No hay que cumplir con quien no cumple. Esta máxima latina se recoge en el Derecho Internacional Público como una excepción procesal, non adimplenti contractus, y en virtud de ella en los acuerdos entre Estados si una parte incumple, entonces la otra no se encuentra obligada a cumplir sus obligaciones. Esta disposición, en desarrollo del […]
No hay que cumplir con quien no cumple. Esta máxima latina se recoge en el Derecho Internacional Público como una excepción procesal, non adimplenti contractus, y en virtud de ella en los acuerdos entre Estados si una parte incumple, entonces la otra no se encuentra obligada a cumplir sus obligaciones. Esta disposición, en desarrollo del principio de reciprocidad en las relaciones internacionales, señala que una violación grave de un tratado bilateral por una de las partes faculta a la otra a dar por terminado o suspender el convenio, total o parcialmente. Esta misma norma regula el caso de los tratados multilaterales en donde, como es obvio, este principio tiene algunas especificidades como, por ejemplo, que esta excepción procesal no se aplica a las normas humanitarias, en particular a las disposiciones que prohíben cualquier tipo de represalias con respecto a las personas protegidas por tales tratados.
Dado que la máxima de los Estados Unidos y de sus corifeos en la escena política internacional, «intelectuales» incluidos (tipo Ignatief, Kagan, Garton Ash y compañía, a buen seguro que cada quien encuentra algún otro en su propio país), es decir que hay que «volver cruciales» aquellas instancias multinacionales que se adecuan a sus propósitos (como la Organización Mundial del Comercio y el Banco Mundial, por ejemplo) e «ignorar o sabotear» las que no (como la Corte Penal Internacional o el Protocolo de Kyoto, por no ser extenso) y que hay que prescindir de las normas del derecho internacional cuando sea conveniente a sus intereses (como con el caso de las torturas a los presos iraquíes y la aplicación o no de la Convención de Ginebra, o la inmunidad de tropas en Iraq y otras tantas tropelías, valga el juego de palabras), ha llegado el momento de que la izquierda se aplique esta excepción procesal, aunque sea estirando su aplicación y sacándola de contexto, pero sirve a modo de ejemplo, recupere sus esencias y deje de convertirse en funcional y adaptativa para el sistema en la creencia que así será más influyente.
Ya lo he dicho en otra ocasión en estas mismas páginas («El club de los miserables», 20 de junio de 2003) pero lo repito utilizando un viejo principio periodístico según el cual la redundancia ayuda a comprender mejor los mensajes, siempre que no se convierta en repetición: no hay por qué aceptar el discurso occidental, y menos en lo que respecta a los derechos humanos y a la paz. Mientras occidente no cumpla con las normas que él mismo se ha dado y ha impuesto al mundo, unas normas y unos valores que han sido impuestos por la violencia -puesto que cuando conquistó el mundo, África, Asia, América Latina y Oceanía lo hizo no por la superioridad de sus valores, sino por su superioridad a la hora de imponer la violencia organizada, y así lo mantiene a sangre y fuego (Iraq y Palestina son los referentes más claros, pero sin olvidar a Cuba y las constantes agresiones que sufre, como el penúltimo reforzamiento del bloqueo, y a Venezuela) aceptar sus reglas del juego es como asumir que se juega en campo extraño, con árbitro parcial y normas que siempre permiten el triunfo del de casa. Y esto vale también para su discurso sobre los derechos humanos (véase la no condena a EEUU en Ginebra o ahora en la Cumbre de Guadalaja y por mucho que exista Amnistía Internacional y sus informes que, por cierto, sólo se preocupan por los derechos políticos y civiles, no los económicos, sociales y culturales) y la paz, que tiene dos concepciones, negativa (ausencia de conflicto) o positiva (resolución de las causas que dan origen a esos conflictos). Porque ambos, si no son completos, no sirven a los individuos ni mucho menos a los pueblos.
