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¿Islamistas desbocados por doquier?

Fuentes: Rebelión

Apenas se le ha prestado oídos a la formidable proliferación, entre nosotros, de expertos en seguridad. Aunque sus excepciones hay, frecuente es que estas gentes destilen un tufillo reaccionario y se instalen con comodidad en la vulgata difundida por los neoconservadores norteamericanos. Si unas veces disfrutan de posiciones de franco poder –tal sucedía en estos […]

Apenas se le ha prestado oídos a la formidable proliferación, entre nosotros, de expertos en seguridad. Aunque sus excepciones hay, frecuente es que estas gentes destilen un tufillo reaccionario y se instalen con comodidad en la vulgata difundida por los neoconservadores norteamericanos. Si unas veces disfrutan de posiciones de franco poder –tal sucedía en estos pagos hasta el pasado marzo–, cuando no es así acaban marcando, pese a todo, agendas impregnadas de eso que ha dado en llamarse realpolitik.

No hay mejor retrato del discurso que nos ocupa que el que aporta su obsesión por apreciar, en todas partes, islamistas desbocados que formarían parte de oscuras tramas internacionales. La opacidad de estas últimas –todo puede decirse sobre ellas– otorga a nuestros amigos una singular seguridad y contundencia en sus argumentos. Varias son las consecuencias de esta radical supremacía atribuida al terror islamista internacional.

La primera no es otra que un inocultado desinterés por las claves singularizadoras de los conflictos. Si ya sabemos lo que es Al Qaida, y la naturaleza aberrante de sus monsergas, ¿a qué prestar atención a lo que ocurre en Chechenia o en Palestina? Basta con invocar una conocida trama planetaria que, al responder a una inercia propia preñada de fanatismo, justificaría su pleno desgajamiento con respecto a los problemas de uno u otro escenario. En su caso, y en fin, tampoco habrá lugar para consideraciones sobre por qué el islamismo desbocado ha encontrado un adecuado caldo de cultivo aquí o allá.

La segunda consecuencia es una macabra carta blanca otorgada a gobiernos impresentables. El todo vale contra el terror se ha instalado en el núcleo del discurso que nos interesa, siempre sumiso al acatamiento de lo que rezan formidables maquinarias de propaganda. Que nadie busque en las reflexiones de nuestros neoconservadores ninguna consideración crítica, por ejemplo, de las distorsiones que los gobiernos estadounidense y ruso ofrecen en relación con lo que ocurre, respectivamente, en Iraq y en Chechenia.

Al calor de estas fórmulas se ha asentado sin rebozo una obscena doble moral que invita a tratar de forma distinta a amigos y a enemigos, a poderosos y a débiles. De resultas, y ésta es la tercera secuela, los terroristas son siempre los otros. Procede hablar en exclusiva de lo ocurrido en Osetia del Norte y arrinconar en paralelo cualquier discusión relativa a lo que sucede en Chechenia. El terror de Estado queda entonces en el olvido, toda vez que sólo se invoca en el caso de manifiestos enemigos, degradados a la vil condición de gamberros y díscolos.

Mencionemos una cuarta consecuencia: la mayoría de los expertos en seguridad se muestran renuentes a aceptar la idea de que, siendo injustificables los hechos de terror que tan a menudo nos ocupan, no por ello hay que dejar de buscar explicaciones al respecto. Los problemas de fondo que, en un planeta marcado por la injusticia y las exclusiones, a buen seguro vienen a dar cuenta de comportamientos desbocados no son objeto de atención alguna. La secuela principal de tan llamativo olvido es la defensa, omnipresente, de medidas de cariz estrictamente policial-militar. ¿Para qué recordar que la principal lacra del planeta, antes como después del 11-S, no es el terrorismo sino, claro, la pobreza?

Rescatemos una quinta, última y significativa consecuencia de la apuesta neoconservadora. En ésta no se barrunta, ni de lejos, ningún designio orientado a atribuir responsabilidad alguna, en la gestación de las miserias del planeta contemporáneo, al mundo occidental. Nos hallamos, si así se quiere, ante un negativo fotográfico del discurso de Osama Bin Laden: toda la culpa de lo que ocurre recae sobre los otros, sobre los infieles, en un argumento de ribetes eventualmente xenófobos. Todos los chechenos, o todos los musulmanes, son terroristas irrecuperables en un magma impregnado de esa formidable e interesada superstición que es el choque de civilizaciones.

Cuando el planeta de estas horas se retrata con trazos tan gruesos no cabe esperar consideración alguna sobre lo que a tantos nos parece indisputable: Estados Unidos –y quienes se han sumado a su carro– está aprovechando tan abruptas manipulaciones para sacar tajada en ostentoso provecho propio. Y es que sólo en virtud de una ilusión óptica debemos colegir que la Casa Blanca se halla inmersa en una lucha sin cuartel contra el terror: su propósito, hoy como ayer, es deshacerse de sus enemigos –sea cual sea la condición de éstos– y arrinconar a los competidores a través de audaces operaciones guiadas por la geoestrategia y la geoeconomía más tradicionales. Claro es que, en ese camino, y con sorprendente falta de criterio, EE.UU. está engordando, y de forma espectacular, el caldo de cultivo de respuestas desbocadas. Parece que la mayoría de nuestros conciudadanos ha empezado, al cabo, a tomar nota de ello.

Carlos Taibo es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.