En uno de los textos más provocativos de su última producción teórica, el filósofo esloveno Slavoj Zizek constata como característica radical del capitalismo de la última época la existencia de objetos desprovistos de su esencia. La existencia del «café descafeinado», las cervezas sin alcohol, la leche sin lactosa y otros objetos desprovistos de su «esencia […]
En uno de los textos más provocativos de su última producción teórica, el filósofo esloveno Slavoj Zizek constata como característica radical del capitalismo de la última época la existencia de objetos desprovistos de su esencia. La existencia del «café descafeinado», las cervezas sin alcohol, la leche sin lactosa y otros objetos desprovistos de su «esencia maligna». Algo así como (otro tema de la elucubración zizekiana) un kínder sorpresa que, al ser abierto por la criatura ansiosa, no tuviese en su interior aquello que enuncia: el juguete esencial. Asimismo, Isaac Asimov, en sus maravillosos libros sobre ciencia ficción, imaginaba la recuperación de la esencia humana por parte de un ser-humano descafeinado, un robot que cumplía con todas las reglas de la acción humana y que actuaba bajo una especie de máxima kantiana en la persecusión de sus fines: la recuperación o el acceso a una esencia vedada. Es justamente este el tipo de problema ‘estructural’ que tiene hoy la izquierda chilena – siguiendo en este punto, como en otros, el extraño camino de la izquierda europea: se trata cada vez más de una «izquierda descafeinada». La sorpresa en su interior se encuentra en proceso de extinción pleno: la desintegración del marxismo es un riesgo real. Se trata, en todo caso, un proceso de extinción que, como todo proceso de «pérdida de lo esencial», tiene que llegar alguna vez al fenómeno, a la práctica política de la izquierda.
Hoy día nos hayamos en una situación en la que el retorno a la escena del marxismo es nuevamente suspendido. Y esto, atentos, no es por que haya una renuncia al «camino de la revolución» por parte de la izquierda – particularmente en Chile, como pretenden algunos nostálgicos, sino porque en la contingencia política y teórica la instalación de las consignas propias de la izquierda marxista se hace extremadamente difícil. Empero, es esta misma coyuntura sobredeterminada y confusa la que exige que los conceptos propios del marxismo y la izquierda radical comiencen a operar. El análisis político y económico, para usar el concepto de Badiou, se encuentra profundamente «suturado» en el marco de un pensamiento único problemático y obsesivo: la democracia neoliberal. Un tipo de democratismo absoluto donde el intento de «pensar la totalidad» más allá de las parcelas de saber (y todo lo que permanezca asociado ese concepto de totalidad; sociedad, estructura, formación social) es denunciado como una intentona totalitaria. En efecto, este concepto de totalitarismo funciona como un «punto de inflexión» de toda la ideología posmoderna, y es un amuleto que conjura a los llamados «pensamientos únicos, totalitarios», apartados de la condición posmoderna. Lyotard llamó a esa condición «el fin de los grandes relatos» sobre la humanidad y la historia. Nosotros diremos antes que todo, que esa condición posmoderna es la condición ideológica de la clase dominante (la gran burguesía financiera) en el capitalismo tardío. ¡El marxismo necesita volver a la escena!
Para ser honestos, la izquierda no ha hecho mayores esfuerzos para que acontezca ese retorno. Es más, abandonando los conceptos propios de la tradición dialéctica y el materialismo histórico, ha permitido el ensanchamiento de la siempre leal y camaleónica ideología burguesa. Ettiene Balibar se quejaba en Francia de la inmensa falta de «probidad teórica» del Partido Comunista Francés cuando decide eliminar la dictadura del proletariado como concepto teórico en la lucha por el socialismo: Balibar llega incluso a decir, mediante la recurrencia a los famosos párrafos jacobinos de El Estado y la revolución de Lenin, que la dictadura del proletariado y el socialismo son una y la misma cosa. En otro contexto, hoy podemos señalar que es el abandono progresivo del propio concepto de «socialismo» como nombre propio de un proyecto anticapitalista de sociedad, el que entraña riesgos funestos para la izquierda. El abandono de este concepto no sólo implica una renuncia implícita a la construcción de un post-capitalismo y una nueva totalidad social, sino a una herramienta de análisis teórico del presente. No por nada profundos lectores de Marx como Paul Sweezy o Jacques Bidet (en veredas opuestas en el campo del marxismo: uno proveniente de la economía política norteamericana, el otro del estructuralismo francés) han insistido en que el socialismo es la generalización de un «principio de planeación» que vive en el seno del orden burgués, y que funciona como el opuesto directo de eso que llamamos «ley del valor».
Para los clásicos, sobretodo antes de Gramsci, la teoría del socialismo es la teoría de unas fuerzas actuantes en el seno del propio capitalismo, y que por tanto, son fuerzas históricas difícilmente negables, y evidentes. La gran industria y la fábrica dibujan así el horizonte del socialismo en el capitalismo, y no fuera de él, dice Marx. Incluso, a propósito de un socialista «utópico» como Robert Owen, el filósofo de Tréveris señala que comprendió muy bien que el «sistema fábrica» es el punto de partida de la revolución social. ¿Cuál es el punto de partida de la revolución social en la sociedad neoliberal? Nos hacemos esta pregunta porque sabemos que el llamado «sistema fábrica» se encuentra relativamente desplazado en el proceso de producción capitalista contemporáneo. Además, la emergencia de una especie de «proletariado de realización» (o «clase obrera retail»), masivo y sometido a las reglas de la desorganización del capitalismo neoliberal tardío (posmoderno), exige una teorización sobre cuál es el nuevo sujeto (u objeto) de la revolución proletaria. El asunto, en definitiva, es que para el conjunto de la tradición marxista, y esto incluye a Gramsci, el «socialismo» es una tendencia inmanente en el seno del capitalismo: una especie de contracapitalismo que las fuerzas revolucionarias deben precipitar. El concepto de socialismo es insoslayable y central en la práctica política de la izquierda.
