La inmigración se ha convertido en una cuestión de primer orden en el mundo de hoy. Cualquiera puede comprobarlo sin siquiera salir de casa. Basta encender el televisor para encontrar prácticamente en cada informativo varias noticias que se ocupen de la cuestión: unas veces se trata de la llegada de una nueva remesa de inmigrantes […]
La inmigración se ha convertido en una cuestión de primer orden en el mundo de hoy. Cualquiera puede comprobarlo sin siquiera salir de casa. Basta encender el televisor para encontrar prácticamente en cada informativo varias noticias que se ocupen de la cuestión: unas veces se trata de la llegada de una nueva remesa de inmigrantes a las costas andaluzas, otras de un conflicto en algún suburbio francés o europeo, en ocasiones el problema lo causa tal o cual práctica religiosa o ideológica, sea el velo o la posibilidad o no de hacer unas viñetas humorísticas de contenido religioso, y otras veces la pantalla nos muestra las condiciones infrahumanas en las que sobrevive un grupo de inmigrantes que trabaja en invernaderos, en los campos de fresas o la construcción, aclarando el grado de sobreexplotación y la falta o ausencia total de derechos civiles y laborales que sufren los inmigrantes. Ya sabemos que la televisión miente muy a menudo, pero en este caso no es así, al menos en lo que se refiere a la presencia de inmigrantes en el mundo occidental y al movimiento de grandes masas de población a lo ancho de todo el planeta. De nuevo es fácil comprobarlo. Sólo hay que salir a la calle y dar un paseo por cualquier ciudad o pueblo (por muy perdido que esté) para percibir la presencia de grupos de inmigrantes, más o menos insertos en el tejido productivo, más o menos agrupados en barrios, más o menos visibles, pero siempre presentes en todos los espacios urbanos.
¿Cómo podemos dar cuenta de estos procesos? ¿Qué posición debemos adoptar ante este fenómeno? ¿Qué importancia debemos otorgarle? ¿Se trata de un simple reajuste transitorio o es un hecho histórico de mayor calado? Para poder contestar en las mejores condiciones a estas -y otras- interrogantes, es imprescindible conocer el fenómeno de la inmigración con cierto rigor histórico, pero para poder ser rigurosos es a la vez imprescindible anotar -y fijar críticamente- siquiera sea de pasada, algunas de las interpretaciones que suelen darse.
Tal vez la más extendida -al menos en los medios de comunicación de masas (fundamentalmente la televisión)- sea la mirada «humanitaria», que se centra en mostrar el sufrimiento de los pobres: los muertos en las pateras o los cayucos, la pobreza y la miseria de los alojamientos, el hacinamiento, las duras jornadas laborales, etc. Todo bastante sentimental y muy «humano» y emotivo, pero a la vez bastante poco útil para un análisis real de los procesos históricos. Incluso a veces, esta mirada sólo sirve para tergiversar la realidad. Un botón de muestra: el sufrimiento de los inmigrantes africanos que llegan extenuados o muertos a las playas andaluzas puede ser muy impactante como fuente para una noticia, pero es insignificante desde el punto de vista de la realidad de los procesos, ya que la mayoría de inmigrantes que penetran en nuestro país lo hacen por avión (los hispanoamericanos) o entrando tranquilamente por la frontera por Francia, mientras que la entrada de inmigrantes africanos representa sólo el 5% del total.
