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Materiales para el seminario"De Marx al marxismo latinoamericano: una aproximación"

Índole de la economía colonial y La economía como capitalismo colonial

Fuentes: Rebelión

El siguiente escrito pertenece a Sergio Bagú, historiador argentino (residente durante muchísimos años en México) . Bagú, de inspiración política socialista, también tiene escrita una vida de José Ingenieros, textos sobre la concepción materialista de la historia y escritos historiográficos. El texto siguiente, perteneciente al libro LA ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL (1949) lo digitalizaron […]

El siguiente escrito pertenece a Sergio Bagú, historiador argentino (residente durante muchísimos años en México) .

Bagú, de inspiración política socialista, también tiene escrita una vida de José Ingenieros, textos sobre la concepción materialista de la historia y escritos historiográficos.
El texto siguiente, perteneciente al libro LA ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL (1949) lo digitalizaron Juan y Paula, ambos integrantes del colectivo AMAUTA, a quienes mucho agradecemos.
Fue publicado en la revista cubana PENSAMIENTO CRÍTICO en el año 1969.

CAPÍTULO V

ÍNDOLE DE LA ECONOMÍA COLONIAL

La determinación de la índole de la economía colonial es algo más que un tema estrictamente técnico. Afecta la interpretación misma de la historia económica y adquiere un alcance práctico inmediato si consideramos que la economía actual de los países latinoamericanos conserva aún muchas de las fundamentales características de su estructura colonial.

La estructuración económica de la sociedad colonial hispano-lusa va adquiriendo sus líneas definitivas a mediados del siglo 16, las que se acentúan notablemente en los siglos posteriores. Al producirse la independencia de nuestros países, ya lleva el régimen colonial tres siglos largos de funcionamiento. En uno de ellos -Cuba- casi cuatro. Y en el más infortunado de todos -Puerto Rico- aún continúa en pie, bajo distinta insignia. Esta larga vigencia ayuda a explicar la honda huella colonial que los Estados independientes de América Latina heredan, mientras que en las colonias anglosajonas del norte el régimen imperial no alcanzó a vivir dos siglos, durante gran parte de los cuales estuvieron libradas a su propia suerte.

¿Qué índole de economía es ésta que españoles y portugueses organizan aquí, en medio de las enormes multitudes nativas de América y África? ¿Es feudalismo, decadente entonces en el continente viejo? ¿Es capitalismo, cuyo brillo y empuje documentan en la época el apogeo italiano y los navegantes ibéricos? ¿Es algo distinto de ambos, aunque de ambos recoja algunas de sus características básicas?

En la historiografía latinoamericana ha prevalecido la opinión de que es feudalismo y algunos de los más autorizados historiadores españoles de los últimos lustros se inclinan en igual sentido. En particular, ha sido el estudio de algunas instituciones, del espíritu de la legislación colonial y de la organización interna de las explotaciones mineras, agrícolas y ganaderas, el que ha robustecido en nuestros historiadores esa manera de pensar.

Veamos nosotros ahora cómo el régimen ha ido construyendo su propia historia y cómo ha encuadrado dentro de la historia económica europea. De ese análisis irán surgiendo los elementos que nos permitirán después formar nuestra opinión.

I. LAS FORMAS FEUDALES ORIGINARIAS

1. Las monarquías centralizadas que colonizan nuestro continente cumplen en la historia europea la tarea de poner fin a la anarquía feudal y hacer posible un tipo de economía concebida en términos nacionales, pero es éste un nuevo régimen que nace y vive fuertemente impregnado de formas feudales. Para el mo-narca absoluto, el país es su feudo. Su idea de justicia es la que predominaba en la Edad Media, ligeramente modificada ahora por las nuevas necesidades que impone una nueva realidad. No podemos extrañar, por lo tanto, que los monarcas ibéricos concibieran la conquista de América como gigantesca empresa feudal, con el rey como señor absoluto de tierras y vidas y con los conquistadores como vasallos de primera categoría en la escala feudal, los cuales a su vez tendrían otros señores subordinados a sus órdenes, como ocurría en los grandes feudos medievales.

Las primeras formas político-económicas, las primeras figuras jurídicas que aparecen en la conquista de América repiten instituciones de la historia feudal. La capitulación, el título jurídico que determina las relaciones contractuales entre el monarca español y el conquistador fué, como lo explica Ots Capdequi, una especie de carta puebla o fuero municipal, documento de frecuente uso en las relaciones feudales de la Edad Medía. Feudal también en su espíritu fué el régimen aplicado a las relaciones entre el conquistador y los indios, porque la encomienda, cuyos lejanos orígenes se encuentran en los últimos tiempos de la República Romana, revivió en la Edad Media de Asturias, León y Castilla bajo el nombre de behetría.

Finalizado en la historia brasileña el ciclo inicial del palo brasil, la exploración y colonización del interior se realiza bajo el régimen de las donatárias o capitanías, organizado por Juan III en los años que siguen a 1530. El título jurídico -la carta de doaçao- es un documento de las más fuertes reminiscencias .feudales. Al capitán donatário le asignaba el rey un área vastísima, tanto que todo el territorio de la colonia entonces inexplorada, desde la costa hasta la línea de demarcación con los territorios hispanos de 1494, fué distribuida entre sólo doce de ellos (Pombo, I, 110-112).

Sobre esa superficie enorme, el donatário era señor casi absoluto: distribuía la tierra en parcelas -las sesmarias -a los colonos o sesmeiros; fundaba pueblos; designaba autoridades locales; instituía y percibía impuestos; imponía penas civiles y criminales, incluyendo la de muerte; otorgaba concesiones para explotar las riquezas naturales; podía esclavizar los indios y aún enviarlos en venta a Portugal; trasmitía por herencia a sus sucesores todos sus derechos. En compensación, el donatario estaba obligado a movilizarse militarmente bajo la bandera del monarca en caso de guerra y a entregarle la quinta parte de los beneficios que obtuviera en la búsqueda de metales preciosos.

El régimen de las donatárias, que fué al principio recibido con gran entusiasmo en la metrópoli, tuvo limitado éxito. De las doce que fueron concedidas, sólo cuatro tuvieron vida próspera, mientras que otras tantas no llegaron a poblarse y en el resto los capitanes donatários no pudieron doblegar la resistencia de los nativos. Las donatárias que sobreviven a los fracasos iniciales se prolongan hasta mediados del siglo 18, fecha en que ya todas han sido incorporadas al dominio real, después de haber sufrido sus titulares sucesivas restricciones (Prado. Hist. Ec., 59).

2. Pero estas formas feudales originarias con-tienen limitaciones sustanciales. El Adelantado español actúa en nombre del rey, cuyas órdenes acata y que interviene como tribunal de apelación en causas importantes. El encomendero no recibe los indígenas en esclavitud y su derecho -que constituye un verdadero usufructo del trabajo humano, sin la nuda propiedad- está limitado en el tiempo. No imparte justicia sobre los indios encomendados y, decenios después de la conquista, ya comienza a sentir los embates de una nueva legislación restrictiva de sus privilegios. Suprimida la esclavitud de los indios en el siglo 16, la monarquía de los Austrías deja sentado su criterio básico en cuanto a la mano de obra colonial: el indio no es siervo del encomendero, sino súbdito del rey.

El capitán donatario halla restringidos algunos de sus derechos. Fuera de su jurisdicción civil quedan los casos que se refieren a sumas abultadas y de la criminal las personas que gozan de ciertos privilegios aristocráticos (Marchant). La carta de doaçao como lo hace notar Rocha Pombo (I, 110-112), tiene un nombre engañoso porque no entrega la propiedad de la tierra sino su usufructo. Dentro de la vasta extensión de la donatária, sólo una zona delimitada pasa a ser de su propiedad, bajo ciertas condiciones y el monarca le prohibe a él y a sus familiares adquirir algunas de las sesmarias que debe distribuir entre los colonos.

Después, cuando Portugal establece en Brasil el gobierno colonial, en 1549 y cuando la monarquía española comienza a aplicar una pauta orgánica en materia económica y política, se manifiesta el propósito de ir, restringiendo esa soberanía tan marcadamente feudal.

No se propusieron las monarquías ibéricas en el nuevo mundo -lo contrario hubiera sido incongruente- im-pedir la formación de una aristocracia de terratenientes y mineros. Lo que sí trataron con todo empeño fué de someter esa aristocracia americana a sus de-signios políticos, para lo cual comprendieron la necesidad de que recibiera los favores económicos de las propias manos del monarca.

En cambio, jamás se desligaron las metrópolis de la ideología feudal para encarar todos los problemas económicos, ideología que parece ir acentuándose a medida que la decadencia de los siglos posteriores va aletargando sus fuerzas productivas.

II. FEUDALISMO Y CAPITALISMO COLONIAL

1. El régimen de las donatarias es el que mayores dudas ha engendrado en los historiadores brasileños con respecto a su calificación económico-social.

Algunos de ellos lo consideran típicamente feudal, acentuada esta característica por la circunstancia de que, durante los primeros quince años, no había en la colonia funcionarios del gobierno metropolitano. Es el pensamiento que predomina en la obra de Carlos Malheiro Dias.

Simonsen, después de recordar que Portugal ya no vivía bajo un régimen feudal, sino con una estructura capitalista, sostiene que la delegación de poderes en el capitán donatário es una solución práctica que adopta la corona portuguesa ante la imposibilidad de afrontar por sí sola la inmensa tarea de la conquista del territorio y de su colonización y agrega que los beneficiarios de este régimen inicial vienen aquí poseídos por afán de lucro, síntoma capitalista (I, 124).

Feudalismo y capitalismo, a pesar de su oposición histórica inicial, no tienen por qué ser, en todas las alternativas de su desarrollo, extremos irreconciliables. Ciertamente, cada uno de ellos tiene sus acentos propios que permiten diferenciarlo del otro; pero, en el curso de los hechos, vuelven a encontrarse, a superponerse, a confundirse.

Hay una etapa en la historia capitalista en la cual renacen ciertas formas feudales con inusitado vigor: la expansión del capitalismo colonial. En las colonias, la posesión de la tierra, aparte del lucro que se busca en el tráfico de sus productos, va acompañada de fuertes reminiscencias feudales. El poseedor -compañía o individuo- aplica allí su ley sin apelación, gobierna sobre las vidas y los bienes sin preocupación jurídica o ética alguna, inventa en su beneficio todos los impuestos que su imaginación y las posibilidades del lugar le permiten.