Acabar con el discurso de «viabilidad»
En una palabra, y aunque no sea de aplicación en sentido estricto: inadimplenti non est adimplentum. Hay que acabar con las medias tintas, con ese desmovilizador discurso de la «viabilidad» como determinante a la hora de apoyar y desarrollar determinados proyectos políticos, un discurso que afirma que una alianza con la derecha, neoliberales y centro es el único camino posible y viable dentro del marco globalizador dominante y que los caminos de la insurgencia, de la lucha armada y de la movilización popular son inviables. Hay que acabar con la moda ideológica de lo «políticamente correcto», del pret-a-porter en el que la izquierda asume sin atisbo de crítica los valores de la burguesía con la intención de ser «políticamente relevantes» en la creencia de que así se ejerce más influencia dentro del sistema. Es decir, asumir esos valores para convertirse en funcionales y adaptativos olvidando el viejo adagio latino de que Roma no paga traidores.
Con lo que está sucediendo en Iraq y en Palestina se está en un momento clave y no valen las medias tintas. Porque de la actitud que se tome ahora va a depender la supervivencia de Cuba, la continuidad de la experiencia de Venezuela… En otras palabras: la independencia, la soberanía y la dignidad de los pueblos depende no sólo de la lucha de los propios pueblos, sino del apoyo que se les preste de forma incondicional. Y hay que empezar por desmontar discursos como el de los derechos humanos (ahora, cuando se hace público el informe de Amnistía Internacional) en su estrecha concepción emanada por la Revolución Francesa de 1789, los civiles y políticos, y que son considerados como la imagen superior e inmodificable de la sociedad sin tener en cuenta que gran parte de la población del planeta sufre discriminación política, social, económica y no satisface sus derechos más elementales de vida. Unos derechos humanos, en esta estrecha concepción, convertidos en punta de lanza del ataque a los sistemas políticos, sociales y culturales que no son del agrado de occidente. Y hay que empezar a decir que occidente intenta imponer sus reglas como las únicas en la discusión cuando no existe una concepción única de los derechos humanos aceptada por todas las naciones y pueblos ni por la comunidad jurídica internacional y que este tema, el de los derechos humanos, sirve para ejercer el derecho de injerencia (véase la posición común de la Unión Europea respecto a Cuba, por ejemplo) o para invadir y derrocar a sistemas de gobierno considerados como no aceptables (véase el discurso actual sobre Iraq).
Y hay que empezar a decir, cada vez más fuerte, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 tiene una profunda concepción individualista, que se aprobó cuando occidente mantenía la colonización de gran parte de Asia y de África y que como consecuencia de una dura lucha de africanos y asiáticos por la liberación nacional se produjo la descolonización y comenzaron a formar parte del entramado jurídico internacional los derechos colectivos de los pueblos. Es el caso de la Resolución 1514/1960 de la Asamblea General de la ONU, que en su artículo 1 dice que «la sujeción de los pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjera constituye una denegación de los derechos fundamentales, es contraria a la Carta de la ONU y compromete la causa de la paz y de la cooperación mundiales» (véase el caso de Iraq, por ejemplo), y en el artículo 2 establece que «todos los pueblos tienen derecho a la libre autodeterminación, en virtud de este derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural» (véase los casos de Cuba y Venezuela, por ejemplo).
Es el caso de la Resolución 2000/1966 de la Asamblea General de la ONU, que consagra en lo formal el pleno derecho a la autodeterminación, el derecho de los pueblos y naciones a la soberanía permanente sobre sus recursos y riquezas naturales y la consideración de que ambos constituyen un prerrequisito capital para la efectiva materialización de los derechos humanos. Esta resolución ha pasado a la historia con el nombre de Pacto Internacional de los Derechos Humanos, pero no ha tenido tanto éxito en su difusión como la de 1948 (ejercicio de agudeza mental: adivinar en menos de diez segundos la causa).
Es el caso de la Proclamación de Teherán, con la que la ONU conmemoraba el XX Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y que en su párrafo 10 dice que «los actos de agresión acarrean la denegación general de los derechos humanos» (véanse los casos de Yugoslavia, Iraq y Palestina y, si no lo remediamos, los de Cuba y Venezuela en el futuro). Y esta misma Proclamación ofrece, en su párrafo 13, la más completa definición de derechos humanos adoptada por el sistema multinacional amparado por la ONU y todavía vigente aunque occidente la desprecie: «como los derechos humanos y las libertades fundamentales son indivisibles, la realización de los derechos civiles y políticos sin el goce de los económicos, sociales y culturales resulta imposible».
