La Asamblea Constituyente francesa del año 1789 fue integrada por unos 1300 diputados que se distribuyeron en la sala agrupados según su identidad política. A la derecha del presidente de la asamblea, se ubicaron quienes intentaban restituir la monarquía. A la izquierda estaban quienes pretendían dar cauce a las proclamas revolucionarias de la época. De […]
La Asamblea Constituyente francesa del año 1789 fue integrada por unos 1300 diputados que se distribuyeron en la sala agrupados según su identidad política. A la derecha del presidente de la asamblea, se ubicaron quienes intentaban restituir la monarquía. A la izquierda estaban quienes pretendían dar cauce a las proclamas revolucionarias de la época.
De ahí que se haya trasladado al análisis político esta historia de izquierdas y derechas según la cual los sectores de izquierda promueven alguna clase de revolución política capaz de colocar un nuevo sujeto político que represente a los sectores más postergados de la sociedad mientras que los sectores de derecha intentan preservar las condiciones anteriores al impulso revolucionario en representación de los intereses hegemónicos vigentes. En el centro se ubica a aquellos que, con cierta simpatía por unos o por otros, buscan una suerte de conciliación garante del status quo.
Tradicionalmente este criterio categorizador fue aceptado e incluso reivindicado por aquellos que intentaron formar parte de la política. Incluso en el seno del anarquismo, aunque justamente este seno siempre estuvo formado más de excepciones que de reglas. Incluso algunos, como Osvaldo Bayer, llegaron al extremo de categorizar a la izquierda y la derecha del anarquismo, lo cual, desde mi punto de vista, es aberrante. Esta misma clase de aberración fue medianamente extensa en la medida en que también se asoció la izquierda política con alguna clase de extremismo radical cuando en realidad esa clase de extremismos de por sí no hubieren atestigüado ninguna voluntad particularmente revolucionaria.
Pero el punto clave en todo esto es que esta división hace referencia a una distribución física de los representantes en la Asamblea, lo cual queda por fuera de las categorías políticas actuales en la medida en que éstas incluyan las búsquedas políticas autónomas de intención emancipatoria o libertaria, e, incluso, desde el punto de vista anarquista, estuvo siempre fuera de la concepción global del movimiento en lo relativo a la posición que, respecto a lo político, se asumió históricamente.
Una pregunta ya tradicional es cuál sería la izquierda de un gobierno de izquierdas. Una segunda pregunta, también tradicional, es si puede un gobierno ser de izquierdas. En todo caso, la pregunta que me interesa reformular es si la división de izquierdas y derechas tiene sentido para la política actual.
El posmodernismo probablemente tomaría parte por la evidente respuesta a esta pregunta retórica. Diría o dice que eso ya pasó, que ahora la política no existe y que solamente se trata de que alguien administre y los individuos se desentiendan de ese sinstentido y se apronten a vivir la vida con alguna clase de existencialismo abstracto. Ante la deconstrucción de los discursos políticos, esta corriente sería la primera en dar por muerta esa categorización. Esto hace pensar a más de uno que negar la vigencia o al menos la consistencia de un análisis basado en izquierdas y derechas implica alguna clase de adhesión al posmodernismo neo-liberal y a la huida de las discusiones y los compromisos. Esto cierra puertas a una segunda defunción, declarada por quienes consideramos que aquella división es propia de las políticas representativas y que esas políticas no pueden actualmente viabilizar ninguna clase de emancipación ni abrir el paso a ninguna libertad.
Hoy hay un auge del pensamiento de izquierdas en América latina. Hablo de los gobiernos progresistas y sus secuaces, pero hablo también de las oposiciones de izquierdas. Así es como se establecen maniqueísmos fáciles que sólo promueven la conversión del impulso libertario en un conservadurismo fatal. La reivindicación de las izquierdas intenta resucitar los muertos de las luchas sociales y políticas de la segunda mitad del siglo veinte en proclamas ligadas a aquellas luchas sin advertir los desastres que han generado (esas luchas) y la disfunción estructural de que adolecen como alternativa ante la reconstitución de las condiciones políticas luego de aquellas experiencias.
Sabiendo que la propaganda debe adecuarse a los tiempos que corren, los partidos de izquierda (con o sin funciones de gobierno) recurren a ciertos tópicos que salen fácilmente a la superficie, como, por ejemplo, la ruptura de los mecanismos de representación. Nadie reivindica las representaciones políticas ni los liderazgos, pero casi todos aplauden figuras como Chávez o Morales. Nadie admite a las claras la búsqueda de la toma del Poder (o el ejercicio del mismo), pero todos hablan del Poder Popular, o de Todo el Poder al Pueblo y demás consignas «revolucionarias».