Esto.ha ocurrido, sin excepción, en todos los continentes. Nadie puede dudar, por ejemplo, que la Dutch West India Company fué, desde su origen hasta su desaparición, una típica empresa capitalista de la época. Empresa holandesa por acciones, dedicada, entre otras muchas cosas, a practicar sistemáticamente la piratería en las Antillas, a tomar posesión de islas deshabitadas, a invadir regiones débilmente defendi-das, a fundar colonias y traficar con sus productos. Fué ella -no el gobierno holandés- la que invadió y conquistó Recife y la costa noreste del Brasil en el siglo 17, como más tarde las islas antillanas de Curacao, Bonaire y Aruba. Fué ella también la que inició la colonización de lo que hoy es Nueva York. Allí – como lo señalan Morison y Commager (I, 61)- reviven las formas feudales, con la tierra distribuida en enormes latifundios, cuyos titulares, que son los directores y accionistas de la empresa, gobiernan al principio con estrecho criterio medieval. Kiliaen Van Rensselaer, uno de ellos, se apropia de los mejores sitios y comienza a aplicar impuestos en su beneficio que, como el de tránsito por el río Hudson, no son más que la reedición de los que los señores feudales de la.Edad Media cobraban a las caravanas de mercaderes que atravesaban sus dominios.

2. Pero hay un hecho indudable. Las colonias hispano-lusas de América no surgieron a la vida para ¡repetir el ciclo feudal, sino para integrarse en el nuevo ciclo capitalista que se inauguraba en el mundo.

Fueron descubiertas y conquistadas como un episodio más en un vasto período de expansión del capital comercial europeo. Su régimen económico colonial fué organizado con miras al robustecimiento de las economías metropolitanas y al mercado colonial. Muy pocos lustros después de iniciada su historia propiamente colonial, la orientación que van tomando sus explotaciones mineras y sus cultivos agrícolas descubren a las claras que responden a los intereses predominantes entonces en los grandes centros comerciales del viejo mundo.

Con todo, no podemos dejar de advertir en la estructuración económico-social de nuestra América una conmixtión de factores, de características aparentemente contrapuestas, que deben ser estudiadas en de-talle para extraer de su visión panorámica un concepto amplio y nítido de la índole de la economía colonial.

III. LOS ELEMENTOS DE CONFIGURACIÓN FEUDAL

1. LA GRAN PROPIEDAD TERRITORIAL

El_latifundio aparece de inmediato_como la forma rnás tangible de la riqueza y el poderío social. Las mercedes de tierras y las encomiendas son la moneda con que España paga a los conquistadores y halaga a los favoritos. Las sesmarias portuguesas son la primera base permanente de colonización en Brasil. La avidez de tierras en los conquistadores y en los primeros colonos tiene un raíz feudal: en la metrópoli la magnitud del latifundio es la medida del mérito social. Poco después adquirirá un carácter capitalista en algunos casos: cuanto mayor sea el área poseída, más grande será la cantidad de productos destinados a la exportación.

América, además, parece infinita y el blanco euro-peo se lanza a la orgía de la posesión ilimitada. Su hambre de tierras es insaciable. El rey español limita las mercedes, pero el beneficiario viola los límites en el instante mismo de la toma de posesión. El monstruo crece sin pausa. El latifundio del blanco va despojando a los pueblos de indios, robando las propiedades de las comunidades precoloniales. Es inútil que el rey, con frecuencia, ordene devolver las tierras que han sido invadidas ilegalmente. En el curso de tres siglos, el proceso no se detiene.

En México y Perú, la gran propiedad territorial es ya un hecho en los primeros lustros del siglo 16. En Cuba, el latifundio ganadero es el asiento de una oligarquía influyente desde mediados del mismo siglo. En Venezuela, si no aparece hasta el 17, cuando el cacao se transforma en el gran producto de exportación, es porque el primer siglo de la colonización es allí prácticamente nulo, en cuanto a su valor económico. En la Audiencia de Quito es de formación tan temprana como en el Perú. En la zona oeste de lo que hoy es Argentina existe desde el siglo 16, con un considerable valor económico porque allí, en valles fértiles con numerosa y disciplinada mano de obra, comienzan a explotarse cultivos y manufacturas cuyos productos son bien recibidos en varios mercados coloniales. Pero, en general, el latifundio es de aparición tardía y de menos valor en las regiones del sur. En Chile, las tierras, distribuidas por primera vez en el siglo 16, tienen que ser redistribuidas cuando, al tomar posesión efectiva de ellas, los españoles comprueban que el área total es más limitada y el número de indios encomendados menor del que se había supuesto. En Buenos Aires, inexistente casi la mano de obra, apenas si a fines del siglo 16 se inician tímidamente las va- querías, primera actividad esporádica y bárbara de aprovechamiento del ganado cimarrón. El latifundio se esboza en el siglo 17 y Estrada cree que su expansión se debe a la aplicación de las Ordenanzas de Alfaro, de 1618. En la Banda Oriental es más tardío. Allí se consolida después de fundada Montevideo, en 1723.

El concepto feudal de la propiedad del suelo apa-rece tan fuertemente -y quizá más- en la coloniza-ción británica del siglo 17 que en la luso-hispana del 16. La corona británica acostumbraba otorgar en pro-piedad a sus nobles y favoritos islas y colonias íntegras. Al conde de Carlisle le tocó en suerte la isla de Barbados y, para que una compañía inglesa pudiera colonizarla, tuvo ésta que buscar la protección de otro cortesano, el conde de Pembroke. La riña de los condes originó largos pleitos y, podemos suponerlo, enmarañadas e interminables intrigas cortesanas.Varias de las colonias de América del Norte nacen , a la historia como «proprietary provinces», es decir, feudos, en toda la acepción del vocablo, otorgados a un noble británico. Eso fué Pennsylvania que, aún en vísperas de la revolución de la independencia, continuaba en el status de dominio privado de la familia de su fundador, William Penn, «destinado por Dios para mantenerla en los círculos superiores de la sociedad inglesa» (Morison y Commager, I, 172-177).

Lord Baltimore, al fundar Maryland, cumplió un propósito largamente alimentado: establecer un feudo para refugio de los terratenientes católicos de Gran Bretaña, país que se había convertido al protestantis-mo. En Virginia, hasta la revolución, los mayorazgos y las vinculaciones han estratificado las relaciones de la propiedad inmobiliaria en un molde estrechamente feudal. La primera Carolina nace igualmente bajo inspiración feudal y la carta que se redacta para organizaría -las «Fundamental Constitutions of Carolina»- es, al decir de Morison y Commager, «un extraordinario documento que trataba de implantar en la nueva colonia un feudalismo romántico», con castas sociales y títulos nobiliarios cuya jerarquía debía medirse de acuerdo con la extensión territorial poseída (1, 70).

Nueva Inglaterra corre una suerte distinta. Allí toda reminiscencia feudal es débil, pero no porque les faltaran deseos a los puritanos. Parrington les ve lejos aún de haberse desprendido de una multitud de prejuicios feudales (I, 24) y los Beard explican que fueron las circunstancias -la abundancia de tierra, el clima duro, el suelo áspero, la escasez de imano de obra- y no los escrúpulos religiosos de los puritanos los que hicieron imposible una organización de modelo feudal, tal como la que floreció con tanta fuerza en las colonias subtropicales y en las islas británicas de las Antillas (Rise, 55).

2. LA SERVIDUMBRE

No basta que exista la enorme extensión territorial para que califiquemos de feudal a un régimen económico. Es menester que dentro de ella hayan servidumbre y autosuficiencia.

En la servidumbre, la mano de obra entrega al señor una parte del producto de su esfuerzo, -cereales, por ejemplo. O bien, trabaja la tierra del señor, sin salario. O bien, ambas cosas a la vez. Además, el producto que recibe el señor como consecuencia del esfuerzo del siervo está destinado al consumo dentro del feudo. Los frutos que el siervo reserva para sí están asimismo destinados al consumo de su familia y no al comercio. Los casos que se encuentran en los últimos siglos de la Edad Media de siervos que vuelcan una parte de sus productos en el mercado, con lo cual se proveen de dinero con el objeto de entregarlo al señor, a cambio de su libertad personal, son anuncios inequívocos de que la institución ha entrado en la decadencia y de que, tarde o temprano, desaparecerá. El siervo, además, tiene algunos derechos que el señor debe respetar, derechos que varían según las regiones y las épocas. Uno, al menos, que siempre se le reconoce, es el de la inmovilidad. Está adscripto a la gleba.

Lo que más se asemeja a esta institución en América es la encomienda de servicios y la de tributos. El indio tiene la obligación de prestar ciertos servicios al encomendero, en el primero de los casos, sin retribución en forma de salario; y de entregarle ciertos productos, en el segundo. Cuando ei encomendero, por disposición real, reside entre los indios encomendados -es de creer que en esos casos la encomienda (usufructo de mano de obra) coincide en los límites territoriales con la merced de tierras (usufructo territorial)-, las formas feudales características de la Edad Media aparecen en América posiblemente con más fuerza que nunca.

Pero las cosas cambiaron rápidamente. Después de cometidos interminables abusos, la corona prohibió a los encomenderos residir entre sus indios encomendados y puso a éstos bajo el cuidado de sus propios funcionarios reales -los corregidores- y de los sacerdotes, enemigos tradicionales de los encomenderos. El monarca llegó a controlar en forma directa la mano de obra indígena, interviniendo en la administración de la mita, con lo cual el indígena sale de ese primer régimen semejante al de la servidumbre y cae en la esclavitud.

El tributo que los indios encomendados deben seguir pagando al encomendero, que ahora vive en las ciudades, conserva un fuerte sabor medieval, pero el régimen de trabajo se parece cada vez más á la esclavitud y menos a la servidumbre. Con la introducción del régimen de pago de los tributos de encomiendas en pesos ensayados, el virrey Toledo -organizador de la economía colonial en Perú- da el golpe definitivo a la primitiva servidumbre indígena. Bajo el disfraz del salario -que, más o menos simultáneamente, empieza a aplicarse en las minas de México y Perú- los indios son llevados y traídos de un lugar a otro, se les cambia de ocupación, se les introduce en las minas y se les conduce a la muerte por centenares de miles. Esto no es servidumbre. No es tampoco el salariado libre de la era industrial moderna. Es esclavitud. Ya veremos más adelante que, al instituirse la esclavitud en gran escala en la América hispano-lusa, ésta se incorpora de lleno al ciclo capitalista que con tanto vigor se había inaugurado en el mundo.

