La extraña idea de la necesidad de autorización expresa para residir y obtener empleo en un país ha ganado terreno en pocas décadas hasta convertirse en algo comúnmente aceptado. Muchos muestran asombro cuando se señala que la idea, lejos de ser natural y antiquísima, es muy reciente. Sus orígenes se pueden rastrear hasta los círculos […]
La extraña idea de la necesidad de autorización expresa para residir y obtener empleo en un país ha ganado terreno en pocas décadas hasta convertirse en algo comúnmente aceptado. Muchos muestran asombro cuando se señala que la idea, lejos de ser natural y antiquísima, es muy reciente. Sus orígenes se pueden rastrear hasta los círculos de la derecha ultranacionalista francesa de comienzos del siglo XX. Esos teóricos protofascistas soñaban exactamente con el mundo en que vivimos ahora, un mundo de naciones y fronteras herméticamente selladas para los pobres. No fue siempre así. ¿Le hicieron falta a su bisabuelo visados para marchar a ganarse la vida al extranjero? Seguramente no. Durante el siglo XIX y gran parte del XX, conviene recordarlo, los flujos migratorios fueron mayores que los de hoy. El fascismo tuvo importantes éxitos ideológicos que han pasado a formar parte de creencias firmemente asentadas en la opinión pública, como la identificación de la inmigración con un gran problema social. Esa es la razón de que la convicción de la imposibilidad de entregar «papeles para todos» haya sido capaz de penetrar velozmente el espectro político, incluyendo múltiples capas de la izquierda. Es vergonzoso escuchar repetir la cantinela a personas que se declaran progresistas. No caen en la cuenta de las serias repercusiones políticas que conlleva la aceptación de esta tesis.
Desde el triunfo de las revoluciones americana y francesa se ha librado una lucha feroz entre dos modelos de nación: la nación étnico-cultural basada en lazos de nacimiento o parentesco y la nación como comunidad política de ciudadanos que han elegido libremente asociarse. La adopción de uno u otro modelo establece formas de acceso a la ciudadanía diametralmente opuestas, ya que ciudadanía y nacionalidad son cosas distintas. La nación como comunidad política de libre adhesión es heredera del derecho natural: el individuo posee derechos inalienables previos a la constitución de la sociedad, porque si no los tuviera difícilmente sería libre para asociarse. Enfrente se alza la nación como entidad histórica anterior al individuo. Es la historia la que otorga los derechos, pues el individuo es un producto de la historia de su sociedad y resulta absurdo pensar en la existencia previa de derecho alguno. El pensamiento racista del siglo XIX incorporará a este modelo historicista una interpretación demencial de las teorías científicas darwinistas y genéticas. El resultado en el siglo XX será el nacionalsocialismo: la raza determina los derechos.
En otras palabras, cuando exigimos a los inmigrantes haber nacido en nuestro país para ser ciudadanos recurrimos al derecho histórico; cuando les pedimos certificados de parentesco para otorgarles la nacionalidad adoptamos el derecho racista; y cuando les negamos el permiso de residencia por carecer de una oferta de trabajo retornamos al derecho censitario del liberalismo decimonónico, que establecía un umbral mínimo de riqueza para votar u ocupar cargos públicos. El derecho natural que garantiza a los inmigrantes derechos elementales incondicionales ha quedado en la actualidad relegado y olvidado, y con él el modelo de nación voluntaria. La justificación de la inviabilidad de acoger a los extranjeros significa, simplemente, que la miseria y la muerte de millones de desheredados es preferible a la más ligera disminución en el bienestar de los privilegiados.
