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Izquierda y democracia.

Fuentes: Argenpress

En América Latina la presencia de la izquierda en el poder es sometida siempre por los medios de comunicación a un minucioso seguimiento, con la enorme lupa de una intolerancia interesada. No ocurre así con los gobiernos neoliberales que apenas son criticados y a los cuales todo se les perdona, ni con las dictaduras más […]

En América Latina la presencia de la izquierda en el poder es sometida siempre por los medios de comunicación a un minucioso seguimiento, con la enorme lupa de una intolerancia interesada. No ocurre así con los gobiernos neoliberales que apenas son criticados y a los cuales todo se les perdona, ni con las dictaduras más atroces a las que apenas se condena de dientes para afuera mientras no afecten los negocios.

Si la izquierda en el gobierno intenta cumplir las promesas realizadas se la acusa de irresponsabilidad política, aventurerismo económico, división de la sociedad, creación de conflictos innecesarios con los poderes extranjeros y, naturalmente, de un peligroso populismo reñido con la modernidad de un mundo globalizado.

Si no cumple sus promesas y se limita a gobernar sin molestar a los grupos de intereses nacionales y extranjeros que sacan fruto de la situación, será calificada de ejemplo de sensatez y de paso se aprovecha la ocasión para destacar que el pensamiento único carece de alternativas reales y que llegada al poder la izquierda solo tiene dos opciones: o mantiene el rumbo neoliberal en vigencia o se lanza – en un acto de irresponsabilidad imperdonable- por caminos utópicos que solo conducen a más pobreza, caos político y postración social, además de aislar al país de la corriente universal del progreso que garantiza el librecambio moderno.

Algunos gobiernos de izquierda en Latinoamérica intentan nadar entre dos aguas manteniendo en lo fundamental la política neoliberal, acompañada de un lenguaje de progreso y algunas medidas llamadas «sociales» para edulcorar la dura realidad del impacto neoliberal en la vida cotidiana de la ciudadanía. Esta opción no está realmente tan mal vista, aunque no falta quien se lamenta por estos recursos que se pierden ayudando a los pobres cuando podrían utilizarse más racionalmente. Ya se sabe, en la filosofía del darwinismo social estas formas de redistribución encajan bastante mal.

La izquierda en el gobierno, si es consecuente, debe hacer frente a dinámicas de dura oposición (con la intromisión de poderes extranjeros) y aceptar necesariamente la herencia envenenada que recibe de los gobiernos neoliberales: un Estado debilitado al que le han quitado sus mejores empresas por medio de las privatizaciones; un sistema fiscal no solo enormemente injusto sino raquítico que impide cualquier inversión importante; un entramado de evasión de impuestos y capitales que desangra las arcas públicas y no admitiría ningún Estado serio; una deuda externa cuyo impacto real en el desarrollo del país es más que dudoso, suscrita por dictadores y neoliberales corruptos pero que paga toda la población, comprometiendo con ello su presente y su futuro. La izquierda también debe aceptar que los recursos naturales estén controlados por multinacionales rapaces y que la corrupción generalizada (que no inventó ni llega con la izquierda) sea una especie de castigo de los cielos que se debe asumir sin más. Debe aceptar como legado el desprestigio de la política y las instituciones, una ciudadanía no solo empobrecida económicamente sino desinformada, manipulada y desorganizada como fruto de tantos años de represión. Debe respetar escrupulosamente medios de comunicación hostiles y monopólicos que convierten el ejercicio de la libertad de opinión en una farsa grotesca e iglesias que -con contadas excepciones- predican en favor de conductas conservadoras y retrógradas y obnubilan a sus feligreses con mensajes alienantes e iluminados.

Y aunque los apologistas del neoliberalismo o los inocentes nostálgicos de unos Estados de Derecho que jamás existieron se empeñen en anunciar el advenimiento de una nueva era sin golpes militares y la entrada de estas sociedades latinoamericanas a las formas civilizadas de la modernidad política, la dura realidad se encarga de recordar que la vuelta de los militares al poder no debe descartarse en absoluto. En realidad, la izquierda que llega al gobierno tiene que empezar por negociar su comportamiento con unos generales que no intervienen sencillamente porque aún no es necesario; unos militares agazapados a la espera, como una fuerza que en manera alguna representa la colectividad nacional además de mantener estrechos vínculos de lealtad con una potencia extranjera, los Estados Unidos. Por añadidura, en algunos países la izquierda debe cuidarse también de fuerzas ilegales de tipo paramilitar pensadas para hacer los trabajos sucios a las fuerzas oficiales y que terminan por escapar al control de sus creadores engrosando la ya inmensa delincuencia común.

La izquierda recibe igualmente la deuda social, ese enorme déficit de todo lo más elemental que hace de éstas las sociedades más desiguales del planeta. Una deuda social que en algunos casos representa la ofensa y humillación de comunidades enteras de indígenas y negritudes a las cuales se arrebata todo: suelo, riquezas, lengua, religión, identidad cultural y hasta la vida misma.

Con Tratados de Libre Comercio o sin ellos la derecha (civil o militar) entrega unos países sometidos en condiciones de inferioridad al nuevo orden mundial bajo la hegemonía del gran capital. Estos países no solo dependen en una medida cada día mayor de los envíos de los millones de latinoamericanos que trabajan como mano de obra barata en las metrópolis sino que éstas, a través del mecanismo de la deuda externa, la inversión extranjera y el control del crédito, el comercio y la tecnología imponen la orientación de la política interna. ¿Qué queda entonces de autonomía y soberanía nacional?. Poco o nada, en realidad. No debe sorprender entonces que si la izquierda es consecuente con su electorado tenga que empezar enfrentándose con los intereses extranjeros y afirmando la soberanía nacional si es que de verdad se decide a poner fin al cuadro de pobreza, desigualdad y dependencia que caracteriza a estas sociedades.

Es toda una hazaña y una prueba de civismo extraordinario que la izquierda acepte competir por el gobierno en las condiciones actuales de la democracia en Latinoamérica, sometiéndose a unas reglas de juego tramposas; resulta una muestra de generosidad inmensa que la gente del común acepte volver a un juego político que ha sido diseñado para perpetuar privilegios y excluir a las mayorías. Y es apenas natural que si se asume la democracia como el poder del pueblo se considere profundamente democrático y necesario que esas mayorías cambien las reglas de juego y propugnen por la llamada «Refundación de la República», con nueva constitución, nuevas leyes, nuevos fundamentos institucionales y con ejercicio pleno de la soberanía nacional. O sea, un juego con baraja nueva; una nueva partida sin cartas marcadas.

Por supuesto, siempre a condición de que los militares respalden el proceso y respeten las decisiones mayoritarias de la ciudadanía rompiendo -esta vez si de verdad- el círculo macabro de dictadura-democracia-dictadura que siempre ha presidido la historia de Latinoamérica y el Caribe.