La servidumbre doméstica tampoco es servidumbre, tomado este término en su significado histórico-económico. La practican en la colonia negros esclavos e indios, -al principio, encomendados; después, mitayos. En todos los casos, es esclavitud, aun cuando, como ocurría frecuentemente en las grandes ciudades, el indio o el negro doméstico fabricaban ciertos productos de consumo local cuya venta beneficiaba exclusivamente a sus amos.

Se parece más a la servidumbre -sin serlo- la condición de los indios de las misiones jesuíticas, guaraníes en su enorme mayoría. Las misiones fueron la superposición de un estructura política -la jesuítica- sobre una secular estructura económica -la comunidad agraria indígena. Los indios siguieron trabajando la tierra y haciendo productos de manufactura doméstica. Algunos, sin embargo, cambiaron de ocupación y fueron dedicados, por ejemplo, a construir embarcaciones de río, en las cuales las misiones enviaban sus productos a ciudades lejanas. Pero, como norma, no fueron movidos de sus lugares originarios ni perdieron sus ocupaciones tradicionales, aunque sobre, ellos pesó la severa y omnipotente organización politica jesuítica.

3. LA UNIDAD ECONÓMICA CERRADA

Es posible que las primeras encomiendas hayan tendido a ser autosuficientes pero, en todo caso, estuvo ello permanentemente condicionado al hallazgo de metales preciosos en el subsuelo. Descubierto el me-tal, la unidad autosuficienfé se quiebra con estrépito. Los indios comienzan a producir para el mercado europeo y el señor vive con la mente puesta en el intercambio.

Típica unidad económica americana fue el engenho brasileño. La autosuficiencia fué una aspiración y casi un hecho desde sus comienzos y así continuó hasta bien entrado el siglo 19. Todo lo que el engenho consume se produce dentro de sus límites, con excepción de muy pocas cosas. Las misiones jesuíticas tienen también ese carácter. Pero tanto el engenho como la misión no llegan, sin embargo, a reproducir en toda su fuerza la unidad económica feudal. El engenho nace para exportar azúcar y cumple admirablemente esa tarea. La misión vende algunos de sus productos -yerba, maderas, telas, productos.manufacturados- a las ciudades. Potosí, rica ciudad minera desde sus comienzos, recibe de las misiones guaraníes, desde el siglo 16, gran parte de los productos que consume, tanto alimenticios como manufacturados.

4. CIUDAD Y CAMPO

Cuando el feudo se encuentra en pleno vigor como unidad autosuficiente, la ciudad no prospera. La ciudad -residencia de artesanos y comerciantes- no tiene razón económica de ser cuando las artesanías están instaladas dentro del feudo mismo y cuando éste no produce nada para el comercio. Esto explica porqué en los primeros tiempos del Brasil colonial las concentraciones urbanas fueron raquíticas y escasas. Más adelante, sin embargo, transformada la colonia en importante centro productor de materias exportables y organizado un intenso comercio interno por la creciente diferenciación económica de las regiones, las ciudades comienzan a cumplir una misión más activa. La suerte de las ciudades mexicanas y peruanas fué muy distinta. Lo que predomina en ambas colonias, muy desde el comienzo, no es la unidad autosuficiente, sino la unidad monocultural: la mina. La ciudad aparece pronto como centro del intercambio necesario y, muy luego, como residencia de los encomenderos y los nuevos ricos de distinta procedencia. España además envió a las colonias, cuando menos un siglo antes que Portugal, un numeroso y solemne cuerpo de administradores, lo cual contribuyó a dar a los centros urbanos su temprano y deslumbrador brillo. México y Lima fueron, no sólo las más grandes y progresistas ciudades de América, sino dos de las más ricas ciudades del mundo.

Basadre dice que en la América española las ciudades se transformaron en baluartes feudales. En los primeros tiempos, en efecto, los cabildos fueron simples instrumentos de las aristocracias locales, como las cámaras municipales de Brasil lo fueron también. Pero los señores feudales americanos que residían en las ciudades tienen con los europeos algunas diferencias dignas de notarse: las bases materiales de su riqueza no son feudos cerrados sino minas que producen para el exterior o indios encomendados o ingenios cuyos productos se exportan. Con el correr del tiempo, va pululando en las grandes ciudades, alrededor de la administración colonial, otra aristocracia «sui generis»: señores sin posesión territorial ni indígenas encomendados, nobles que sólo pueden vivir del favor que reciben del virrey, como sus colegas arruinados de la metrópoli vivían tan sólo del favor del rey. Esos señores supuestamente feudales no lo son para el historiador de la economía.

5. LOS AGREGADOS

En el castillo medieval hay una población improductiva que forma una especie de corte del señor y en los alrededores del castillo, en tierras que se dominan desde sus almenas, viven aún otros elemen tos también improductivos o que realizan indefinidos trabajos menudos, prefiriendo no hacerlos mientras sea posible, Son todos ellos individuos sin ubicación dentro del esquema económico feudal, que comparten con el señor el desprecio por el trabajo manual, sobre el cual pesa la huella servil.

Alrededor del señor americano se va formando, también, una multitud muy similar. Blancos portugueses y españoles, al principio, que no logran «favores reales y que se quedan sin tierras y sin deseos de trabajar; más tarde, mestizos y mulatos, en las más variadas gamas de la mezcla de las tres razas, que no logran ubicarse dentro de una economía que ofrece muy pocas posibilidades al que no sea señor, comerciante con buen capital, esclavo o semi esclavo. Esa multitud forma la rústica corte del señor, de él depende para recibir favores y su vida misma puede cesar por su capricho. Es ella la que forma el clan fazendeiro y otras huestes de reminiscencia feudal. Su presencia se advierte durante toda la colonia y es siempre un elemento indicador de la incapacidad de la economía colonial para asimilar los nuevos elementos de la población y un factor de constante desequilibrio social, propenso al vicio y al delito, despreciador del trabajo y opresor -cuando puede- del indio y el negro. Ya le volveremos a encontrar en el curso de nuestro estudio.

El agregado de la Edad Media es un producto feudal. El capitalismo engendra otro elemento distinto: el desocupado.

Hay entre ambos diferencias más notables que sus semejanzas. Ambos, es cierto, se originan en la imposibilidad de ubicarse dentro del esquema económico. Pero la suerte del uno y el otro es distinta. El agregado aspira a no trabajar nunca y a depender del favor señorial. El desocupado quiere trabajar pero no encuentra en qué emplear sus energías. El agregado ingresa en la corte señorial o en el ejército feudal. El desocupado forma la reserva del salariado y, eventualmente, puede volver a encontrar un trabajo productivo dentro del mecanismo capitalista. No es lo común que el capitalista le haga favores personales, o que el Estado lo enrole en el ejército, aunque esto fué practicado a veces como una solución en todos los países de gran desarrollo capitalista.

De quien estamos ahora hablando se parece notablemente al agregado feudal. Pero la América colonial tuvo también desocupados muy similares a los que produce el régimen capitalista.

IV. LOS ELEMENTOS DE CONFIGURACIÓN CAPITALISTA

1. LA ACUMULACIÓN DEL CAPITAL

La enorme cantidad de mano de obra disponible, la exhaustiva explotación que de ella se hizo y los buenos precios que se pagaban en Europa por los productos coloniales permitieron una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando, fué reduciéndose en proporción con la masa de la población, como se desprende del hecho cierto de que el número de europeos y criollos desocupados aumentara sin cesar. Esta acumulación de capital -producto y, a la vez, signo arquetípico del proceso capitalista- debe haber atraído a las colonias una masa relativamente grande de circulante. No cabe duda que el dinero escaseaba en este o en aquel lugar, en esta o en aquella época; pero si pudiéramos hacer la historia del dinero en la colonia nos sorprendería encontrarlo en cantidades considerables desde el siglo 16, lo cual hubiera sido imposible en una economía cerradamente feudal.

Ya en la primera mitad del siglo 16, los mineros en México habían acumulado cuantiosos excedentes, que comenzaron a invertir en la compra de haciendas (Riva Palacio, Virreinato, 490). En Veracruz y Acapulco hubo también, más tarde, fortunas enormes, formadas en el comercio de exportación, parte de las cuales era invertida en los negocios inmobiliarios corrientes en la época colonial: la adquisición de latifundios y la hipoteca.

En Perú, donde en el siglo 16 se produjeron fenómenos paralelos porque la estructura económica era muy similar a la de México, se encuentran en el siglo 17 considerables capitales invertidos en el comercio, cuyos titulares los habían adquirido en otras actividades. Esos financiadores de las empresas comerciales peruanas eran encomenderos, mineros, funcionarios de la administración imperial e inquisidores (Cobo, 71; Medina, II, 428).

El cacao, que se cultiva con negros esclavos, da lugar en Venezuela a un proceso relativamente rápido de acumulación capitalista. Iniciado su cultivo con timidez a fines del siglo 16, su aceptación en España y México fue tan entusiasta que los cultiva-dores de la zona de Caracas y los comerciantes dedicados a ese tráfico se encontraron muy pronto con fuertes sumas de dinero disponibles, parte de las cuales invirtieren en la formación de una flotilla propia para conducir el cacao desde la Guaira hasta Veracruz. Los cultivadores caraqueños se transforma-ron tempranamente en una oligarquía cerrada que la masa de la población conocía con el nombre de «Gran Cacao», cuyo poderío económico le permitió adquirir acentuado predicamento en la corte española y una ventaja comercial del más puro corte capitalista: el monopolio del rico mercado mexicano, en detrimento del cacao de Guayaquil (Arcila Farías, 92).

