En un territorio limítrofe extenso, como Francia, la población es muy homogénea y las diferencias sociales no son especialmente acusadas en un país de sistema capitalista, debido a que todo el país gravita secularmente en torno a la idea y principios de la República. La educación es además muy uniforme y los criterios cambiantes acerca […]
En un territorio limítrofe extenso, como Francia, la población es muy homogénea y las diferencias sociales no son especialmente acusadas en un país de sistema capitalista, debido a que todo el país gravita secularmente en torno a la idea y principios de la República. La educación es además muy uniforme y los criterios cambiantes acerca de ella son consensuados y armónicos en todo el país. Pero cuando en un país como España flutúa el ideario entre la monarquía y la república; cuando los distintos territorios que la componen permanecen desde hace mucho tiempo apelmazados por una unión política forzada; cuando la educación y la enseñanza sufren constantes vaivenes, y en sólo 43 años ha habido siete Planes casi contrapuestos; cuando las desigualdades sociales son clamorosas; cuando además no son menos estentóreos los abusos de la clase política, la población no puede ser, y no es, homogénea. Las tres patas que imprimen su unidad a una nación son cultura, pensamiento y sentimiento convergentes. Francia las asentó en 1789. España, por el contrario, va a trompicones. Los centralistas, intolerantes, predominan, y de lejos, más o menos subrepticiamente, la religión semioficial se les alía. Como hizo siempre. De modo que en tiempos de acentuada vocación de libertad, de laicidad y de profanidad, el espíritu de compactación de la población española, que ya venía partido en dos desde la guerra civil y calladamente durante la dictadura, lejos de ir fortaleciéndose en presencia de la democracia, se debilita cada día más…
Y es que, puesto que un territorio se transforma en nación cuando la conciencia de vivir juntos se convierte en voluntad política, en España esa voluntad de «hacer patria» no acaba nunca de fraguar. Y en buena medida es porque, a los desórdenes y abusos del poder y a los factores señalados, se suma la falta de sensibilidad y de respeto de los sucesivos gobernantes hacia las idiosincrasias periféricas. Todo lo que impide, desde el comienzo de esta sospechosa democracia y más allá de la unidad en el plano forzoso administrativo, la integración natural y de buen grado de los territorios en la pretendida «unificación». Es más, los hipercentralistas contribuyen a entorpecerla más. Han creado, de nuevo, como en el 36, enemigos interiores. Pues como enemigos tratan, tanto a quienes democráticamente aspiran a su independencia, como a quienes intentan hacer frente a la escandalosa desigualdad con políticas imprescindibles, como a quienes se oponen a la globalización en favor de los países y de los individuos poderosos.
Pero, estando la «unidad nacional» contaminada y falseada por las grietas que se empeñan en ahondar los dueños del dinero, de las finanzas, de la religión y de los medios, es decir, los dueños virtuales del país, tanto o más ahonda las grietas ese ejército de oportunistas de la izquierda política a medida que se han ido acomodando, unos, y enriqueciendo, otros; esa izquierda teórica que ha ido uniéndose a aquellos a lo largo de estas últimas cuatro décadas. Por eso, no es que a España la quieran romper. Es que viene rota desde tiempo inmemorial aunque bajo la alfombra sus dominadores escondan los trozos. Pero es que la izquierda política, la izquierda parlamentaria, no la izquierda social, no está menos rota. Precisamente porque no coinciden. Hay en la calle mucha más izquierda de la representada en el Congreso. Hay demasiados trabajadores que viven en precario como para pensar que su causa esté ajustada a las proporciones parlamentarias. Es por eso que la izquierda social, desalentada, se queda en casa a la hora de votar; en esa casa de la que probablemente está a punto de ser desalojada…
Esta es la razón de la no por sorprendente menos dramática división de España y ahora también de la izquierda política. Y es por eso por lo que la izquierda nominal en el poder, aún provisional, repite una y otra vez que está muy lejos de la otra, de la otra izquierda parlamentaria pero social que trata de integrarse en el ejecutivo porque no se fía de ella. Cuarenta años de alternancia sin cumplir la mayoría de los propósitos de su ideario de partida en esta débil democracia, explican y justifican la desconfianza. Por eso es preciso que la izquierda a pie de tajo no sólo esté presente en el legislativo sino también en el poder ejecutivo; ya que, por si fuera escasa su presencia en las instituciones del Estado, está también ausente en el poder judicial, por definición ultraconservador.
En cualquier caso, si la izquierda en el poder ejecutivo no permitiera la entrada en el gobierno a la otra izquierda parlamentaria que al tiempo es también la izquierda social, yo entiendo que, antes de dar su brazo a torcer en esas largas y aparentes negociaciones, sería preferible esperar al siguiente o al otro siguiente asalto de las sucesivas elecciones. Pues no me cabe duda de que ese gesto de determinación y de dignidad en nombre de los desfavorecidos, movilizaría de nuevo a la izquierda de la calle a favor de la verdadera izquierda parlamentaria. No creo que, de los más o menos 18 millones de trabajadores que hay en España, no acabe tarde o temprano mucho más de la mitad adhiriéndose a la causa de los débiles, que es también la suya, y termine dando un vuelco a la proporción parlamentaria…
Por cierto, si me equivoco en mis cálculos, lo lamentaría. Ella se esta equivocando constantemente y no pasa nada…
Jaime Richart, Antropólogo jurista.
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