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¿Insistir en el sufrimiento pasado?

Fuentes: Rebelión

«La que llora es la niña de siete años. La que ya no pudo abrazar a su papá. La que tuvo que hacer de mamá a esa edad». La mujer, indígena guatemalteca, madre y estudiante universitaria, lo narra llorando. No puede decirlo de otra forma. La desaparición de su papá en 1981, sigue siendo parte […]

«La que llora es la niña de siete años. La que ya no pudo abrazar a su papá. La que tuvo que hacer de mamá a esa edad». La mujer, indígena guatemalteca, madre y estudiante universitaria, lo narra llorando. No puede decirlo de otra forma. La desaparición de su papá en 1981, sigue siendo parte de su vida. Lo que explica, en buena medida, sus dolores, sus anhelos íntimos, su existencia.

Es tan profundo y actual ese evento, que por ello, a veces, quisiera morirse. Quisiera morirse para reunirse de nuevo con papá, y que, como antes, caminaran de nuevo de la mano o que la abrazara o le contara (y asombrara) sobre las cosas de la vida. La felicidad -perdida- se encuentra en el pasado y sigue gravitando en el presente. Por ello es que aún se recuerda de los desesperados reclamos que le hizo a la luna después que secuestraran a su papá: «Tú tienes que decirme dónde está, tu sabes dónde está». Reclamos ante los cuales permaneció callada, aún hoy, la luna…

Como se observa, el pasado actúa realmente en la vida de la mujer, que es en verdad la niña de 7 años que llora. La ausencia del padre es, por supuesto, la más importante y la más dolorosa forma del pasado presente. Pero el pasado actúa también de otras formas. Actúa en la prohibición materna, vigente hasta ahora, de hablar sobre el asunto fuera de la familia, porque resulta peligroso, hoy, después de casi tres décadas (es lo que piensa la madre, que también vive en aquellos tiempos. Los «tiempos de la violencia»). Actúa en la presencia de los vecinos que colaboraron con el ejército para el secuestro del padre y que viven en la misma cuadra donde todavía vive la familia (y se encuentran tan campantes, con tan buena conciencia y tan buena fortuna). Actúa en la misma relación con su propia hija que se ve determinada por esa ausencia: la hija le dice que llora mucho y que está muy triste.

Decir que esta mujer necesita hablar del sufrimiento pasado es un error, como se ve. Pues resulta un sufrimiento presente. Por muchas cosas. Porque era papá. Porque nunca se despidieron. Porque los culpables están sueltos. Y dadas las condiciones del país (la «victoria» de los militares, la impunidad y el miedo reinantes, la retraumatización continua), no ha existido la posibilidad para ella y para muchas otras personas, familiares de los 200,000 asesinados/ desaparecidos (según el informe de la Comisión del Esclarecimiento Histórico), de elaborar su dolor. Por lo tanto, es necesario hablar del dolor pasado, del dolor presente.

Es necesario encontrar un espacio de diálogo comprensivo y responsable para hablar de ese pasado que está pasando. Es algo humanamente necesario. Esa niña de 7 años que es la que llora ahora necesita encontrar quien la escuche. Y aunque es imposible, realmente imposible, ponerle punto final al dolor y a la pérdida, necesita al menos, la elaboración de esa «memoria de dolor» (en expresión de I. Dobles). Desde un punto de vista personal, es necesario hablar para elaborar sentidos que le permitan vivir con su dolor, aunque se sepa que no se resolverá definitivamente. Es parte también de la posibilidad de vivir. [2]

Pero aquí hay que dar un paso más. Sin perder de vista por ningún momento el dolor que existe ahora, o precisamente para dar cuenta de ese dolor, se hace necesario también el intento de redimir a los que están ausentes: en este caso, al padre. Redención que tiene un sentido distinto al que se le da en un discurso religioso. Como se está hablando en términos estrictamente humanos y el consuelo divino no nos está permitido (por lo menos si se pretende seguir en el ámbito humano), lo que la memoria puede hacer es levantar acta de la injusticia sufrida. Hacer constar que esa injusticia es un expediente abierto, pese al paso de los años. Que el olvido de ese padre sería hacerse cómplice de la injusticia sufrida. Por lo tanto, aún cuando no se plantee ninguna certeza, por lo menos se puede decir que la redención está pendiente.