Es la emergencia de algunas teorías políticas de alcance medio en el pensamiento político de la izquierda lo que termina por borrar del horizonte político y teórico esta palabra que, como vemos, es todo un articulado de hipótesis sobre la sociedad actual, más que una serie de invenciones sobre la sociedad del futuro. El concepto de socialismo se encuentra así atrapado en la red oscura de una doble renuncia al marxismo: el «republicanismo» de izquierda y la tentación socialdemócrata.
La reinvención de la teoría republicana en algunos teóricos chilenos es una oportunidad histórica para los comunistas. Cuando se ha puesto de moda plantear, por solo poner un ejemplo, que la izquierda chilena, especialmente el Partido Comunista, es una izquierda «republicana», y que ese carácter republicano estaría determinado por el respeto por «las normas democráticas establecidas»; se hace evidente la necesidad de reinstalar «la esencia perdida», los conceptos del marxismo. Fuera de la excelente crítica que realiza Renato Cristi en su texto sobre Democracia republicana al «mercado electoral» y al consenso neoliberal, la exposición de la teoría republicana moderna como una justa articulación entre «acción estatal» y «felicidad individual» es absolutamente incompatible con los conceptos del marxismo-leninismo. Desarrollando la crítica de dos tipos de Estado, el estado tutelar que impone el consenso, y el Estado neoliberal que asegura la propiedad de los ciudadanos (propietarios), Cristi propone una reedición del estado republicano basado en los modelos romano (autoridad estatal) y ateniense (autogobierno de la polis): «La formación de ciudadanos y el cultivo de las virtudes republicanas [el «humanismo cívico»] es la meta del republicanismo clásico […] esto implica que el Estado no puede permanecer neutral frente a los valores y proyectos de vida de los ciudadanos». Tal es la cuestión para el «republicanismo». Miguel Vatter, otro republicano chileno, en abierta confrontación con el marxismo clásico ha expuesto que el proyecto republicano es la «obtención de la libertad común», y no la derrota de «los enemigos de clase». Además de una retórica sobre la «diseminación de los inicios» y el reemplazo del relato sobre las «clases antagónicas» por una filosofía posmoderna y sibilina de la «autoconstitución de lo político a partir del antagonismo sin fondo» entre gobernantes y gobernados, entre autonomía del pueblo y gobierno, Vatter insiste en que el republicanismo no es una teoría totalizante, sino un «principio» de no-dominación de los ciudadanos.
Para decirlo muy toscamente, la teoría republicana es incompatible con el marxismo porque no plantea el problema de la lucha de clases y el carácter de clases de toda «libertad común» – y con ello el carácter ideológico de la categoría de libertad humana. El «bien común» de Cristi o la «autonomía del pueblo» de Vatter son típicas formulaciones ideológicas de una impotencia política mayor y más profunda: la contradicción entre capital y trabajo y la lucha de clases como «fundamento» del progreso capitalista salvaje. Por otra parte está la tentación socialdemócrata, que funciona bajo el enunciado del teórico de la socialdemocracia de derecha en Alemania, Eduard Bernstein, «el objetivo final no es nada, el movimiento lo es todo», para relativizar el «horizonte socialista», en el marco de una reducción del problema del comunismo a una cuestión de carácter ético. Finalmente, lo curioso es que la tentación socialdemócrata comienza en Alemania con un desliz importante de los marxistas alemanes hacia la filosofía neokantiana de izquierda. De nuevo, el problema es de incompatibilidad: incompatibilidad entre la filosofía burguesa de Kant y los autores republicanos, y el marxismo como filosofía del proletariado (lo que no quiere decir que no podamos encontrar en Kant las pistas de una nueva teoría de la práctica política). La socialdemocracia comienza con la relativización del concepto de socialismo y la emergencia de una fraseología absolutista sobre la «concentración en los objetivos reales», en lo que Lenin llamaba «pequeñeces reales», y no en el «horizonte», que se transforma efectivamente en una «mera idea» de la razón» que ordena la práctica ética republicana en el presente. Por el contrario, el marxismo es una dialéctica de lo concreto (Korsch), no una teoría ética sobre el horizonte «ideal»
No somos una izquierda republicana, y de nuestra práctica política no se ha de desprender que seamos una izquierda socialdemócrata, concentrada en el «movimiento real»: somos una izquierda marxista. Eso exige emprender un debate teórico, histórico y político importante con quienes plantean que somos una «izquierda republicana». Incluyendo a quienes se aferran a la tesis según la cual la contradicción «del período» es neoliberalismo versus democracia para indicar que «las tareas democráticas (republicanas) del presente» son más importantes que el objetivo final (marxista-leninista). Quizás, de hecho, el problema esencial de nuestra práctica política sea la superación de la propia democracia burguesa. ¿Habrá llegado la hora decir las cosas por su nombre: o neoliberalismo, o proyecto anti-neoliberal de superación del capitalismo; socialismo del siglo XXI?: En todo caso, la democracia republicana nunca será un objetivo revolucionario para la izquierda, a menos que se trate de una izquierda descafeinada.
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