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Inteligencia, rectitud, implicación: Bentham y el diseño de las asambleas políticas

Fuentes: Rebelión

¿Cómo diseñar una asamblea para que sea eficaz, incentive los mejores impulsos y permita que se escuche a las personas competentes? Solo cumpliendo esos tres criterios una asamblea democrática: a) ayuda a prestigiar la democracia, porque una democracia ineficaz es un lujo para poseurs o para fanáticos. Los maoístas comentaban: preferimos un tren revolucionario con […]

¿Cómo diseñar una asamblea para que sea eficaz, incentive los mejores impulsos y permita que se escuche a las personas competentes? Solo cumpliendo esos tres criterios una asamblea democrática: a) ayuda a prestigiar la democracia, porque una democracia ineficaz es un lujo para poseurs o para fanáticos. Los maoístas comentaban: preferimos un tren revolucionario con retraso que uno revisionista que llegue a la hora. Sería porque el jefe no les penalizaba por llegar tarde o la novia no se iba del lugar de la cita para desaparecer por siempre jamás. La mayoría de las personas necesitan que no las echen del trabajo y cumplir los compromisos que les importan; b) una asamblea no la constituyen santos pero no puede ser un lugar donde solo acudan arribistas o donde estos, si acuden, puedan arribar a su destino sin trabajar por el bien común. Si pueden arribar convirtiéndose en mamporreros de un jefe sin escrúpulos o contaminando el debate con intervenciones estratégicas o caprichosas, transformarán las asambleas en un lodazal, en las que solo ellos disfrutarán del chapoteo. En fin, c) una asamblea debe asegurarse, en la medida de lo posible, de que las intervenciones son a propósito y realizadas por personas que saben lo que están diciendo o, como poco, que lo han pensado. Evidentemente, se asiste a una asamblea para exhibirse, para ganar el aprecio de los conciudadanos, para «ver y ser visto», según la fórmula de John Adams. Pero si solo son estrategias de ese tipo las que funcionan, si no se exige que quien hable sepa lo que dice, la asamblea, a falta de informaciones adecuadas, se vuelve ineficaz y favorece a los individuos que no quieren pagar precio alguno por ser importantes -y que, por tanto, como auténticos bribones, desean serlo a cualquier precio.

Jeremy Bentham ha quedado asociado al panóptico descrito por Foucault, y de ese modo expulsado de las referencias de la opinión progresistas. Desgraciadamente, Jon Elster y Philippe Urfalino (a cuyo libro dedicaré próximamente una reseña) acaban de mostrar la pertinencia intelectual del gran filósofo utilitarista, precisamente para pensar las asambleas. Las ideas que expongo las extraigo del tercer capítulo del importante libro de Jon Elster.

En diálogo con las revoluciones americana y francesa y con diferentes desarrollos constitucionales, Bentham se propuso con sus escritos políticos (fundamentalmente con el impresionante Political Tactics, dirigido a diseñar la participación del Tercer Estado) pensar en cómo organizar una asamblea pensando en la promoción, tanto en representantes, representados o funcionarios públicos de a) una correcta disposición moral b) capacidad intelectual para conocer y juzgar los problemas c) una actitud activa, participativa.

Las soluciones de Bentham nos interesan menos que los problemas que planteó, centrales en cualquier dispositivo de participación política. Un comentario sobre los tres criterios servirá, al menos, para desarrollar nuestra imaginación política. Voy a ello: las combinaciones son al menos ocho y podrían demostrase con una tabla de verdad que combina actitud intelectual, disposición participativa e integridad moral.

La primera composición posible es la de las personas virtuosas en los tres planos, caso que no merece comentario: con tales elementos, no hacen falta diseños institucionales, sino un artista que los inmortalice al estilo de La escuela de Atenas de Rafael.
La segunda combinación reuniría las capacidades moral e intelectual con la poca disposición a participar. Cualquier organización que se precie debería intentar reclutar a tales individuos y convertirles la participación en algo atractivo. Los que tenemos fe en la democracia radical pensamos que la sociedad se encuentra llena de gente así y que el sistema de partidos acaba expulsándolos de la vida activa.