Estrechamente vinculados con el comercio de exportación, los «Gran Cacao» caraqueños invierten sus excedentes en nuevas plantaciones y otros cultivos comerciales, así como en minas, bienes raíces urbanos, esclavos y hatos de ganado. Sus fortunas se hacen más complejas a medida que la historia colonial avanza y llegan a ser cuantiosas. Gil Fortoul (I, 280) ofrece la enumeración de los bienes que el padre de Simón Bolívar -miembro de la aristocracia caraqueña- declaró poseer cuando contrajo nupcias con la madre de éste. Eran los siguientes: 258.500 pesos en efectivo; dos haciendas de cacao; cuatro casas en Caracas, incluyendo esclavos; plata acuñada por valor de 46.000 pesos; una quinta; dos trapiches de caña, incluyendo extensas tierras de cultivo y casas para los esclavos; una hacienda de añil; tres hatos de ganado; copropiedad de ciertas tierras, cuya valuación no indica el autor; nueve casas en La Guaira; todo el valle de Arca; las minas de Cocorote; 607 fanegas de cacao y 2.421 libras de añil depositadas en ese momento en Cádiz; 119 fanegas de cacao y 1.185 libras de añil enviadas a Veracruz.

El tráfico negrero fue el más formidable motor de acumulación capitalista que operó en la era colonial. Ya hemos dicho que tuvo carácter internacional y sus beneficios fueron distribuidos en varios países de Europa. En toda América -española, portuguesa, británica, holandesa-los negreros acumularon formidables fortunas personales, e incluimos dentro de esa denominación a los accionistas de las compañías dedicadas al infame tráfico, los capitanes y propietarios de los buques negreros que operaban individualmente, los vendedores de negros que organizaban el mercado local de carne humana.

El diezmo y las donaciones piadosas fueron otro activo elemento de acumulación capitalista en pocas manos. Beneficiaria de ambos y del favor real, la Iglesia católica llegó a ser la propietaria territorial más poderosa en las colonias hispanas y la titular de enormes sumas de dinero, gran parte del cual era invertido en hipotecas y préstamos.

2. EL CAPITAL FINANCIERO

Desde el siglo 16 circula en las colonias hispano-lusas un capital financiero, originado en la acumulación capitalista producida en las mismas colonias.

Casi siempre, sus titulares son individuos o entidades residentes en las colonias.

Los mineros, los comerciantes vinculados al comercio de exportación, los grandes agricultores, los negreros, la Iglesia y algunas compañías dedicadas a distintos rubros impulsan el uso del crédito prestando dinero a pequeños comerciantes y agricultores y facilitándolo en hipoteca a muchos terratenientes. Estas operaciones fueron muy frecuentes y el capital destinado a ellas llegó a ser cuantioso hacia fines del período colonial.

En el siglo 17 el uso del crédito se ha generalizado en las más importantes zonas rurales brasileñas. Hay en la colonia una ya poderosa burguesía comercial portuguesa, constituida bajo el estímulo de la política monopolista de Lisboa, que entrega dinero en hipoteca a algunos senhores de engenho, apremiados, según indica Prado (Evol. pol., 72), por una baja general de los productos agrícolas.

La mayor parte del capital de la Iglesia mexicana estaba formado por dinero entregado en hipoteca.

Humboldt calcula, a principios del 19, que la Iglesia tiene, en este rubro, 44.500.000 pesos, mientras que el valor de sus bienes raíces sólo asciende a dos o tres millones (N. Esp., II, 443); cifra, la primera, que coincide con la que ofrece Cuevas, historiador de la Iglesia mexicana, para la misma época (V, 40). Como punto de referencia para apreciar la cuantía de ese capital invertido en operaciones de crédito, basta de-cir que el total de las rentas anuales del gobierno del Virreinato a fines del siglo 18 es de 20 millones de pesos (III, 229).

En México, que es desde el comienzo de la era colonial uno de los centros de más cuantiosa y rápida acumulación capitalista del mundo, encuentra Humboldt, ya en el ocaso de aquélla, «una enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios de minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio» (N. Esp., II, 351).

3. LA PRODUCCIÓN PARA EL MERCADO

Si alguna característica bien definida e incuestionable queremos encontrar en la economía colonial, es la de la producción para el mercado. Desde los primeros tiempos del régimen hasta sus últimos días, condiciona ella toda la actividad productiva.

Para el mercado internacional producen el senhor de engenho de Bahía, de Río y de San Vicente, desde mediados del primer siglo colonial; del mismo modo que los mineiradores de Minas Gerais y el Distrito Diamantino, que la corona portuguesa monopoliza, en el siglo 18. Con el mismo destino se cultiva el algodón en Marañón, en el 18 y, hacia el fin de la era colonial, comienzan a extenderse los cafetales sureños. Para el mercado interno producen los fazendeiros de gado del noreste desde el 16 y, más tarde, sus competidores del sur. Para el mercado interno se cultivan cereales en distintas regiones.

Los metales preciosos de Nueva España y Potosí se envían a España; el azúcar y el tabaco de Cuba, también. El azúcar cubano, el dominicano, el veracruzano, el venezolano encuentran buena salida en el mercado colonial. Dos terceras partes del cacao que consume el oeste y el sur de Europa proceden de Venezuela (Díaz Sánchez, 81); el que paladean los mexicanos acomodados se cultiva en Centro América, Guayaquil y Caracas y más tarde sólo en esta última. Perú recibe, en sus comienzos, azúcar de México, pero después la cultiva en la costa para venderla en el mercado interno y enviar algo al exterior. El algodón de Mèrida y Trujillo, en Venezuela; el de la costa peruana y de otras regiones hispanas, se emplea parte en telas de consumo local y parte se destina a la exportación. Desde fines del siglo 18, el tabaco cubano adquiere gran empuje en el mercado internacional. Mucho más modesto, el de Venezuela ya se había ex-portado a fines del 16.

Simultáneamente, los valles centroamericanos, los llanos de Venezuela y las pampas platenses comienzan a arrojar su primer producto -el cuero- en las corrientes del comercio internacional. El proceso se inicia sin orden ni concierto a fines del siglo 16. En el 17 va adquiriendo mayor importancia en Buenos Aires. En el 18, es en Buenos Aires, el litoral y la Banda Oriental un negocio próspero que cuenta con la protección oficial y el estímulo de esos infatigables contrabandistas de todos los mares que son los ingleses. De Mendoza hasta Salta -todo lo que hoy es el oeste argentino- salen frutos agrícolas y productos manufacturados que se venden en el litoral y en Buenos Aires. De las misiones enclavadas en el corazón de la selva chaqueña descienden también, en buques propios, frutos agrícolas y productos manufacturados a distintas regiones del Río de la Plata.

Las colonias hispano-lusas no sólo se incorporan rápidamente a la revolución comercial iniciada en Europa sino que llegan a constituir, en un conjunto, uno de sus elementos más importantes.

Por otra parte, síntomas hay abundantes del alto grado de sensibilidad comercial que va presidiendo el desarrollo económico de estas colonias. Cuando se advierte que un producto colonial puede ser lanzado en gran escala al mercado internacional, hay crédito, instrumentos y esclavos disponibles para estimular su producción; a veces, hay también armas dispuestas a conquistar la zona productora para usufructuar mejor sus riquezas.

La Dutch West India Company, que invade la costa noreste del Brasil en 1630, busca dominar las zonas del azúcar, producto por el cual existía de antiguo gran interés en Holanda, al punto de que en el siglo 16 ya se había constituido en este país una compañía para venderla. Está aún en posesión de esa franja costeña de la colonia portuguesa, cuando su necesidad de obtener el producto en grandes cantidades le lleva a ofrecer a los colonos ingleses de Barbados todo lo que éstos necesitan -capital, implementos, negros, caña de azúcar -para que inicien en la isla el mismo cultivo y, después que las primeras tentativas fracasan porque el azúcar obtenido no es de buena calidad, hace venir a algunos colonos de Barbados a sus flamantes dominios brasileños para que allí aprendan a mejorar la técnica. Cuando los portugueses y los brasileños la expulsan de Brasil, en 1654, Barbados ya ha comenzado a exportar azúcar a Europa, con gran beneplácito de los accionistas y directo-res de la compañía holandesa, sin cuya ayuda Barbados no so hubiera transformado en lo que después sería: un gigantesco latifundio azucarero.

En el siglo 18 -ya muy perfeccionada la técnica colonial del comercio internacional- los ejemplos como éste se multiplican. Los esclavistas estimulan la producción de azúcar en Cuba, abriendo créditos a los agricultores. La Companhia Geral do Comercio de Grao Para e Maranhao abre crédito para la adquisición de esclavos e instrumentos de labranza a los colonos de Marañón para estimular el cultivo del algodón, que los telares europeos buscan con insaciable avidez. La Compañía Guipuzcoana ofrece crédito a los pequeños agricultores de Venezuela para que se dediquen a producir cacao y otros frutos, que aquélla coloca a buen precio en el viejo continente.

Bastan los casos expuestos para confirmar que la colonia hispano-lusa forma parte fundamental del ciclo capitalista mundial y se desarrolla como complementaria de la economía europea, razón por la cual los productos más solicitados en el viejo mundo son los que mayor auge cobran en el nuevo. El mercado colonial fue también mucho más importante de lo que nuestros historiadores del siglo 19 habían supuesto, pero no puede equipararse, sin embargo, al europeo, en cuanto a la gravitación que ejerce en la configuración de la economía americana.

4. EL COMERCIO

Mercado y comercio son distintas formas de manifestarse un mismo fenómeno. Cuando mencionamos la enorme cantidad de productos que se envían al mercado internacional y la actividad que cobra el mercado colonial, implícitamente dejamos dicho que operan aquí importantes capitales comerciales.

En casi toda la América luso-hispana aparecen en el curso del siglo 16 intereses comerciales bien delineados, que pronto entran en conflicto con los productores coloniales. En Brasil, donde el comercio más lucrativo fue un privilegio de los peninsulares -como en las colonias españolas- ese choque de intereses llega a producir conflictos armados.

El capital comercial más próspero es al principio el vinculado a los monopolios de Lisboa, Sevilla y Cádiz. Pero ya hacia fines del siglo 16 aparece en las rutas del tráfico comercial americano un fantasma que bien pronto se haría omnipotente: el contrabando. No cabe imaginar mayor número de provisiones que las adoptadas por las metrópolis para combatirle, especialmente por España, que siempre estuvo menos subordinada a Gran Bretaña que Portugal. Pero predominó siempre la mala idea de ahuyentarle como jamás se han ahuyentado los verdaderos fantasmas: a palos. El fantasma huía cuando sonaba el primer cañonazo y volvía en seguida envuelto en la niebla para penetrar por todos los poros del organismo colonial.