La segunda mirada «oficial» sobre la inmigración trata a este fenómeno como un problema de orden público. Desde los sucesos ocurridos en los barrios franceses (la quema de vehículos) hasta los enfrentamientos entre bandas en los barrios españoles o la dificultad de convivir en el mismo bloque con vecinos extranjeros. Pero esta sería sólo la cruz de una moneda (la imagen negativa) que en su cara nos muestra todo un mundo de posibilidades optimistas: los estudios multiculturalistas propios de los departamentos universitarios que -creyendo estar al margen de la amenaza que los emigrantes puedan representar para su particular estatus social- tratan la cuestión como un fenómeno de enriquecimiento social cultural. Por un lado, Occidente (Estados Unidos y la vieja Europa) se revitaliza con sangre nueva. Por otro, las minorías que antes habían sido colonizadas tienen la posibilidad en nuestro mundo poscolonial de «narrar» su experiencia como víctimas de los mecanismos de poder que reprimen la «alteridad», para descubrir que al fin y a la postre, la raíz de la explotación poscolonial está en nuestra intolerancia hacia el otro y, además, que esta propia intolerancia está enraizada en nuestra intolerancia hacia el «Extraño en nosotros»: la lucha político-económica se transforma así imperceptiblemente en un drama seudopsicoanalítico del sujeto incapaz de enfrentarse a sus traumas interiores. Zizek es uno de los estudiosos que con más claridad ha estudiado la falacia de estas interpretaciones y ha señalado sus límites, aclarando cómo el radicalismo universitario a la hora de tratar la cuestión es (en el fondo) una defensa contra su propia y más íntima identificación, una especie de ritual compulsivo cuya lógica oculta es: «hablemos todo lo posible de la necesidad de un cambio radical para asegurarnos que nada cambie realmente».
El humorista español «El Roto», por su parte, resumía de manera genial todo este nudo de contradicciones en una de sus viñetas, planteando la cuestión desde la mirada de un ciudadano occidental de a pie que se refería a los inmigrantes con estas palabras: «Cuando no me dan miedo me dan mucha lástima». Evidentemente, ni el miedo ni la lástima son conceptos teóricos y por ello no sirven demasiado para un análisis real de fenómenos históricos. Y, sin embargo, este análisis es imprescindible, pues sólo la acción paciente y la clara comprensión de los fenómenos sociales serán la base que pueda dotar de una solución de clase, la única posible, para la inmigración en nuestro continente. Las formaciones de izquierda seguramente han fallado en esta tarea y no han sabido pensar las formas organizativas para alinearlos en una perspectiva de clase contrarrestando la continua disgregación y atomización que la variedad de intervenciones del capitalismo dispone no sólo sobre los inmigrantes sino sobre todo el conjunto de las clases subalternas. Es necesario, decimos, analizar los procesos reales, y para ello es imprescindible acudir a la propia historia y ello obliga, en primer lugar, a echar una ojeada a los movimientos migratorios durante el capitalismo para poder comprender qué hay de antiguo y qué hay de nuevo en los procesos que estamos viviendo.
La inmigración no es un fenómeno actual anudado a la mundialización. Cuando la revolución capitalista sacudía las estructuras «arcaicas» entre comienzos del siglo XIX y del XX, cincuenta y cinco millones de europeos excretados por el proceso de industrialización emigraron a diferentes continentes, principalmente a América. Los países americanos, necesitados demográficamente para poblar sus territorios y con hambre de mano de obra atemperaron con su acogida las crisis que se sucedieron cíclicamente, desde las revoluciones de 1830 y 1848 a la revolución rusa. Miseria y guerra. Conocemos un poco su historia.
Las potencias coloniales promovieron la emigración hacia sus dominios resolviendo dos problemas simultáneamente: hambre y desempleo por un lado, y expolio de las colonias por otro. Grandes contingentes se instalaron en África (de Argelia a Sudáfrica), de la India a Australia. Las causas de la emigración eran la pobreza y la presión sobre la tierra provocada por la voracidad capitalista y el crecimiento demográfico. La emigración se alimentó a sí misma. Los emigrantes irlandeses enviaron a su país de origen casi dos millones de libras entre 1850 y 1855, remesas que servían para pagar el viaje de familiares y amigos. Noruega perdió la mitad de su población. Incluso de Gran Bretaña salieron más de cinco millones en los treinta años que van desde 1850 a 1880 prioritariamente a Estados Unidos, Australia y Canadá.
A partir de 1880, entre otros, italianos y españoles se sumaron al flujo migratorio. Antes de la primera Gran Guerra más de tres millones de españoles tomaron el camino del continente americano. Otras migraciones se produjeron a golpe de capitalismo, como la colonización rusa de Liberia o la polaca de la cuenca del Ruhr. Hispanoamérica que llevaba quinientos años recibiendo migración española ha tenido que esperar esos mismos para que sus indios puedan emigrar a España.
