Los supervivientes tienen a sentirse culpables u omnipotentes. Muchos prisioneros de los campos de concentración nazi, por ejemplo, consideraron casi inmoral el hecho de no haber compartido la suerte de sus compañeros desaparecidos y se suicidaron. Pero lo más normal, según razonaba el gran escritor Elias Canetti en su obra Masa y Poder, es lo […]
Los supervivientes tienen a sentirse culpables u omnipotentes. Muchos prisioneros de los campos de concentración nazi, por ejemplo, consideraron casi inmoral el hecho de no haber compartido la suerte de sus compañeros desaparecidos y se suicidaron. Pero lo más normal, según razonaba el gran escritor Elias Canetti en su obra Masa y Poder, es lo contrario. El superviviente de una matanza o una catástrofe, decía, se siente un elegido; no atribuye su salvación al azar sino a una combinación de mérito y destino que, de alguna manera, ilumina su superioridad y garantiza también su inmunidad futura. Por eso mismo sentirá la tentación de arriesgar una y otra vez su vida, convencido de que, perdonado por la primera bala, ninguna se atreverá ya a tocarlo. O de rodearse de cadáveres cuya visión confirmará e intensificará el placer de su invulnerabilidad.
Canetti elabora una compleja y provocativa teoría antropológica general a partir de una tendencia particular que sirve, sin embargo, para explicar la normalidad de los consumidores occidentales. Los consumidores occidentales somos los «supervivientes» por antonomasia. Sobrevivimos siempre. Hemos sobrevivido a las hambrunas de Africa, a las guerras que nosotros mismos hemos contribuido a desencadenar, a los tsunamis asiáticos, a los riadas y terremotos de países lejanos, a las matanzas de Ruanda y Afganistán; mientras nuestra media de vida aumentaba y nuestra medicina y nuestros mercados nos prometían la inmortalidad, el resto del mundo se deshacía en pedazos. Todo esto lo veíamos y lo vemos por televisión, que es la prueba y la garantía de nuestra supervivencia; y lo que vemos por televisión, por tanto, es nuestra diferencia radical, casi «racial», en relación con los otros: nosotros estamos a salvo, nos hemos salvado y no es sencillamente una casualidad. Por eso cuando un atentado golpea París o Madrid el terror va asociado a una especie de escándalo moral, de transgresión lógica. ¡A nosotros no nos puede pasar! ¡Nosotros somos los televidentes! ¡Nosotros somos los supervivientes!
Digamos que todo el que ve la televisión se siente un superviviente. Los consumidores y telespectadores occidentales son supervivientes en el sentido analizado por Canetti. Las imágenes podían quizás activar nuestra imaginación y facilitar la apropiación empática del dolor ajeno, pero eso raramente ocurre. Las imágenes televisivas más bien refuerzan la convicción de una ley natural que nos ha puesto a cubierto de la pobreza, la guerra, los terremotos y las matanzas. Cada vez que vemos morir a alguien ante nuestros ojos -pienso, por ejemplo, en el niño sirio Aylan o en el reciente atentado de Estambul o en los palestinos asesinados por el ocupante israelí- no nos viene a la cabeza un banal y evidente «ése podría ser yo» sino un insólito y natural «yo no soy como ése». Llevamos décadas sobreviviendo en medio de mercados bien abastecidos y carros caros y gadgets supersónicos. No puede ser una casualidad.
Los judíos que se salvaron de los campos, inocentes como eran, se sentían culpables; los telespectadores y consumidores occidentales, en parte responsables de las políticas de nuestros gobiernos, nos sentimos en cambio supervivientes. ¿Supervivientes de qué? Una de nuestras formas de «sobrevivir» (de sentirnos, es decir, protegidos y meritorios) es la televisión. Otra forma es el turismo. Nos gusta acercarnos con prudencia y garantías a esos mundos lejanos que nos muestran las pantallas. Mientras impedimos a migrantes y refugiados la entrada en Europa, los europeos viajan sin oposición, y con aplausos, a sus tierras de procedencia, donde comen, fotografían y compran cachivaches fabricados en China sin cuestionarse ese derecho, basado en el poder de un pasaporte y una moneda y no en la Declaración Universal de las Naciones Unidas. Pero es aún peor: mientras Europa recibe a regañadientes o a palos a los ancianos, mujeres y niños que huyen de una guerra o una matanza, los europeos acuden a sus países de procedencia a contemplar con un ambiguo estremecimiento las fuentes del horror que no les ha afectado a ellos. No nos conformamos con negar ayuda o reconocimiento a los supervivientes sino que usurpamos su lugar. ¡Nosotros somos los verdaderos supervivientes!