Al cabo de la jornada, nadie dejaba de ser su cómplice: los consumidores, que preferían la mercadería de contrabando, más barata y de mejor calidad; las autoridades, casi siempre propensas a dejarse sobornar por fantasmas que no dejan huella.

El contrabando es el capítulo más pintoresco de la vida económica de la colonia, así como la esclavitud legal del negro y la ilegal del indio es el más trágico. Cada uno de los puertos de nuestra América era un semillero de anécdotas de aparecidos que, al ir entrelazándose con el correr de los años, fueron formando la historia de la lucha entre el monopolio colonial hispano-luso y el capital comercial europeo, en primer término el británico.

Si el contrabando prosperó fue porque satisfacía una necesidad de las poblaciones coloniales. Sólo así se explica que, según el cálculo de Humboldt, a fines del siglo 18, la cuarta parte del comercio exterior de la América española estuviera en manos del contrabando.

5. EL CARACTER COMPLEMENTARIO DE LA PRODUCCION

Hemos afirmado que la autosuficiencia no fue nunca una característica -ni siquiera una aspiración- de la economía nacional y que aún allí donde llega a manifestarse en forma más completa -el engenho, la misión jesuítica- hay producción para la venta. Podemos ahora agregar que la producción colonial no está orientada por las necesidades de los consumidores nacionales, ni siquiera por los intereses de los productores locales. La producción se estructura y se transforma todas las veces que sean necesarias para encajar dentro de un orden de cosas de-terminadas por las metrópolis imperiales.

La economía colonial es siempre complementaria de la metropolitana. Este concepto necesita algunas aclaraciones. Un país políticamente independiente puede sin embargo padecer de una economía colonial o semicolonial. Por otra parte, la metrópoli política puede encontrarse, a su vez, subordinada a los intereses económicos de otra potencia y su política eco-nómica colonial estar dirigida a beneficiar a esta potencia más que a sus propios intereses. Tal fue lo que le ocurrió a Portugal después del tratado de Methuen, de 1703, con Gran Bretaña (Manchester, 21).

Es ésta una verdad que se encuentra repetida en la historia de todos los imperios y que se puede comprobar en los días que vivimos.

La producción colonial estuvo, pues, configurada por su carácter de complementaria. Los productos que no competían con los de Portugal o España en el mercado metropolitano, en el internacional o en el colonial, encontraron tolerancia o estímulo. De ellos los que eran considerados de más alto valor para la metrópoli adquirieron rápidamente todas las preferencias. Ése fue el destino de los metales preciosos, el azúcar, el cacao, el café, el añil, el tabaco, la vid, el algodón, los cueros, en las colonias hispanas. El palo brasil, el azúcar, el algodón, los metales, los diamantes, el tabaco, el arroz, los cereales, en Brasil.

En cambio, los productos de competencia fueron perseguidos con saña. Las manufacturas presentan el caso típico. No todas, por cierto, ni en todas las épocas; sino aquellas que, en determinados momentos, pudieran competir con las que producía -o vendía, simplemente- la metrópoli.

Gran Bretaña aplicó, desde que tuvo fuerzas para ello, la misma política en sus colonias americanas. Beer hace una lista de los artículos de los cuales Gran Bretaña carecía o sólo tenía en pequeñas cantidades y cuya producción estimulaba en sus colonias: seda, cáñamo, pez, alquitrán, resina, trementina, azúcar, tabaco, algodón, arroz, añil (nota p. 134). Las fuentes coloniales de donde extraía esas materias eran las colonias de las Antillas y las del sur de tierra firme, todas las cuales gozaron de preferencias imperiales hasta el momento mismo de la revolución de 1776.

En cambio, las colonias del norte, desde Maryland hasta Nueva Escocia -incluyendo la descarriada y siempre beligerante Nueva Inglaterra puritana- producían lo mismo que Gran Bretaña, por razones de clima y, en plena era colonial, habían comenzado a competir con ella en los mercados americanos, lo que movió a la metrópoli a imponerles una larga serie de medidas restrictivas en el siglo 18. Esos productos de competencia eran: ciertas materias alimenticias, pesca, construcción de buques y, por ende, la industria del transporte marítimo, que los puritanos comenzaron a practicar con alarmante éxito en la costa del continente y hasta en las Antillas (Beer, 132-140).

6. EL SALARIO

En la historia de la condición jurídica de la mano de obra indígena en las dos colonias españolas más ricas, hay cuatro etapas principales:

1) esclavitud. Corresponde al período de la conquista y queda suprimida por ley a mediados del siglo 16;

2) encomienda de servicios. Es también coetánea de la conquista y perdura en la letra de la ley, igual-mente, hasta mediados del primer siglo. El indio encomendado tiene la obligación de realizar los trabajos que el encomendero le ordene;

3) encomienda de tributos. Reemplaza a la anterior. El encomendero, a quien la ley ya ha desplazado del lugar donde moran sus encomendados, recibe de éstos un tributo en especie;

4) salario. Comienza a practicarse a mediados del siglo. Lo ponen en práctica los virreyes Velasco, en México y Toledo, en Perú. Una forma de hacer ingresar a los indígenas en este nuevo régimen fue el de exigirles que los tributos de la encomienda fueran pagados en pesas, que los encomendados sólo podían obtener mediante el alquiler de su fuerza de trabajo por un salario. Este régimen dio lugar a una vasta organización del empleo de la fuerza de trabajo indígena, que se llamó cuatequil en México y adoptó en Perú el nombre incaico de mita.

Observemos ahora cuál es la índole económico-social de estas cuatro figuras jurídicas, algunas de las cuales llegaron a coexistir en ciertas regiones y épocas.

La esclavitud como veremos más adelante, revivió en América para acelerar el proceso capitalista. No es institución feudal, sino capitalista.

Al instituir la encomienda de servicios, quiso la corona poner en movimiento la mano de obra disponible en el nuevo continente, pero sin que el indígena dejara de ser jurídicamente considerado como súbdito del rey, es decir, como siervo del monarca de inspiración feudal. Pero no pudo evitar que esa caprichosa construcción jurídica jamás tuviera asiento en la realidad. El indio se vio obligado a trabajar para el encomendero, en las condiciones que éste ordenara, que fueron pésimas. La encomienda de servicios no fue, en la práctica, más que una esclavitud disimulada, casi siempre con la misma finalidad que la esclavitud legal: la acumulación capitalista.

La encomienda de tiene mucho más aspecto jurídico de servidumbre que la anterior, porque el indio -como el siervo medieval- cumple su obligación entregando al encomendero una cantidad determinada de productos de la tierra o de su manufactura doméstica. Pero la obligación posterior de pagar el tributo en pesos desvirtúa por completo el sentido económico de la institución que, en esta forma, pasa a confundirse con el salario, tal como se le practica en la colonia.

El cuatequil y la mita permiten la existencia del salario, pero sobre una base obligatoria. Los pueblos de indios están compelidos a entregar cierta cantidad de sus miembros aptos para realizar trabajos que ellos no eligen durante un plazo determinado. Esos indios son compensados con cierta cantidad de dinero y destinados a los más variados servicios (Ver Pérez, Mitas).

Para constreñir a los indios a ingresar en este régimen del salariado colonial fue menester una vasta organización. Toledo creó las reducciones de indígenas en Perú, cuando en México se organizaban los llamados «pueblos de indígenas», que eran lo mismo.

Las reducciones serían en adelante formidables proveedoras de mano de obra obligada. A principios del siglo 17 comenzó a funcionar el cargo de comisario de alquileres (Zavala, Col. esp., 166), encargado de proveer de mano de obra indígena y vigilar el cumplimiento de todas las obligaciones inherentes. Los indios no podían quedar ociosos, según lo determinó la ley.

Si a todo esto agregamos que tanto el cuatequil como la mita fueron los cauces por donde la población indígena continuó marchando hacia su exterminio y que sólo bajo el látigo pudieron ambas funcionar con eficacia, debemos llegar a la conclusión de que supuesto salario colonial -bastardeado desde su nacimiento- no fue más que otra forma disimulada de esclavitud.

Por cierto que el régimen del salario dio origen a otras modalidades. Zavala menciona a los laboríos, indios voluntarios que trabajan en las minas mediante un buen jornal (Col. esp., 1G3). Es posible, desde luego, que en varias ramas de la producción colonial haya existido el salario en términos semejantes a los que imperan en la sociedad industrial moderna; pero se trata de excepciones. El anticipo es un procedimiento que comenzó a practicarse tempranamente y que revela la existencia de una mano de obra más libre que la sometida al cuatequil y la mita. El capitalista va entregando al trabajador partes del jornal o haciéndole incurrir en multas por supuestas violaciones de los reglamentos de trabajo, de manera tal que el asalariado siempre se encuentra en deuda con su empleador y no puede abandonar voluntariamente su empleo. Este procedimiento, que aún hoy sigue aplicándose en distintos tipos de «explotación en el continente, tuvo su auge colonial, al parecer, en el obraje -la fábrica de la época-, en el que también se aplicaba el régimen de la condena penal, mediante el cual los penados eran enviados por las autoridades a trabajar en aquél.

El anticipo puede considerarse otra forma del salario bastardeado y, por lo tanto, nada más que una modalidad de la esclavitud.

De todo lo expuesto surge una conclusión. En las colonias españolas predominó la esclavitud en forma de salario bastardeado. De menor importancia fueron la esclavitud legal de los negros y el salario libre.

Brasil presenta menos dificultades para el investigador. La esclavitud legal del indígena se prolonga mucho más -hasta el gobierno de Pombal, en la segunda mitad del siglo 16- y la del negro constituye, sin el menor asomo de duda, la fuente más importante de mano de obra hasta la independencia y aún después. El salario libre desempeña una función económica muy modesta.

El predominio de la esclavitud y del salario, a la vez que la escasa importancia de la servidumbre -en el sentido histórico-económico- nos confirma en la creencia de que el régimen colonial del trabajo se asemeja mucho más al capitalismo que al feudalismo.

7. CIUDAD Y CAMPO

Hemos explicado anteriormente cómo, debido al tipo de economía autosuficiente que se practicó en vastas zonas rurales del Brasil, las ciudades no tuvieron allí existencia tan próspera como en otras colonias españolas. La unidad productiva hispana -la mita, la hacienda, el ingenio, la chacra- fue siempre mucho más dependiente del intercambio comercial y esto insufló notable vigor económico a las concentraciones urbanas coloniales.

