Decía Martin Luther King que cuando reflexionemos sobre el siglo XX, no nos parecerá lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas. Y, mutatis mutandis, la valoración se podría trasladar del terreno de la ética al del pensamiento: a los hipotéticos habitantes de un mundo mejor, cuando […]
Decía Martin Luther King que cuando reflexionemos sobre el siglo XX, no nos parecerá lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas. Y, mutatis mutandis, la valoración se podría trasladar del terreno de la ética al del pensamiento: a los hipotéticos habitantes de un mundo mejor, cuando recuerden estos tiempos oscuros, no les sorprenderán tanto las insensateces de los necios como la pereza mental de las personas cultas e inteligentes.
Una pereza de la inteligencia que a menudo es selectiva, como la de la memoria. Una dejadez que tiene mucho de dejación. Del mismo modo que olvidamos lo que no queremos recordar, evitamos reflexionar e informarnos debidamente sobre aquello que nos perturba.
Desde hace un año, escribo una columna semanal sobre ciencia y epistemología en un diario de difusión estatal, y a la columna va asociado un blog en el que participan numerosos lectores y lectoras, algunos de forma asidua. Y puedo decir con satisfacción que el nivel es sorprendentemente alto, y que, en general, los comentarios de los lectores son mucho más interesantes que los artículos que los suscitan. Los más abstrusos problemas de la ciencia actual y de la filosofía de la ciencia han sido debatidos en el blog con una profundidad y un rigor que sorprenden -muy gratamente- en un formato de apariencia tan casual y efímera.
Pero, como es lógico, de vez en cuando los debates científicos o epistemológicos derivan hacia consideraciones políticas. Y entonces cunde el pánico intelectual, nos embarga la dejadez-dejación selectiva, y las personas más inteligentes e informadas descienden al nivel de las tertulias radiofónicas y los debates televisivos.
Debo reconocer que al valorar las opiniones políticas de mis lectores (o las de mis amigos y colegas, que tampoco dejan de sorprenderme), no puedo ser igual de objetivo que al justipreciar sus disquisiciones científicas o epistemológicas. Pero los datos erróneos y las afirmaciones falsas son igualmente detectables en la ciencia y en la política, y en ambos terrenos se puede y se debe distinguir entre lo objetivo y lo opinable. Y por eso resulta alarmante que personas inteligentes y en general bien informadas -y sobre cuya honradez intelectual tengo pocas dudas- ignoren por completo la realidad cubana o afirmen cosas tales como que «las instituciones españolas han sido examinadas por distintos organismos internacionales y organizaciones pro derechos humanos, y las mismas no han encontrado en los procedimientos y en las actuaciones indicios que justifiquen hablar de tortura». Porque esta afirmación tan pulcra y categórica, que parece hecha con pleno conocimiento de causa, no solo es falsa: es exactamente lo contrario de la realidad más objetiva y demostrable. Amnistía Internacional y la ONU, entre otros organismos internacionales y organizaciones pro derechos humanos, llevan años denunciando de forma inequívoca la práctica sistemática e impune de la tortura en el Estado español. Y esta información, además, está al alcance de cualquiera que tenga acceso a un ordenador. Basta entrar en la página de la Coordinadora para la Prevención de la Tortura ( www.prevenciontortura.org ), que agrupa a más de cuarenta organizaciones independientes y poco sospechosas de radicalismo o de seguir consignas de ETA, para ver, entre otras cosas, el escalofriante informe sobre la tortura en el Estado español en 2007, recientemente publicado.
Dice el doctor Van Helsing en Drácula , la gran novela-metáfora de Bram Stoker, que la fuerza del vampiro estriba en el hecho de que nadie cree que lo sea; su habilidad para presentarse en público como una persona respetable y distinguida -sus refinados modales, su aristocrático atuendo, su calculada cortesía- le abre más puertas -y ventanas- que sus poderes diabólicos. Y lo mismo ocurre con los torturadores de uniforme y los togados que los amparan, con los políticos que niegan la tortura y los intelectuales que no la denuncian, con los gobernantes que mienten y los informadores que repiten sus mentiras… Parecen respetables, van elegantemente vestidos y a veces hasta pueden mantener una conversación culta. Como el conde Drácula.
La batalla contra el fascismo -que, como el vampiro, cambia continuamente de apariencia y de nombre (democracia orgánica, neoliberalismo, socialdemocracia…), pero que en el fondo siempre es el mismo capitalismo salvaje con los colmillos hipertrofiados- se libra en muchos frentes, y uno de los más importantes es el de la información y la reflexión. Y la batalla empieza en nuestras propias cabezas. No podemos permitir que nuestra memoria selectiva nos lleve a olvidar que en la escena política siguen jugando papeles protagónicos los herederos directos del franquismo y de los GAL, o que hasta hace unos años el jefe del Estado elogiaba públicamente a uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX, o que nuestro Gobierno es cómplice de la más despiadada potencia imperialista de todos los tiempos y pisotea, dentro y fuera de casa, el derecho de autodeterminación de los pueblos. Y no podemos permitir que nuestra inteligencia selectiva se adormezca a la hora de sacar las debidas conclusiones.