Sin lugar a dudas ninguna tan cruel como la migración forzada por la trata de esclavos africanos. No menos de diez u once millones. No sólo regiones enteras de África fueron despobladas sino que otras quedaron desarticuladas para siempre. Este es el infierno del que huyen en riadas crecientes millones de desamparados. Todo este sistema de explotación proporcionó grandes beneficios a los países europeos.
Con el dominio absoluto que ejercían sobre colonias y protectorados, los territorios ocupados debían aceptar la emigración blanca que los despojaba de tierras y recursos, en tanto los nativos estaban impedidos de emigrar a las metrópolis. Con una excepción: cuando los nativos eran necesitados como carne de cañón. Durante la 1ª Guerra Mundial Inglaterra movilizó a más de novecientos mil hindúes, más o menos la misma cifra que Francia aplicó a sus vasallos. La 2ª Guerra Mundial fue el principio del fin de los imperios coloniales, obligando a la repatriación de millones de europeos. La descolonización cerró un ciclo y abrió otro, inesperado: el de la emigración de los ex siervos a las ex metrópolis.
Los EE.UU. pasaron por dos cortes señalados por el crack del 29 y el final de la 2ª Guerra Mundial. Si entre 1899 y 1930 habían sido receptores de quince millones de emigrantes, entre 1930 y 1945 sólo permitieron un poco más de seiscientos mil. La puerta volvió a abrirse gracias a los ingentes beneficios que le dejó la contienda.
El crecimiento europeo durante los años 60 y 70 exigió abundante mano de obra de la Europa meridional y del Mediterráneo: más de medio millón de españoles y más de un millón de italianos, por ejemplo.
En los años 80 las políticas neoliberales de R. Reagan y de M. Thatcher devastarán las economías del llamado tercer mundo y generarán una tremenda deuda externa. El desmoronamiento del bloque estalinista del este constituyó otro duro golpe, pues los países pobres perdieron mercados seguros y una ventajosa asistencia económica y técnica. El fin de la Guerra Fría trajo la reducción drástica de la ayuda al desarrollo y la privatización de empresas y recursos naturales en provecho de las multinacionales. Vemos todos días su resultado: concentración de la riqueza y desigualdad creciente. El hundimiento de los países pobres invirtió la dirección del flujo humano. Más del veintitrés por ciento de los mexicanos, el quince por ciento de los salvadoreños y el once por ciento de los dominicanos viven en los EE.UU. Según las previsiones para el 2050 habrá cien millones de hispanoamericanos en USA.
Las remesas de los emigrantes constituyen el pilar que sustenta unas economías en ruina siendo su tabla de salvación. Éstas representan el cuarenta y tres por ciento de las divisas de El Salvador o el treinta y cinco por ciento de las de Nicaragua. México recibe más de seis mil millones de dólares, que apuntalan al país para que no estalle. Una contradicción atrapa hoy a los EE.UU: con Latinoamérica arruinada tras un siglo de expolio se debate entre tragar sin respiro el alud migratorio del sur o echar el pestillo y ver a la región sumirse en el caos, provocando una multiplicación exponencial de la riada migratoria. Europa podría mirarse en el espejo estadounidense: colindante con África, Europa del Este y Asia, encontraría su reflejo. De los cincuenta países más pobres del mundo, treinta y cinco está en África. Este continente tendrá en 2050 unos mil setecientos millones de habitantes, entre ellos ciento veinte millones de magrebíes, y acumula todas desdichas: superpoblación, enfermedades, hambre, corrupción, guerras y desertización. Una marea irrefrenable. Ninguna medida represiva podrá detener el aluvión, como demuestra el caso de los EE.UU. Construyó un muro en su frontera con México, extendió alambradas y sofisticados sistemas de detección en centenares de kilómetros quintuplicando gasto y número de policías para obtener un aumento en el número de inmigrantes muertos (unos tres mil por año) y favorecer a las mafias. El creciente número de «sin papeles» muertos en el corredor de la muerte de Arizona llevó al gobierno mexicano a distribuir en 2001, doscientas mil mochilas de supervivencia entre quienes se adentraban por aquella mortal zona desértica.
Las potencias coloniales han devastado durante siglos continentes enteros. Mientras los expoliados no pudieron emigrar, el imperialismo vivió su sueño. Hoy parece imposible sostenerlo. Aunque se empeña.