Este tipo de producción basado en el intercambio y que tan poca semejanza presenta con el feudalismo, es el que da origen en el siglo 16 a la aparición de un núcleo urbano cuya vida económica podemos considerar típicamente colonial. Nos referimos a la ciudad alto peruana de Potosí, cuya importancia se traduce en el orgulloso título de «villa imperial» que le otorgó Carlos I.

Su razón de ser fue el cerro del mismo nombre, gigantesco filón de metales preciosos que no se fatigó de arrojarlos durante todos los siglos de la colonia. Descubierto por azar en 1545, su entraña devoró una cantidad fabulosa -apenas imaginable- de existencias indígenas y permitió amasar fortunas igualmente fabulosas. Como más tarde los «mineiradores» de Minas Gerais y los buscadores de oro de California, los mineros españoles y la masa indígena se fueron acumulando en ritmo afiebrado en los alrededores del cerro. Potosí fue lo que los estadounidenses llaman, con feliz acierto onomatopéyico, «boom city». El más asombroso caso de tal en el período colonial de América y quizá en el mundo todo en aquellos siglos.

Rojas calcula que ya en 1573 tenía 120.000 habitantes, cifra que en años posteriores llegó a ser de 200.000 (149). Debemos creer que el historiador de la economía boliviana incluye en este cálculo la población dispersa en una superficie amplia, vecina sin embargo al cerro, de manera tal que Potosí presentaría el aspecto, no de un solo bloque urbano, sino de un núcleo español y varios caseríos indígenas.

Lima -la opulenta ciudad de los virreyes- en el virreinato de Gil y Lemos (1790-1796) llegó a tener 52.027 habitantes (Tizón). A fines del período colonial, la más populosa ciudad en la América del Norte parece haber sido Filadelfia, con unos 30.000 pobladores.

Todo el esfuerzo Humano de Potosí debía concentrarse en un propósito único: arrebatar al cerro su riqueza metalífera. Toledo -siempre Toledo, como dice Valcárcel- fue el que impuso un orden al sistema de aprovechamiento de la mano de obra nativa, hasta entonces sometida a un alocado proceso de destrucción. Solórzano dice que el virrey destinó 95.000 indios al trabajo en el cerro -todo un ejército de voluntarios encadenados. Trabajaban por turno, cada uno de los cuales ponía en el cerro, simultáneamente, 4.500 hombres (Finot, 107-109).

Potosí no vivió más que para eso: para explotar esa enorme legión de esclavos, cuya opresión consideraba la corona tan necesaria que en 1601, cuando dictó reglas prohibiendo el servicio forzoso en las minas, envió otras instrucciones secretas ordenando continuarlo en el caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción (Finot, Ibíd.).

Fuera de -metales preciosos, Potosí y la zona adyacente no producían prácticamente nada. De otras regiones del virreinato y de las misiones jesuíticas le enviaban alimentos y los más diversos productos. De todas partes del mundo le llegaban objetos de lujo. Los precios de los artículos da primera necesidad debieron ser allí prohibitivos, porque el transporte era lento, muy difícil y, por ende, muy costoso. Nadie que no se beneficiase directa o indirectamente con la explotación minera debe haber podido sostener un presupuesto familiar, por modesto que fuere.

No puede darse un caso más claro de producción, para el mercado y de deficiencia productiva. Sólo pueden compararse a Potosí otras zonas mineras de la América española y Brasil, el Distrito Diamantino de este último y las islas del azúcar en las Antillas.

La división entre ciudad y campo llegó a agudizarse en forma notable en la América española. México y Lima fueron centros del más intenso intercambio comercial imaginable. La enumeración que Bernardo de Valbuena hace en su poema «Grandeza mejicana» de los productos exóticos que llegaban de todos los continentes en considerables cantidades a la capital de Nueva España en el siglo 17 no puede suponerse fruto de la imaginación poética sino reflejo incompleto de la realidad. En ambas ciudades se desarrolló una clase media de artesanos y pequeños comerciantes locales y una poderosa burguesía comercial, que extendió sus actividades invirtiendo sus capitales en operaciones de crédito.

Buenos Aires fue otra ciudad colonial que en el siglo 17 había adquirido la tonalidad de una típica concentración urbana de la era del capitalismo comercial en Europa. Era la puerta de entrada de una incesante corriente de mercaderías -corriente legal o ilegal, según los tiempos y las circunstancias; mucho más lo segundo que lo primero- que se distribuían después en una vasta zona, que alcanzaba hasta Perú. Gondra dice que en aquel siglo había fortunas personales de 300.000 coronas (Belgrano, 34).

Río por medio, Colonia fue lo que el capital comercial británico quiso que fuera: depósito de sus mercaderías destinadas al contrabando. Montevideo, asiento también de un intenso tráfico internacional.

V. LA ESCLAVITUD, INSTITUCIÓN CAPITALISTA

En los escritores latinoamericanos ha predominado la tendencia a considerar la esclavitud -la solapada del indio y la legal del negro- como manifestación de un renacimiento feudal en el continente nuevo. Existen hoy suficientes elementos de juicio para dar a este fenómeno tan importante una interpretación distinta.

1. El formidable resurgimiento de la esclavitud, adormecida como institución durante la Edad Media, se debe principalmente a la aparición de América como colosal depósito de materias primas. El brazo esclavo fue en nuestro continente puesto al trabajo ^ para crear una corriente de mercancías que se volcase en los mercados europeos. América, enriquecida a su vez por el trabajo esclavo, crea más tarde su propio .mercado interno y se transforma en excelente consumidora de la producción europea. Éste es un proceso capitalista, cuya verdad histórica aceptan hoy historiadores y economistas -primeros, entre ellos, los de Gran Bretaña y Estados Unidos.

La esclavitud americana fue el más extraordinario motor que tuvo la acumulación del capital comercial europeo y éste, a su vez, la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos, -capital industrial que, necesitado como estuvo tempranamente de productores y consumidores Ubres, atacó desde el siglo 19 la institución de la esclavitud como funesta para sus propósitos. Indirectamente, pues, la esclavitud del indio y el negro resultó indispensable para que, mediante un secular proceso de acumulación capitalista, pudiera la Europa occidental tener industrias modernas y Estados Unidos alcanzara en el siglo 19 su espectacular desarrollo económico.

En una de las obras de investigación más valiosas sobre el tema aparecidas en los últimos años, Eric Williams sintetiza este fundamental proceso diciendo -que «el capitalismo comercial del siglo 18 desarrolló la riqueza europea mediante la esclavitud y el monopolio, lo cual contribuyó a crear el capitalismo industrial del siglo 19 y éste, al refluir, destruyó el poder del capitalismo comercial, la esclavitud y todos sus productos (210).

2. En las colonias británicas de las Antillas y América del Norte las dos grandes fuentes de mano de obra fueron los servants (siervos) y los esclavos.

Tres clases de servants reconoce la historia colonial de los Estados Unidos, según Davie (31):

1) los indentured servants (siervos contratados).

Eran desocupados o personas sin recursos que deseaban trasladarse a América para buscar horizontes nuevos. Ingleses c irlandeses muchos de ellos, pero también alemanes y de otros países de Europa occidental. Firmaban un contrato, por el cual se comprometían a servir a un amo durante cierto tiempo fijado -cuatro años era un plazo frecuente-, sin más retribución que la comida, la vestimenta y el hospedaje. Al cabo de ese tiempo, recobraban su libertad y se les entregaba una fracción de tierra en propiedad. Los indentured servants perdían su capacidad de hombrea libres al entrar en el buque. El capitán de la nave, al llegar al puerto americano, los vendía al mejor postor. «Un remate público muy semejante al mercado de esclavos», explica el autor citado;

2) los redemptioners o free-willers. No firmaban contrato alguno. El capitán del buque les transportaba con la condición de que, ya en América, trabajarían para pagarle el costo del pasaje. En la práctica dio lugar a todo género de abusos, porque el trabajo obligatorio que el free-willer prestaba aquí a un amo no tenía límite fijado por ley ni contrato;

3) los ciervos forzados («forced inte servitude», dice Davie), entre los que se cuentan, en larga lista, los delincuentes, los vagos y los raptados. El procedimiento de enviar delincuentes a América fue usado como un recurso para proveer de mano de obra a las colonias que no la tenían. Pero, como en el caso de los delincuentes españoles que vinieron a América, estos infortunados no eran, en algunos casos, más que súbditos de monarquías donde la profesión de ciertas opiniones políticas era considerado delito grave.

El rapto llegó a ser una industria próspera en los puertos ingleses de salida, como Londres y Brístol. A veces con engaños -especialmente cuando se trataba de niños-, otras mediante el uso del alcohol, las víctimas eran arrojadas a las bodegas, para desembarcar en América como siervos forzados.

En un solo año -1760- se calcula que llegaron en esas condiciones 10.000 personas. Entre 1750 y 1770, Maryland recibió 20.000 delincuentes británicos y nunca, durante el siglo 18, faltaron trabajadores de este tipo, según afirma Davie (33). Pero, de las tres categorías, los más numerosos fueron los indentured servants. Abbot Emerson Smith, en un libro reciente -«Colonists in bondage»-, calcula que de la mitad a los dos tercios del total de los trabajadores blancos llegados a la colonia norteamericana estaba formada por indentured servants, mientras que Richard Morris sostiene que hay documentos que elevan el número de ellos al 80 por ciento del total de los trabajadores blancos que recibieron las colonias.

Las dos primeras categorías de estos siervos -el indentured y el free willer- se asemejan al siervo medieval-únicamente en la existencia de un contrato o compromiso, que especifica ciertas obligaciones y derechos de ambas partes. Se diferencian de la servidumbre feudal en que su esfuerzo es aplicado a las tareas y en las condiciones impuestas por el amo con el propósito de acelerar el proceso de acumulación Capitalista.

De esto último no puede caber duda alguna, Davie explica que los siervos fueron dedicados a realizar una importante faena: la de preparar regiones salvajes para poder transformarlas en plantaciones. Si no se utilizaban en esa labor asalariados libres era porque, enfrentados con amplias extensiones sin dueño u ofrecidas a precios irrisorios, hubieran desertado rápidamente de sus empleos para transformarse en cultivadores autónomos. Esas plantaciones, así convertidas en una realidad por el trabajo del siervo, comenzaron más tarde a producir para el mercado.