Digamos que es normal que a los seres humanos normales, y no sólo a los asesinos, les guste volver al lugar del crimen. Ha ocurrido siempre. No es el capitalismo sino la humanidad misma la que se siente poderosamente atraída por los bordes y los abismos; siempre, a lo largo de la historia, se ha dejado llevar por el placer morboso -excitación y alivio- de la catástrofe y el apocalipsis. Los pisotones de la Muerte, los huecos que deja en su paso por el mundo y los restos -calaveras, jirones de camisa, zapatillas muertas- que abandona detrás de sí ejercen una poderosa fascinación sobre los vivos, que entrevén así, borrachos de vida y sin peligro, la sombra del destino y la esencia terrible e impersonal de los humanos. De eso no tiene la culpa el capitalismo. Pero el capitalismo sí es responsable de convertir esta tentación en una industria que, al mismo tiempo, la realimenta y la legitima, reforzando también la ilusión de «supervivencia» de los telespectadores occidentales.
Es lo que se llama el turismo de la desolación, como el título del libro mediante el cual el fotógrafo francés Ambroise Tézenas ha denunciado esta tendencia creciente del sector turístico. Tézenas, empotrado en grupos de visitantes, recorrió y fotografió durante meses algunos de estos abismos de atracción que, junto a paquetes en el Caribe o paseos a caballo entre las Pirámides de Egipto, las agencias venden a los alegres «supervivientes» occidentales: Auschwitz («¡con billete de vuelta!»), Chernobil («turismo ecológico extremo»), el Museo del Genocidio de Tuol Sleng , en Camboya, lugar de ejecución de los jemeres rojos, las ruinas en China del terremoto del Wenchuan («Venga a descubrir los destrozos del terremoto, el más mortífero de la historia contemporánea»), el circuito conmemorativo del genocidio en Ruanda o los lugares asociados al asesinato de Kennedy en EEUU. «¿Y si, bajo el pretexto del deber de la memoria, no nos hallásemos simplemente en presencia de un mercado de la barbarie humana?», se pregunta Tézenas con razón.
El dolor ajeno, el horror que ha golpeado a otras personas se ponen a la venta de manera muy rentable para una industria turística que manufactura placeres extremos -también filosóficos y hasta metafísicos- para disfrute de un visitante que sobrevivirá a la visita. ¡»A Auschwitz con billete de vuelta»!; o también, por un módico precio, al penal de Karosta, en Letonia, cerrado en 1997, «del que nunca nadie logró escapar», salvo -por supuesto- el turista invitado a pasar una noche en sus celdas para revivir esa experiencia incompleta. Hace años, tras una visita a Iraq, escribía yo que -como en los cuentos de hada y los mitos- «hay cosas que no deberíamos ver sin aceptar recibir, a cambio, algún castigo». Esa era la regla del mundo antiguo: el «curioso» que descorre el cerrojo, enciende la luz o entreabre la cortina arriesga su propia alma o su propia vida: Acteón, la mujer de Lot, Psiqué, Melusina, la esposa de Barba Azul. Ese mundo, es verdad, era conservador y moralista. ¿Es el nuestro mejor? El mercado impuritano levanta todos los velos y nos invita a mirar debajo. Mientras la Muerte, fecundada por nuestras políticas económicas y guerreras, sigue campando a sus anchas, los occidentales nos acercamos a su borde sin arriesgar nada y compramos sus misterios -y la sombra de sus víctimas- con la alegría fanfarrona de ser siempre «los supervivientes».
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