Con motivo de los episodios de revuelta urbana producidos en varias localidades francesas, estos días hemos tenido ocasión de leer y escuchar a algunos analistas e informadores, sin olvidar a ciertos exaltados contertulios radiofónicos, alusiones repetidas a la supresión del servicio militar obligatorio. Lo han hecho lamentando su desaparición y atribuyendo a ella las dificultades […]
Con motivo de los episodios de revuelta urbana producidos en varias localidades francesas, estos días hemos tenido ocasión de leer y escuchar a algunos analistas e informadores, sin olvidar a ciertos exaltados contertulios radiofónicos, alusiones repetidas a la supresión del servicio militar obligatorio. Lo han hecho lamentando su desaparición y atribuyendo a ella las dificultades de integración en la sociedad de los jóvenes descendientes de inmigrantes, protagonistas de los graves sucesos citados. La idea no puede ser más desacertada, a menos que no pretenda desviar la atención pública de los verdaderos motivos del conflicto.
Atribuir al servicio militar una función asimiladora o cohesionadora de la sociedad se apoya en un hecho cierto: los que lo cumplieron -en gran parte porque no pudieron librarse de él- fueron en verdad socializados forzosamente, en cierta medida. Conocieron los rigores de la disciplina militar; se les familiarizó con las costumbres y hábitos usuales en el país; se les hizo partícipes de algunos de sus mitos y tradiciones; y hubieron de sentir a la fuerza su condición de miembros de una sociedad común. En todos estos aspectos hay valores positivos, pero también otros muy negativos.
La disciplina militar es capaz de preparar a los ciudadanos para la necesaria disciplina social requerida en muchas actividades ordinarias, empezando por el trabajo diario. Tanto más cuanto que en una sociedad tenida por muy permisiva, como la actual, es común escuchar lamentos de progenitores incapaces de convivir en armonía con sus hijos, o de docentes angustiados por tener que trabajar en un ambiente escolar insensible a toda forma de autoridad. Pero también conviene tener presente que un exceso o una distorsión de la disciplina -habituales en la vida militar y a menudo exagerados cuando de reclutas forzosos se trata- son propensos a crear hábitos de rebeldía frente a lo que se estima injusto o irracional, lo que en poco contribuye a mejorar la integración de los ciudadanos.
Lo mismo cabe decir de otras nociones que los cuarteles inculcaron en el pasado a la ciudadanía, sin olvidar que, terminado el servicio militar, cada individuo volvía a afrontar su vida, encajando en el hueco social al que le destinaban otros parámetros (familia, dinero, educación, personalidad, relaciones sociales, etc.) que nada tenían que ver con los meses de convivencia cuartelera. Parámetros, además, que el propio servicio militar obligatorio perturbaba seriamente con la brusca interrupción que suponía en la vida de los jóvenes.
La idea del servicio militar como factor social integrador o asimilador no es, pues, algo insólito; pero sí es un residuo ya extinguido de una época histórica más que superada. Época en la que, siendo necesarios los ejércitos masivos en virtud del modo de hacer la guerra, se inducía, como efecto secundario, cierta integración social de unos ciudadanos procedentes de regiones con distintas lenguas o dialectos, a menudo analfabetos e ignorantes de todo lo que no fuera la vida local en su pequeña aldea. Hace tiempo que han desaparecido esas circunstancias: ni los ejércitos necesitan ingentes cantidades de combatientes, ni los cuarteles tienen otra misión que no sea la de formar soldados capaces de cumplir su misión con eficacia al servicio de la política nacional. Los cuarteles no crean ya ciudadanos: forman combatientes a partir de los ciudadanos que se alistan voluntariamente en sus filas. Ésta es la diferencia esencial, el paso que ya no permite dar marcha atrás.
Los que todavía recuerdan con nostalgia la capacidad integradora que el servicio militar obligatorio tuvo en el pasado podrían añorar, por la misma regla de tres, el innegable efecto cohesionador de la esclavitud, como la que reinaba en los estados sudistas de EEUU antes de la Guerra de Secesión. ¿Cabe concebir a alguien mejor asimilado que el esclavo? Convertido en objeto o instrumento de trabajo, sometido totalmente a su dueño -que por lo general era un propietario agrícola, patriota a machamartillo, de profunda religiosidad y ciudadano ejemplar-, su integración en la sociedad estadounidense estaba asegurada y era tan absoluta como la de un arado o un molino. ¿Es imaginable algún método mejor? Esto, sin olvidar que los inmigrantes implicados en ese proceso asimilatorio no habían viajado a EEUU buscando trabajo, sino que ellos, o sus antepasados, habían sido trasladados allí empaquetados como mercancía a vender y, por tanto, su recurso a la violencia extrema, para liberarse del yugo que les había sido impuesto, hubiera tenido mejores razones y más legitimidad que en el caso de los inmigrantes voluntariamente asentados en Francia y sus directos descendientes.
La Historia no da marcha atrás, mal que les pese a los incansables nostálgicos del ayer. El servicio militar obligatorio cumplió su ciclo y quedó arrumbado para siempre en los desvanes del pasado. Los ciudadanos del siglo XXI responden a unos estímulos que poco tienen que ver con los argumentos que fueron válidos en el XIX y parte del XX. Búsquese pues, por otros caminos, el modo de resolver el difícil y acuciante problema de la integración social de los inmigrantes en unas sociedades que los aceptan cuando son necesarios para contribuir a su desarrollo y los miran con desconfianza cuando las cosas se ponen difíciles para todos.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)