El padre de la niña de 7 años que ahora llora, también era portador de un proyecto de humanidad posible y distinta a esos pedazos rotos que somos ahora. Sus sueños de felicidad frustrados remiten a posibilidades de humanidad distinta. De hecho, también estaba «organizado», es decir, participaba en la guerrilla guatemalteca. Esa que intentó, en sus mejores momentos, tomar el cielo (guatemalteco) por asalto y sobre la que hay que recuperar las mejores aspiraciones: la voluntad de lucha, el sacrificio y la solidaridad. Hacer una crítica, claro, sobre sus errores, pero también sobre lo que contenía como posibilidad de hacer justicia a las injusticias.

A contrapelo de la idea del progreso y de un talante pacifista y olvidadizo, que tanto daño han hecho y han justificado, una acción política que dé cuenta del pasado, se nutre «de la imagen de los abuelos esclavizados, no del ideal de los nietos liberados» (W. Benjamín, Tesis XII de las Tesis de filosofía de la historia). Lo cual es parte de la imperiosa necesidad de recordar y hablar del sufrimiento pasado. Comentando esto, indica R. Mate: «la liberación actual venga la injusticia cometida contra los abuelos en el sentido de que culmina una historia de liberación que comenzó el mismo día en que los abuelos fueron convertidos en esclavos». Liberación que no se puede lograr si se «aprende» el olvido y se olvida la indignación.

Si a nivel personal es necesario dotar de sentido al pasado de sufrimiento, a nivel colectivo y político se debe rescatar la solidaridad de los oprimidos que se nutre de la imagen de los abuelos esclavizados, del sufrimiento pasado.

En ambos casos, se recurre al pasado de dolor y de injusticias para buscar en ellos los sueños de felicidad frustrados y la esperanza que los habita, que se encuentran en estado latente. Lugar inesperado pero fecundo para la esperanza, que espera por su realización.

No se va a cerrar el expediente abierto. No se va a poner punto final a la injusticia. Pero tampoco se puede hacer uno el desentendido frente al llanto de esa niña o frente a los sueños de liberación del padre. Las resistencias y luchas actuales son parte de una respuesta ante ese sufrimiento. No es justo permanecer en silencio como permaneció esa luna interrogada hace años.

Entonces, la pregunta no va por el «por qué» insistir en el sufrimiento pasado. Sino cómo hacerse responsable por el sufrimiento pasado. Y ya se ve que la respuesta a la injusticia no va por el expediente del olvido. Al contrario, hay una apuesta por la memoria.

Y aunque sólo sea exigencia del deseo y la esperanza, hay que imaginarse que esa niña de 7 años que llora, pueda, al fin, escuchar una respuesta de la luna y encontrarse, otra vez, caminando de la mano del padre.



[1] * Estas breves líneas intentan dar respuesta a lo que me contó la protagonista de este escrito, quien me permitió publicarlo. También es necesario decir que lo compartido se intenta comentar a la luz de observaciones que realiza R. Mate.

[2] En este sentido, narrar el sufrimiento padecido es una tarea curativa imperiosa. Es parte de una necesaria salud mental. Sin embargo, debe hacerse una observación sobre una muy inadecuada conceptualización de este término. Por salud mental se ha entendido, a pesar de las diferentes formulaciones, la idea de adaptación a la realidad, al sistema en el que se vive. Pero puede entenderse de otra forma. Si el contexto es un contexto de dominación (enajenante, hiriente), entonces la transformación de ese contexto, además de ser políticamente necesario, resulta también muestra de salud mental, que puede entenderse como un proceso de liberación colectiva y personal. Esta es una forma de entender la perspectiva sobre el tema de I. Martín-Baró