En la práctica, las constituciones han concedido la ciudadanía en función de dos situaciones: la residencia-trabajo y el nacimiento-parentesco. El primer caso, convertirse en ciudadano por el hecho de residir y trabajar en un país, está siendo rápidamente eliminado de las leyes fundamentales del planeta, a pesar de ser plenamente consistente con la teoría política liberal clásica, al igual que la libre circulación del trabajo. Su expresión más íntegra la encontramos en las constituciones revolucionarias. La constitución aprobada por la Convención francesa en 1793 concedía la ciudadanía a todos los nacidos en el país o residentes por más de un año. La constitución bolchevique de 1918 garantizaba automáticamente todos los derechos de ciudadanía a cualquier extranjero que viviera y trabajara en su territorio sin explotar a otros. No se mencionaba el nacimiento, no importaba dónde se hubiera nacido. Nunca se ha llegado tan lejos ni tan alto en materia de ciudadanía. Cómo hemos retrocedido ética y políticamente desde entonces. Hoy el segundo caso, nacer y descender, es la estrella del mundo de naciones viles que habitamos. Hasta el punto de que en un número creciente de países ya no vale con nacer solamente. Hay que descender de gentes más puras y limpias. Al fin y al cabo, se puede nacer en un sitio por casualidad, por interés o, peor todavía, por necesidad.
El sufragio universal femenino se conquista a lo largo del siglo XX en los estados que convocan elecciones. Una mujer con nacionalidad francesa, alemana o italiana cuenta con derecho de sufragio únicamente desde 1946. Sin embargo a buena parte de sus poblaciones, como a las de todos los países más ricos, les parece muy bien que los inmigrantes no puedan acceder a ese derecho. ¿Por qué? Porque el potencial progresista del establecimiento de un sufragio universal para ambos sexos ha sido contrarrestado en las democracias liberales por la xenofobia, el cierre de fronteras y la intensificación del sentimiento occidental de superioridad frente al resto de los pueblos. Este sentido de superioridad constituye la otra cara de la moneda del concepto de inmigrante. Si alguien piensa que pertenece a una civilización económica, cultural, tecnológica y moralmente mejor que las demás es muy probable que no desee la integración de los supuestamente inferiores en su selecta sociedad. Como no le van a aportar nada, mejor que continúen siendo siervos y esclavos que puedan ser expulsados sin contemplaciones cuando dejen de ser necesarios. Cuanto más utilice sus servicios como camareras, peones, jornaleros y prostitutas más los despreciará. Es un círculo vicioso. Necesita odiarlos para justificar su explotación, para compensar el terror que siente ante la posibilidad de perder su empleo o su renta y descender al nivel del inmigrante: convertirse en el acusado, no el acusador, de la ideología de culpabilización de la víctima. Y de paso, tampoco tendrá excesivo interés en votar por alguna de las escasas opciones políticas que, como el socialismo y el comunismo, pretenden extender los derechos a todos.
Para combatir eficazmente esta pesadilla no sólo debemos defender cada uno de los derechos de los inmigrantes, sino ir más allá y cuestionar los «papeles», la noción de que se requiera aprobación oficial para ser ciudadano, que es donde radica el auténtico corazón del monstruo. En realidad su origen es más profundo y concierne al concepto mismo de ciudadanía como algo que se otorga o deniega en función de condiciones biológicas, históricas o económicas. El problema de la inmigración no es la inmigración, sino su consideración como problema. Su solución pasa en primer lugar por la neutralización del legado nazi que anida en las mentes. ¿Creen que los inmigrantes serán los últimos en perder sus derechos básicos? Ya hemos vuelto en parte a la situación anterior a la segunda guerra mundial, con amplios sectores de población excluidos de todo derecho. Pronto volveremos también, si no lo remediamos, a vivir con la ausencia de corrientes políticas que luchen por todos los seres humanos sin excepción. La izquierda heredera de la Revolución asumió, en la historia contemporánea, la defensa universal de la libertad y la igualdad: universal, no local, étnica, cultural, regional o nacional. Si admitimos conceptualmente que, por una u otra mezquina razón una persona no obtendrá consentimiento para vivir y trabajar, negamos un derecho humano fundamental y cambiamos de bando. En este punto se encuentra actualmente una de las fronteras entre izquierda y derecha.