Una ruptura capaz de establecer una invención política es una ruptura cultural. No es posible pensar una política de emancipación si no se rompe con la lógica del Poder. Y esta lógica, la del Poder, forma parte del pensamiento en términos mucho más amplios que lo que hace al pensamiento estrictamente político. Incluso forma parte de una constitución mental que va más allá del mismo pensamiento.
Hablar de no tomar el poder no es lo mismo que hablar de no recurrir al Estado. Una proposición consistente de la no toma del Poder implica no recurrir al Estado, pero no basta con salirse de la demanda estatista de las tradiciones revolucionarias marxistas para hablar de no tomar el Poder. Esta sutileza es desconsiderada por muchos, y, particularmente, por aquellos que intentan capitalizar los discursos libertarios nacidos de las crisis políticas del cambio de siglo para fortalecer las estructuras de dominio tradicionales. Así fue como se desmantelaron las asambleas barriales de Buenos Aires nacidas en 2002. El que se vayan todos se transformó rápidamente en que nos quedemos nosotros, y fue tal la rapidez que pareció anticiparse la transformación a lo transformado. Y es que, en la gran mayoría de las personas movilizadas por aquella instancia no tenían en sí ninguna voluntad, ni ninguna claridad, respecto a la puesta en práctica de lo que se estaba enunciando. Éramos muy pocos los que insistíamos en la necesidad real y profunda de romper con las lógicas de la representación y con las lógicas del poder, y esto mismo hacía inviable desde el comienzo cualquier intento sólido al respecto.
El semillero de aquella experiencia regó el llamado campo popular. La cosecha es todavía misteriosa. El impacto que produjo aquella ruptura es verificable en los discursos que se sostienen, pero estos discursos son rápidamente neutralizados por su incoherencia y por las prácticas políticas que se observan y que se reivindican.
Los discursos tendientes a establecer como mesa de disección la categorización política izquierda-derecha, intentan mostrar alguna clase de recuperación de la política pre-neo-liberal, cuando en realidad lo que buscan (o al menos lo que generan) es asimilar dentro de la estructura cimbrada los factores de ruptura y las huellas mismas del acontecimiento que irrumpió cimbrando. Así, como en la ingeniería de materiales, las estructuras cimbradas salen fortalecidas con el criterio popular de que mierda que no mata engorda.
Gobiernos que se propagandean de izquierdas como Chávez, Morales, Kirchner y Vázquez, por nombrar los más emblemáticos, reciben apoyo de parte de todos los sectores que creen en la izquierda política como la expresión de los movimientos revolucionarios. Esto coincide, particularmente, con las oposiciones que establecen los sectores que se asocian (ellos mismos) con la derecha o con el centro. Todos confluyen porque todos operan sobre los mismos postulados reaccionarios que niegan las fisuras de la estructura cultural que les da sustento y razón de ser. Interactúan en las mismas lógicas, imponen sentidos y contrasentidos como argumentos de alguna dialéctica tácita que justifica en definitiva cualquier hegemonía. Eso fue clarísimo en la Asamblea Legislativa que nombró a Duhalde. No importaba nada más que la restauración y, luego, ver quién se quedaba con el mango político de la historia.
Estos discursos sirven para convocar a todos los sectores. Ejemplo también emblemático fue el mensaje de Kirchner transmitido en cadena nacional el 29 de diciembre, con motivo de la desaparición de Luis Gerez. Esa totalización de sectores en referencia a la sociedad argentina incluye claramente a los sujetos políticos entendidos como aquellos que acepten como territorio de la política las lógicas del Poder y de la representación, particularmente en defensa del «Estado de Derecho», y excluye a todos aquellos que, sin voluntad de representar ni ser representados, estamos por fuera de las dinámicas tradicionales y no aceptamos coerciones de unos ni de otros. Oponerse a la derecha no implica ser de izquierda. Oponerse a la izquierda no implica ser de derecha. Oponerse a derechas e izquierdas implica estar por fuera de una tradición representativa, aunque tampoco tenga que aceptarse la evasión posmodernista. Existe la posibilidad, y la necesidad, de emanciparse de tales rudimentos taxonómicos de las voluntades públicas para empezar a promover la ruptura necesaria de las hegemonías políticas.
El desafío está en destruir los encarcelamientos identitarios que abstraen estas posiciones de la población. No hay posibilidad de cuestionar de forma efectiva las lógicas de la representación y del Poder si se preservan los roles tradicionales de las vanguardias o del foquismo. O inventamos una política verdaderamente autónoma, emancipativa y anárquica (no anarquista) o quedaremos sometidos a las voluntades generales que decidan por nosotros los categorizadores de la sociedad, es decir, los representantes constituidos como sujeto político en postergación de los presunta y hegemónicamente representados.