Desde un ángulo histórico-económico, el supuesto siervo colonial norteamericano cumple la misión del esclavo. En realidad, su condición de tal sólo está limitada por la circunstancia de que, vencido el plazo -los cuatro o más años, en el caso de los indentured servants-, o la condición -el pago del pasaje, en el de los free-willlers-, recobra su condición de trabajador libre. El hecho de que haya ingresado voluntariamente -voluntad, por cierto, casi inexistente cuando era un vagabundo hambriento en el viejo mundo- también puede darse en la esclavitud.

Como antes, cuando estudiamos la condición económica de los indios en Hispano América, digamos ahora que la condición jurídica del supuesto siervo de la América inglesa no debe velar el hecho económico de que la misión que cumple, dentro de la sociedad colonial, es la del esclavo y jamás la del siervo.

Los de la tercera clase mencionada -los siervos forzados- revelan aún más abiertamente su condición de esclavos. Por la violencia han sido sometidos al trabajo forzado, cómo por la violencia eran los negros africanos transformados en esclavos. Si posteriormente una ley, algún magistrado humanitario o su fuga, le liberan de su terrible condición de esclavos, no por eso el servicio prestado al amo colonial lleva menos el sello de la esclavitud. También los negros y los indios, cuando eran esclavos legales en la América hispano-lusa, huían constantemente y los primeros, sintiéndose de regreso en la libertad de la selva tropical, llegaron a proclamar en el corazón del Brasil tropical una comunidad de hombres libres que -no hemos podido averiguar si los historiadores o ellos mismos- bautizaron con el pomposo nombre de República de los Palmares.

La otra gran fuente de mano de obra en las colonias británicas fueron los negros africanos. En el siglo 17 comienzan a llegar en grandes cantidades a las islas británicas de las Antillas y en 1619 un buque holandés arroja en el puerto virginiano de Jamestown la primera miserable carga, integrada por veinte esclavos.

Si admitimos, pues, que la calificación más exacta que deba darse, desde un ángulo económico, al servant es la de esclavo -esclavo blanco, cuya condición está disimulada con otro nombre y limitada en el tiempo-, debemos llegar a la conclusión de que la, economía de las posesiones británicas en las Antillas y de las colonias del norte tuvieron en la esclavitud la principal mano de obra que Impulsó su desarrollo comercial y su progreso económico.

3. Dos instituciones hay en las colonias antillanas que guardan similitud con el servant de la historia colonial anglo-americana: el engagé á trente six mois de las Antillas francesas en el siglo 17 y el chino llevado a Cuba en el siglo 19.

Tanto uno como otro no son considerados por la ley colonial como esclavos, sino ubicados en una confusa situación intermedia.

Su condición, como en el caso del indentured servant, estaba determinada por un contrato cuya dudosa validez jurídica encuentra confirmación en el hecho de que muchos eran analfabeto. Traídos -unos de China y otros de Francia- eran vendidos en Cuba y en las islas francesas del Caribe al mejor postor. El chino y el engagé estaban obligados a trabajar para sus compradores, el uno durante ocho años, el otro durante tres. Sus derechos quedaban reducidos a percibir un pequeño salario y a ser considerados libres al cabo de los plazos citados, como ocurría también con el indentured servant.

Saco, que ha estudiado estas instituciones antillanas (Colección póstuma, 181 y sig.), cree que no pueden asimilarse ni a la esclavitud ni a la servidumbre. Cernió en el caso del indentured servant, opinamos que el chino llevado a Cuba y el colono francés engagé ú trente six mois en las Antillas francesas son tipos de esclavitud con plazo y condición. Si investigáramos más minuciosamente su verdadero status en-contaríamos que el salario que se les paga no es para el propietario una carga más onerosa que la que tiene el senhor de engenho de vestir y alimentar a sus negros. En cambio, el precio pagado por sus personas, su obligación de trabajar para un patrono durante un largo período sin posibilidad de modificar esa situación, son características de la esclavitud.

El chino y el engagé francés fueron marco de obra en los ingenios y en otras actividades destinadas a producir provecho capitalista, con lo cual queda descartada su posible condición de siervos. En la práctica, en cambio, uno y otro fueron tratados como esclavos, según el testimonio de los historiadores.

4. La esclavitud legal en la América hispano-portuguesa tuvo dos destinos económicos: las faenas domésticas y la producción de mercaderías para la venta.

En las ciudades, siempre hubo un número de es clavos domésticos que practicaban alguna rústica artesanía, cuyes productos vendían por las calles en beneficio del amo.

Pero la forma más típica de acumulación capitalista se encuentra en la empresa colonial que utiliza mano de obra esclava para producir mercancías en grandes cantidades con destino al mercado internacional. Hablamos de las minas -principalmente movidas por negros en Brasil-; de los ingenios hispano-lusos; de las plantaciones de cacao, algodón, etc.

No sólo el esclavo legal produce dentro de un mecanismo incuestionablemente capitalista, sino que la venta del esclavo a esas empresas coloniales -es decir, la provisión de mano de obra esclava para la vasta maquinaria de la producción capitalista colonial-, está a cargo de sociedades e individuos organizados de acuerdo a cánones capitalistas y que persiguen un provecho indudablemente comercial.

Las bases del tráfico negrero, desde el punto de vista económico, son las de la empresa capitalista: sociedades por acciones o empresarios individuales – según la magnitud del negocio-, dividendos, acumulación de beneficios, competencia internacional. Podríamos añadir «absolutamente irreligioso, sin unión interna, sin mucho espíritu público», como caracteriza Keynes a la empresa capitalista. Tratándose del tráfico de carne humana, agreguemos nosotros: profundamente inmoral, absolutamente ciego a las desastrosas consecuencias éticas, económicas y sociales que el infame comercio ocasionaría en América.

Para cazar en el Sudán, en Senegambia, en la Cesta de Oro, transportar a través del Atlántico y vender en Brasil los millones de negros introducidos durante varios siglos fueron menester capital y organización en escala completamente desconocida en épocas antefieres. Sólo el capitalismo comercial en pleno empuje pedía realizar esa estupenda y miserable hazaña.

El agente negrero que opera en África, seduciendo a los reyezuelos bárbaros que le proporcionan la carne humana; el capitán del buque que transporta las «piezas de Indias»; el importador que las recibe en América -asentista le llaman en un tiempo en las colonias españolas- y las vende al ingenio o a la mina, forman parte, muchas veces, de un vasto y único mecanismo comercial. Las compañías que explotan este rubro no sólo cumplen esas tres etapas indicadas en la descarnada forma en que las enumeramos, sino que llegan a perfeccionar una compleja técnica mercantil, no menos sutil -aunque sin duda más inhumana- que la que desarrollaron los banqueros italianos del Renacimiento, precursores y maestros éstos indiscutibles del procedimiento bancario moderno.

La técnica esclavista tiene distintas fases. En América, la colocación del producto no se hace a ciegas. Se estudian las condiciones del mercado y el tipo de actividad productiva al que se aplicará el esclavo. Se trata de que éste sea usado en la producción de una mercancía cuya colocación en el mercado europeo pueda también beneficiar a estas empresas internacionales de intereses. Cuando el suelo es propicio para la producción de un fruto en cuya comercialización está interesada la empresa, esta convence a los colonos a dedicarse a su cultivo, les entrega esclavos, implementos y dinero a crédito. Es decir, la compañía realista algo que constituye una de las características de la compleja técnica comercial moderna: crea la necesidad. La compañía es además, por sí misma, una potencia marítima y militar. Tiene que defender su carga humana contra los corsarios y sus instalaciones terrestres contra los saqueos y los enemigos. Cuando sus directores lo consideran conveniente, puede inclusive atacar militarmente una colonia o una región, deponer sus autoridades y establecer allí un gobierno que le obedezca.

En las cortes europeas, la empresa negrera tiene estrechas vinculaciones con monarcas, ministros, parlamentados. Algunos son sus accionistas y directores. Otros aceptan, más descansadamente, las participaciones que la empresa les distribuye en sus ganancias. Como los banqueros-comerciantes italianos del Renacimiento; como las casas de los Fuggers y los Welzers, en la Alemania de fines de la Edad Media y principias de la Moderna, las empresas negreras invierten en múltiples rubros. Pero podemos estar siempre seguros que ninguno le ofrece ganancia más cuantiosa que el tráfico de esclavos.

Así, en esa trama compleja, actúa la Companhía Geral de Comercio de Grao Para e Maranhao, a la que ya hemos mencionado como ofreciendo en crédito esclavos, instrumentos y capital a los agricultores de Marañón para que se dediquen al cultivo del algodón, que la Companhia coloca muy bien en Gran Bretaña. La Companhia, además, tiene en Lisboa amigos poderosos, como que la corona le había entregado -en el período de política nacionalista del Marqués de Pombal- el monopolio del comercio en la zona de Marañón.

Pero nada puede compararse a la vasta y poderosa organización holandesa y británica para explotar este rubro.

No es accidental que fuera un buque holandés el que condujera los primeros negros esclavos que ingresaron en las colonias británicas del Norte, ni que la Dutch West India Company -que ya hemos mencionado- invadiera el noroeste del litoral marítimo brasileño en el siglo 17, derrotara a las tropas portuguesas y nativas y mantuviera allí sus posiciones durante varios lustros, mientras introducía -ella también- el cultivo del azúcar en gran escala en, las posesiones del Caribe.

Holandeses e ingleses, además de franceses, portugueses, daneses y alemanes, traficaron clandestinamente con esclavos en las posesiones hispanas de América durante toda la colonia.y la política exterior de Gran Bretaña, por mucho tiempo, estuvo orientada con el propósito de legalizar este comercio y ampliarlo en todo lo posible.

El tratado de Utrecht, firmado en 1713, fue su primer gran triunfo diplomático en este terreno. España admitió que Gran Bretaña instalara en sus posesiones asientos, con autorización para introducir 40.000 esclavos negros en el plazo de 30 años.

