Perder la vida en un supermercado puede ser la más perversa metáfora de la sociedad de consumo, pero morir como los consumidores paraguayos es no sólo una muerte horrenda, sino además la más siniestra de las metáforas que pueden escribir los denominados bienes de consumo. En el incendio del supermercado en Asunción la mercancía pudo […]
Perder la vida en un supermercado puede ser la más perversa metáfora de la sociedad de consumo, pero morir como los consumidores paraguayos es no sólo una muerte horrenda, sino además la más siniestra de las metáforas que pueden escribir los denominados bienes de consumo. En el incendio del supermercado en Asunción la mercancía pudo transparentar sus más oscuros simbolismos. Aquellos objetos, que son llamados bienes de consumo, aquellas piezas infladas y significadas por la maquinaria publicitaria, todos esos objetos de la necesidad y los deseos, se convertían, de un momento a otro, en causa principal de muerte. Todas aquellas víctimas fueron víctimas de las mercancías, lo que vale no sólo como metáfora sino también como realidad.
La mercancía, ya lo sospechábamos, puede ser un símbolo de la muerte. En el caso del supermercado paraguayo, donde los dueños aparentemente querían hacer pasar por caja a los aterrorizados consumidores, las mercancías alcanzaron toda su dimensión como objetos simbólicos elevados a la categoría de divinidad. Simbólicos, porque representan la inversión, el capital; divinizados, porque su conservación, acaso su identidad, está por sobre la vida y la muerte. Es la preeminencia del capital por sobre la vida y la condición humana.
Las mercancías son fetiches -dijo el viejo Marx- porque son objetos transformados y percibidos como entidades con carácter propio, casi metafísico. Son las mercancías las que esconden la división del trabajo y la estructura social del modelo económico. Son, pese a su atractiva y libidinosa apariencia, unas entidades perversas. Un objeto como una zapatilla Nike -por citar el caso más conocido- oculta tras su evocación deportiva y juvenil un historial de explotación de mano de obra femenina e infantil en las maquilas del sudeste asiático. Más casos, de amarga evidencia, los podemos encontrar en No Logo, el ensayo de Naomi Klein.
El incendio del supermercado ha traslucido también nuestra relación con la mercancía, que es una relación de dependencia, de apéndices del objeto que simboliza el capital. No solamente estamos atados desde abajo y como masa laboral a los procesos productivos de las mercancías; estamos también atados desde arriba a estos bienes de consumo fetichizados. Las víctimas no fueron sujetos-trabajadores, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia sindical. Los muertos fueron esta vez sujetos-consumidores, que no son libres ni soberanos, sino que están igualmente encarcelados, no ante las estructuras de división del trabajo, sino ante su deuda. Y allí es donde se escribe esta maligna metáfora: el consumidor paga con su vida los bienes que consume. Es inmolado en el mismo templo del consumo.
¿Qué es lo que motivó el cierre de las puertas del supermercado? No lo sabemos y tal vez nunca sepamos la secuencia exacta de aquellos hechos. Sí conocemos los vínculos obsesivos que existen en la propiedad del capital y también la relación libidinosa que establecemos con los objetos de deseo de la sociedad de consumo. Por tanto, el cierre de las puertas a sangre y fuego expresa de forma violenta pero clara hasta dónde puede llegar la protección y la divinización del capital. Fue, sin duda, una acción límite y no deseada, la que no alteraría en nada su esencial motivación. Actos de vigilancia similares -con procedimientos, por cierto, más refinados- se suceden diariamente. Porque todos los mecanismos de control apuntan a mantener un precario equilibrio social marcado, cada día con más fuerza, por la dominación de los más poderosos a los débiles y a los no tan débiles. Una estructura económica global que en América latina agudiza día a día unas diferencias sociales escabrosas sólo soportadas por aparatos de control y otros de seducción.
Escribimos a modo de metáfora, como ya hemos advertido desde el comienzo. El incendio del supermercado fue una acción límite y sangrienta, decimos, de procedimientos cotidianos ejercidos hoy por un sector privado que ha encarcelado a los latinoamericanos tanto en las relaciones de producción como en las relaciones de mercado.