La tercera combinación acompasaría la alta capacidad intelectual y la actitud participativa con la bajeza moral. Tendríamos aquí al modelo maquiavélico de político, sin escrúpulos pero altamente eficaz y competente. El realismo político se nutre de la creencia de que las elites políticas seleccionan a individuos así. Todos los manipuladores, además, suelen considerarse seres superiores, que se burlan de la integridad moral de los tontos para promover sus competencias y su arrojo. En mi opinión, dentro de esta opción se autoubican muchos de los que participan en política; siempre en mi modesta opinión, la bajeza moral contamina la capacidad intelectual y atrae a participar en las peores empresas y con la peor gente. Si hubiera que definir una casta, lo haría así: gente que se cree muy lista y eficaz aunque se sabe inmoral y que en realidad, sin darse cuenta, no solo son malos: son también tontos (porque sin bondad no hay prudencia política y por tanto no perciben las opciones mejores) y si son activos, lo son en malas cosas, en pésimas tareas y conchabamientos que los empeoran (todavía más) a sí mismos y degradan la vida política. Mejor que se quedasen quietos.

La cuarta combinación conjuga la alta capacidad intelectual con la pasividad y la degradación moral. En esas circunstancias, la actitud inteligente es la de reconducir a los implicados hacia la actividad teórica y no hacia la política: por su falta de consistencia ética y porque no hay nada más engorroso que un vago en política, que además sea inteligente: siempre querrá la admiración de los demás, sin darse los medios para alcanzarla.

La quinta combinación podría llamarse platónica, porque refleja el temor del gran filósofo. Su visión de la democracia ateniense la consideraba poblada de gentes así: intelectualmente inútiles aunque quizá muy activos y moralmente buenos. Por eso, cualquier diseño democrático necesita de los expertos. Una de las patologías más terribles del siglo pasado fue lo que Pierre Bourdieu llamó jadanovismo (por el ministro de cultura de Stalin, Andrei Jdanov, teórico de la diferencia entre cultura burguesa y proletaria): la tendencia de los peores intelectuales a perseguir en política un prestigio que sus pares, la gente que sabía de lo que hablaban, no le concedían. El joven Foucault aprendió mucho al respecto padeciendo los estragos producidos por el jardinero Lysenko, inventor de una nueva biología, eso sí proletaria y todo que era lo importante. Desde entonces, en oleadas, vemos a caraduras de derecha, centro e izquierda, y de todas las querencias intelectuales, aprovechar los recursos políticos para lograr una visibilidad intelectual que de otro modo no tendrían. Platón temía que fueran ellos quienes guiaran al pueblo. Como solo los señoritos se ríen de Platón (Mairena nunca falla), solo se me ocurre una medida para evitar la degradación intelectual de la gente buena y activa: las organizaciones tienen que ser doctrinalmente eclécticas, abiertas a la inteligencia de intelectuales de todo signo y sumamente cuidadosas de no convertirse en mercados cautivos de cantamañanas. Bourdieu, Passeron y Chamboredon hablaron del eclecticismo apacible de la sociología, frente a la ansiedad lógica de la metafísica: todo sistema teórico ayuda a ver unas cosas y nos ciega hacia otras y por eso quien trabaja empíricamente no puede aferrarse a una exclusiva doctrina. Lo que vale para la sociología, salvando las distancias, me parece fundamental en política. La sexta posibilidad incluye la pereza participativa y la escasa sindéresis con la buena voluntad. Toda democracia debe ser una escuela de participación y formación e igual que debe incitar a los competentes a participar, debe formar a los buenos y ayudarles a que su bondad y su creciente inteligencia impulse los asuntos públicos. Cuenta Tucídides que Pericles dijo en la Oración fúnebre: nuestra ciudad es la escuela de toda Grecia y para brillar no necesita ningún Homero que la celebre, basta con mirar su vida cotidiana. Muchos esclavos y mujeres protestarían, si hubieran podido, lo bien fundado de las palabras del Alcmeónida. Haciéndonos eco de sus quejas, recordaríamos las «Preguntas de un obrero que lee» de Bertolt Brecht. Nosotros no podemos creer en la democracia sin aprender del liberalismo, del socialismo ni del feminismo, y todo eso llegó después de la democracia radical griega. Dicho lo cual la imagen de Pericles, como casi todo su discurso, ofrece un modelo que cada demócrata debería tener en mente al discutir el diseño de una organización: formar y promocionar la participación de los buenos.

La séptima alternativa reúne la inanidad intelectual con la moral y con el afán participativo: tampoco se me ocurre más comentario, salvo que de esas personas debe protegerse cualquier organización política. Como señalé antes, los maquiavélicos (que se creen de la tercera combinación), yo los ubico en esta (porque sin bondad no hay inteligencia política) acaban así: siguen creyéndose genios, enérgicos y sin escrúpulos, en realidad acaban siendo solo enérgicos. (La octava alternativa recoge las posibilidades negativas y, como la primera, no tiene significado alguno para nuestro propósito).

Blog del autor: http://moreno-pestana.blogspot.com.es/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.