La empresa que iba a realizar ese tráfico era la más típica expresión del capitalismo comercial de la época: la South Sea Company. La perspectiva de un negocio de tal magnitud envolvió a sus directores, accionistas y a todo el mundo de la Bolsa de valores de Londres en una niebla de locura. La especulación se desencadenó con tales visos de leyenda que la gran literatura inglesa de la época la registra como episodio histórico. «South Sea Bubble» llaman los economistas británicos a ese demoníaco alucinamiento de riquezas a costa del infortunio africano. «South Sea Bubble» significa «pompa del Mar del Sur». Cuando la pompa estalló, en 1720, el escándalo envolvió a los personajes más prominentes de la política y las finanzas. «Orgía de inmoralidad financiera», la llama Tawney. Y agrega; «Comparados con los hombres que ocasionaron la ‘South Sea Bubble», los Fuggers eran inocentes» (191).

El capital británico era infatigable en aquel siglo 18. Como los holandeses en Brasil más de un siglo antes, los ingleses se apoderaron de La Habana y la zona vecina en 1762. Mucho menos pudieron que los holandeses mantener sus posiciones. Apenas si unos meses.

Pero en el brevísimo plazo hicieron lo imposible: introdujeron más de 10.000 esclavos africanos Los historiadores cubanos mencionan el episodio con horror. ¿Qué hubiera sido de Cuba si el imperio británico se hubiera quedado allí?

Para llevar a la práctica esa verdadera hazaña técnica, era menester disponer de una excelente y vasta organización que pudiera ser puesta en movimiento en un plazo de semanas o acaso de días y que cumpliera su compleja tarea con toda puntualidad. Esa organización existía y operaba con tal grado de eficiencia técnica que nos sentimos tentados a concebir lo inconcebible: si en vez de estar destinada a esclavizar seres humanos lo hubiera estado a liberarlos, ¡qué estupendo aporte hubiera hecho a la civilización americana!

Era un vasto mecanismo capitalista, cuyos métodos comerciales quedan sintetizados en este procedimiento que puso en práctica al día siguiente de ocupar La Habana: vendió el esclavo a los colonos a bajo precio y ofreció comprar el azúcar, que iba a ser producido por ese esclavo, a alto precio. Lo que le interesaba, de pronto, eran dos cesas: iniciar el tráfico en

gran escala sobre bases sólidas y adquirir grandes cantidades del producto tropical, por el cual pagaban muy bien los mercados europeos. Aún cuando hubiera habido pérdidas iniciales -lo que es dudoso- las enormes ganancias posteriores las hubieran cubierto con holgura. No puede darse un criterio comercial más moderno.

La esclavitud americana fue la fuente más rápida y eficaz de multiplicación de capital en la era colonial.

Fue también uno de los principales factores que operaron indirectamente para hacer posible la gran revolución industrial que se inicia en el siglo 18.

La historia del tráfico de la carne humana requeriría, para ser más completa y justa, conocer los nombres de sus principales beneficiarios. El economista los usaría como síntomas que permiten descubrir enfermedades. El sociólogo, para medir la calidad ética de algunos regímenes políticos. Nosotros podemos aquí mencionar tres apenas: Felipe V, rey de España y señor de las Indias; Luis XIV, el Rey Sol de la Francia bizantina, cada uno de los cuales recibía una cuarta parte de los beneficios obtenidos por la Compañía de Guinea, formada en Francia en 1701 y destinada a explotar el monopolio de la importación de 42.000 ne-gros en la América española en el plazo de diez años, prorrogables a otros tres; y la Reina Madre María Cristina de España, principal accionista del tráfico en un tiempo en que la corona firmaba, bajo presión diplomática, tratados abolicionistas con Gran Bretaña y los violaba sistemáticamente.

Reconozcamos que había quedado firme en las casas gobernantes de la Europa occidental el precedente de la reina Isabel de Inglaterra, principal accionista de las piraterías de Hawkins y Drake en las Antillas, tan elocuente en la condena pública de ellas cuando contestaba los insistentes reclamos diplomáticos de Felipe II.

VI. LA ECONOMÍA COLONIAL COMO CAPITALISMO COLONIAL

Estamos ahora en condiciones de ofrecer una respuesta a los interrogantes que abrimos al iniciar el capítulo. El régimen económico luso-hispano del período colonial no es feudalismo. Es capitalismo colonial.

Cuando los historiadores y economistas dicen que el feudalismo, agonizante en Europa, revivió en América, se refieren a hechos ciertos: el traslado de algunas instituciones ya decadentes en el viejo mundo; el florecimiento de una aristocracia constituida por elementos desplazados de allá; ciertas características de las grandes explotaciones agrarias, ganaderas y mineras, que hemos analizado y que evocan las condiciones de dependencia de siervo a amo y la beligerancia señorial de la época feudal. Pero todos esos hechos no son suficientes para configurar un sistema económico feudal.

Por lo demás, el capitalismo colonial presenta reiteradamente en los distintos continentes ciertas manifestaciones externas que lo asemejan al feudalismo. Es un régimen que conserva un perfil equívoco, sin alterar por eso su incuestionable índole capitalista.

Lejos de revivir el ciclo feudal, América ingresó con sorprendente celeridad dentro del ciclo del capitalismo comercial, ya inaugurado en Europa. Más aún: América contribuyó a dar a ese ciclo un vigor colosal, haciendo posible la iniciación del período del capitalismo industrial, siglos más tarde.

La esclavitud no tiene nada de feudal y sí todo de capitalista, como creemos haberlo probado en el caso de nuestra América. Al integrarse dentro del ciclo comercial, la América luso-hispana recibió un formidable injerto africano. La mano de obra indígena y la otra de procedencia africana fueron los pilares del trabajo colonial americano. América y África -destiladas sus sangres por los alquimistas del comercio internacional- fueron indispensables para el deslumbrante florecimiento capitalista europeo.

ACOTACIONES

EL SEÑOR AMERICANO

A los elementos que hemos analizado para determinar el carácter de la economía colonial, podríamos agregar uno que entra mejor en un estudio psicológico y social que en un ensayo económico. El señor americano.

Que a lo largo de toda la historia colonial hay en nuestra América un tipo de señor cuyos hábitos, cuya mentalidad y cuya actuación guardan estrecha semejanza con los del señor del medioevo no puede caber ía menor duda. El senhor de engenho y el forzendeiro de ganado o de café, en Brasil; el encomendero, el minero, el latifundista, el cultivador de cacao y de azúcar, el obispo, el ranchero, el estanciero, en las colonias españolas, tienen una marcada tendencia a considerarse señores absolutos dentro de sus dominios territoriales, jefes militares locales con menosprecio ríe la autoridad central y a ejercer sobre sus subordinados una justicia de inspiración feudal. También puede decirse lo mismo de los propietarios de ingenios en las Antillas británicas y de los plantadores de Virginia y las Carolinas.

El clan fazendeiro brasileño del siglo 17 y los ejércitos que participaron en las guerras civiles de Perú del siglo 16 -verdaderas guerras feudales, según afirma de la Riva Agüero (xv)- son entidades del más intenso colorido feu-dal, por donde desemboca la vocación anárquica, revoltosa y localista del señor americano.

Los encomenderos que se congregan, armas en la mano, bajo el mando del Marqués del Valle de Oaxaca, en México; los sublevados neogranadinos que dirige Alvaro de Oyón; los encomenderos del Perú cuyo ejército comanda Gonzalo Pizarro, a quien Carbajal aconseja que se proclame ley y tome por esposa una princesa inca, tienen el propósito confeso de desconocer la autoridad imperial y proclamar la suya propia dentro de sus dominios. Rebelión de marcado cariz feudal, que acaso sólo el imperio español estaba en condiciones de dominar -primero, con tacto diplomático; después, con el poder militar- en aquel siglo inicial de la colonia.

El señor americano tiene mucho de común con el señor feudal del medioevo: su psicología, sus hábitos, su autonomía, su afán beligerante. Pero, en el orden económico, les separa una distancia: el del medioevo es jefe de una entidad autosuficiente; el de América, de una entidad que produce para el mercado y cuya suerte, que es la suya propia, está regida por leyes y circunstancias que no operan sobre el feudo.

SALARIO

«Permitimos que de su voluntad, y pagándoles el justo precio -establece la ley de 1551, dictada por Carlos 1- puedan ir los Indios a labrar, y trabajar a las minas de oro plata y azogue», (Recopilación, II, Libro VI, Tít. XIIII)

Esta disposición fue reiterada muchas veces en la legislación indiana. Carlos I, en la ley de 1595, volvió a establecer que «los Indios de mitas, y voluntarios sean pagado-;» (ibídem). Felipe II ratificó en 1573 la ley de 1551 y Felipe III en 1608, ordenó «que los indios, y trabajadores de las minas se les pague con puntualidad los sábados en la tarde» (ibídem).

Antes de 1551, el salario había sido establecido legal-mente en otras actividades y en la Instrucción que en 1501 la Corona entrega a Fray Nicolás de Ovando, gobernador y justicia mayor de Santo Domingo, se establecía que a los Indios se les podía obligar a «que trabajasen en las cosas de Nuestro servicio, pagando a. cada uno el salario que xustamente vos pareciere que debieren de aber», (Citado por Aznar).

ESCLAVITUD Y CAPITALISMO

En la historia de la esclavitud capitalista debe mencionarse en lugar preferente a la Royal Aírican Company, empresa británica que fundó numerosas factorías en la costa occidental del continente americano. Desde 1672 hasta 1677 gozó del privilegio del monopolio en el tráfico negrero, concedido por el parlamento británico. Después de 1697, caducado el monopolio legal, debió entrar en competencia con otras. En 1751 fué disuelta. (Ragatz, Old plant., 63).

Con referencia a la importancia de la esclavitud como fuente de acumulación de capital, cabe recordar que, hacia fines del siglo 18, la prosperidad industrial y comercial de Gran Bretaña se encontraba íntimamente vinculada al tráfico negrero.

El profesor Ragatz, al comentar un informe presentado al Consejo Privado de la Corona británica en 1790 sobre el comercio de esclavos, llega a la conclusión de que la prosperidad de las grandes ciudades industriales como Manchester y el centro marítimo de Liverpool descansaban en ese entonces directamente sobre el tráfico de carne humana (Ibidem, 66).

MITA

El profesor Pérez, en su importante investigación sobre las mitas en Quito, enumera las siguientes clases de mitas: de servicios personales, de servidumbre doméstica, de hierbas y leña, de alimentos, de pastoreo, de labranza en los trapiches, de construcción de casas, en los molinos, de tejares (fabricación de tejas para edificación), en viñedos y huertas, de obrajes, de minas, de servicio público, de obras públicas habitables y transitables, de comunicaciones y correos, de tambos, de cargas.