Es el caso de la Resolución 32/310 de 1977 de la Asamblea General de la ONU, que ratifica el punto 13 de la Proclamación de Teherán y añade dos párrafos más, el c) «todos los derechos humanos y las libertades fundamentales de la persona humana y de los pueblos son inalienables», y el d) «en consecuencia, las cuestiones de derechos humanos deberán examinarse de forma global, teniendo en cuenta el contexto general de las diversas sociedades en que se insertan y la necesidad de promover la dignidad plena de la persona humana y el desarrollo y bienestar de la sociedad». Esta resolución se volvió a votar en 1986 en el organismo multinacional, siendo aprobada por inmensa mayoría, con un solo voto en contra y 25 abstenciones (averiguar en menos de diez segundos qué único país del mundo votó en contra de ella y que países occidentales se abstuvieron: una pista, dos de ellos estaban representados en la foto de las Azores con el que votó en contra).
Agudizar las contradicciones
Alguien puede hacerse la pregunta de qué papel juegan estas resoluciones en unos momentos en los que la ONU es más débil que nunca, está al servicio de los intereses de los EEUU, se encuentra desprestigiada y no cumple con su papel de moderadora en las relaciones internacionales. Pero cuando los agresores de los derechos humanos a gran escala vuelven a ella es porque sirve objetivamente a sus intereses, de ahí el ahínco en la nueva resolución sobre Iraq. Por lo tanto, sirvámonos también de ella para agudizar las contradicciones, primero entre nuestras propias filas.
Si quien lea este artículo se considera progresista citaré a un socialista alemán, Kart Liebknecht, cuando decía que si «una persona que se considere de izquierdas se encuentra en la misma trinchera que una de derechas lo primero que tiene que hacerse es una autocrítica». Si quien lo lea es una persona católica, citaré a un pensador y escritor español, José Bergamín, un hombre represaliado por tomar partido por la legalidad de la II República y que decía «existir es pensar, y pensar es comprometerse». Si quien lo lea es una persona relacionada con el mundo académico (en su faceta de docente o de estudiante), citaré al pedagogo brasileño Paulo Freire cuando decía que «no basta con leer, sino que hay que comprender el mundo». Si quien lo lea es una persona que tiene una visión del mundo acorde con la imagen que ofrecen los medios de comunicación de masas, citaré a otro filósofo alemán, Herbert Marcuse, cuando decía que «el problema no es que los medios engañen descaradamente, sino que mezclan, más bien, verdades con medias verdades y mentiras manifiestas, informaciones de hechos con comentarios y juicios de valor, informaciones con publicidad y propaganda y todo ello dirigido a crear una imagen prefabricada para el espectador que ya sólo busca lo que quieren darle: la ausencia de problematicidad, la indiferencia ante la violencia».
Es lo que Marcuse llamaba la «compulsión de la repetición», realizada con la pretensión de destruir la autonomía mental, la libertad de pensamiento y que conduce inevitablemente a la inercia, a la sumisión y la renuncia a cambiar. Y eso es lo que está sucediendo hoy. El mundo se horroriza por las fotos de torturas a presos iraquíes cometidas por las tropas estadounidenses de ocupación, pero no por los bombardeos masivos de Faluja o Rafah (Palestina). Y es que las fotos son insoportables, pero necesarias para la regeneración del sistema, mientras que la resistencia iraquí o palestina ponen contra las cuerdas al mismo sistema y aquí nos jugamos nuestro bienestar y nuestra posición. Por eso no se apoya a la resistencia iraquí, por el miedo a que el sistema te señale con el dedo y te identifique con la violencia. Por eso no se apoya a la resistencia palestina, para quitarse de encima el sambenito de «antisemita». Por eso no se apoya la voluntad de los cubanos de resistir una nueva y feroz vuelta de tuerca con el bloqueo, por temor a ser etiquetado como «procastrista». Por eso no se apoya el proceso venezolano, por temor a ser considerado «populista». Hay miedo a perder el espacio que se ha conseguido dentro del sistema. Pero a lo mejor es que hay que comenzar a salir de él. Y una buena forma es no cumplir con el que no cumple.