales penales internacionales, con el amparo de millones de bienes culturales saqueados y destruidos, con el monopolio del 83% de los ingresos de las industrias tecnológicas y culturales, con todo esto que describo, es poco creíble imaginar que Estados Unidos no tenga la política exterior de lo que podríamos calificar como un imperio, acaso con nuevas características, más dinámico, más operativo, más omnipresente y con nuevas herramientas de expansión como Internet o los medios de comunicación televisivos y radiales, que están al servicio de guerras culturales globales por homogeneizar los deseos y costumbres y vectorizar la ruptura de la diversidad cultural. Dentro de la defensa de la libertad cultural, el imperio estadounidense presenta una oferta con un paquete de mercadeo exclusivo que incluye la libertad de cultura de empresa y consumo cultural para asegurar una posición de liderazgo único planetario.
En la historia del saqueo cultural de América Latina, por ejemplo, Estados Unidos ha cumplido con los principios de cualquier imperio: 1)Durante al menos un siglo ha legitimado el tráfico ilícito de bienes culturales latinoamericanos que poseen sus instituciones públicas, privadas y grupos de coleccionistas. 2) Ha destruido decenas de obras en intervenciones e invasiones como las de Cuba, Haití o Panamá. 3) Utilizó la guerra ideológica anti-comunista para estimular la persecución y destrucción de todo elemento cultural adverso. 4) Durante décadas ha utilizado todos los componentes a su alcance para debilitar todas las concepciones culturales latinoamericanas de resistencia a su modelo de concepción del mundo.5) Ha contribuido al etnocidio de comunidades indígenas para controlar reservas energéticas.
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1 Empires, 1986, Cornell University, p. 19.
2 Empire. A very short introduction. Oxford, 2002, p. 30.
3 Díaz-Guerrero, R. «Sociocultural premises, attitudes and cross-cultural research», International Journal of Psychology 2, 1967, p. 81.
4 Schiller, Herbert I. Communications and Cultural Domination. White Plains, NY: International Arts and Sciences Press. 1976, p. 32: «the sum of the processes by which a society is brought into the modern world system and how its dominating stratum is attracted, pressured, forced and sometimes bribed into shaping social institutions to correspond to or even promote, the values and structures of the dominating center of the system».
5 Cfr. Kipling, Rudyard. «The White Man’s Burden.», McClure’s Magazine 12, feb., 1899.
6 Culture and imperialism. Vintage, New York, 1994, p. 9.
7 Conrad, Joseph. El corazón de las tinieblas. Orbis, Barcelona, 1986, pp. 89-90.
8 Bell, Daniel. The cultural contradiction of capitalism. London, Heinemann Educational, 1979, p. 14.
9 El término imperialismo, hoy asociado al marxismo, se ha utilizado para referirse a la imposición de un imperio. Se atribuye a John Atkinson Hobson (1858-1940) haber creado una tradición con la publicación de su volumen Imperialismo, un estudio, aparecido en 1902; su aporte tiene el mérito de haber reinterpretado la idea de imperio en el marco del excedente de consumo y la existencia de grandes capitales para la inversión. Rudolf Hilferding, en Das Finanzkapital (1910), sostenía que los bancos se habían transformado en las instituciones monopolizadoras del capital para su época, y en el proceso de concentración de los capitales, fue imprescindible que la expansión del capitalismo requiriera del apoyo militar y político del Estado para garantizar la penetración de mercados exteriores, sin los cuales las potencias económicas fracasarían en su intento de mantener altas tasas de beneficios. Karl Kautsky, en Der Imperialismus (1914), advirtió que las naciones industrializadas intentaban anexarse nuevos territorios agrarios como forma de evitar que la acumulación de capitales se redujese y provocase un colapso. Lenin, por ejemplo, en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo de 1916, fue heredero de estas ideas, aunque enemigo declarado del kautskismo. Para Lenin el imperio era económico y la naturaleza del imperialismo consistía en la propagación de un capitalismo bien desarrollado, monopólico, donde las grandes ganancias del capital justificaban el reparto territorial del mundo por medio de carteles internacionales.
10 La era del imperialismo. Editorial Actual, México, 1969, p. 48.
11 Op. Cit., Monte Ávila Editores, 1982, p. 145.
12 Negri, Toni. «El Imperio después del imperialismo», Le Monde Diplomatique, Enero 2001, pg 13
13 Robert Leiken-Barry Rubin. Central American Crisis Reader. Summit Books. Nueva York, 1987, p. 82.
14 Irving Kristol, «The Emerging American Imperium», Wall Street Journal, 18 de agosto de 1997, p. A-14.