«Lo propio de la valentía no es producir dinero, sino confianza; ni tampoco es lo propio del arte militar ni de la medicina, sino la victoria y la salud, respectivamente. Sin embargo, algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ése fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin» (Aristóteles: Política, 1258 a.C.)
Ingresamos en una nueva época a partir de la década de los ochenta del siglo pasado. Una época que, según aseguraba la profecía neoliberal sería un nuevo amanecer de la humanidad en el que se cumplirían todas las promesas de una concepción de la libertad acorde con ciertos valores universales inspiradores del proyecto utópico fraguado por los globalistas (con Friedrich A. von Hayek y Ludwig H. E. von Mises a la cabeza, luego seguidos en lo esencial del proyecto por destacadas figuras de la Socedad Mont Pelerin). Un ideal cuyo éxito definitivo se estableció al proclamar el final de la historia, lo que equivalía a enterrar para siempre las ideas que pudieran plantear una alternativa al paradigma global en el que la política queda constreñida por los mecanismos de funcionamiento del capitalismo global. Es políticamente posible lo que es económicamente factible, siendo esto último lo que admite el entramado de mecanismos institucionales, tecnológicos y jurídicos que se ha ido fraguando desde hace cuando menos medio siglo. Tampoco hay que menospreciar el trabajo realizado en la dimensión de las ideas y de interpretación de los hechos históricos, la labor llevada a cabo a este respecto desde los así llamados think tanks, las universidades y los medios de comunicación, durante décadas, al que de un tiempo a esta parte se ha unido la actividad de propaganda ideológica, con el recurso incluido a la infodemia y los bulos (posverdad). Su objetivo: quebrantar «el espíritu del cuarenta y cinco», título con el que el cineasta inglés Ken Loach muestra en un documental esa especie de contrato social tácito por el que se asumía como algo indiscutiblemente de justicia que la riqueza debía ser distribuida de tal manera que la prosperidad no fuese una realidad únicamente para una minoría de privilegiados. Ese contrato estuvo vigente durante las tres décadas gloriosas (las que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial), como nos demuestra el economista francés Thomas Piketty en el libro que lo lanzó al estrellato de la economía heterodoxa titulado El capital en el siglo XXI. Resultado: «Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando», según refirió The New York Times que reconoció el milmillonario Warren Buffet hace años.
La historia es bien conocida a estas alturas. Aquel espíritu del 45 se quebranta con la victoria electoral de Margaret Thatcher en Reino Unido a la que se unirá en la misma dirección ideológica la de Ronald Reagan en la metrópoli del imperio global, los Estados Unidos de Norteamérica. La ventana de Overton se había empezado a mover ya. Lo que había sido inconcebible en el mundo desarrollado durante décadas empezó a ser una realidad: había comenzado el asalto de las instituciones políticas por parte de una concepción del mundo que tenía en la democracia un sistema al que había que someter a una estructura de poder superior, la cual ha acabado por convertir al Estado en su instrumento policial.
Se logra así la domesticación de la democracia, que tiene muy acotados sus márgenes de toma de decisión. Sirva como muestra un botón tomado de nuestra actualidad política más próxima: la reciente declaración de Antonio Garamendi en réplica a la intención expresada públicamente por Yolanda Diaz de promover la reducción de la jornada laboral; según el presidente de la CEOE, un peligroso caso de «intervencionismo del Estado» propio de una «república bananera» que lleva consigo el riesgo de un freno de las inversiones. Qué lejos estamos de los tiempos de posguerra que Ken Loach describe sobriamente en su documental, los años del gobierno laborista de Clement Richard Attle que, en unos años, llevó a cabo un proyecto transformador que supuso el nacimiento del estado de bienestar, acompañado de la nacionalización de empresas (minería y ferrocarril), con la creación a partir prácticamente de la nada del National Health Service (Servicio Nacional de Salud), así como la construcción de una considerable cantidad de vivienda social. Todo con el fin de dignificar la vida de la clase trabajadora y, a la postre, generar una clase media, verdadera columna vertebral de las democracias liberales. Una transformación inconcebible en la actualidad, fuera, muy fuera de la ventana de Overton vigente en nuestros días (pensar –pongamos por caso– en la creación de un banco público en España es motivo de anatema en el tiempo presente).
Según Antonio Ariño, catedrático de Sociología de la Universidad de Valencia, y Juan Romero, catedrático de Geografía Humana de la misma universidad, el cambio de época que dio comienzo hace unas cuatro décadas se caracteriza por una serie de lo que ellos denominan «desacoplamientos» en su libro titulado muy elocuentemente La secesión de los ricos. Reconocen que tales desacoplamientos tienen dimensión global, pero advierten de que perjudican muy especialmente a los trabajadores de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, y particularmente de Europa. Esos desacoplamientos se traducen, primero, en que el crecimiento no conlleva igualdad, ya que «es posible que las economías puedan crecer y al mismo tiempo que aumenten las desigualdades dentro de cada país»; segundo, desacoplamiento entre Estados y mercados, lo que significa que hoy por hoy es pura ficción que sea la democracia parlamentaria la que rige el Estado como ente soberano; tercero, el sistema financiero se ha desvinculado de la economía real, lo que se traduce en que existe una única gobernanza global efectiva, la sola y verdadera patria de los amos del capital; cuarto, las grandes empresas han roto sus vínculos con los territorios, como es el caso de Ferrovial en España, que se deslocalizó; quinto, se da la desconexión entre Estado, soberanía y democracia, lo que significa que la soberanía del Estado que la democracia legitima mediante las urnas se halla de facto supeditada a la obtención de la bendición de las instituciones internacionales y no democráticas (en el caso de lo sucedido en Grecia en 2015 fue la famosa troica) que en verdad son el producto histórico de una ideología victoriosa, la neoliberal, que es la que verdaderamente les da su legitimidad.
Este es, grosso modo, el contexto en el que hay que situar este curioso fenómeno de las reuniones del Foro Económico Mundial (WEF por sus siglas en inglés), más conocido como «Foro de Davos», por ser Davos la ciudad suiza donde tienen lugar esos encuentros cada enero. Allí se juntan líderes políticos mundiales, empresariales, culturales y sociales cada año desde 1971 «a fin de analizar los problemas más apremiantes que afronta el mundo, y entre ellos, la salud y el medio ambiente», reza la Wikipedia. Al frente como presidente ejecutivo del tal foro se halla su fundador, el economista y próspero empresario alemán Klaus Martin Schwab, un octogenario que, según parece, mantiene intacto su idealismo de juventud. Su poder actual reside en su agenda de contactos. Téngase en cuenta que la creación de conexiones y lo que se llama en la jerga del dinero networking son elementos primordiales de la actividad económica. El capital relacional, es decir, el conjunto de recursos consistentes en los contactos valiosos desde el punto de vista de la obtención de mayor poder económico y beneficios, es una dimensión más del negocio empresarial que opera más allá de las fronteras nacionales y que trasciende el ámbito estrictamente económico para condicionar –cuando no determinar– la toma de decisiones que corresponden a las autoridades políticas.
En el Foro de Davos encontramos la prueba de lo que es una tendencia imparable desde hace años y que va en la línea de ese desacoplamiento entre soberanía y Estado democrático, a saber: la cooptación corporativa de las instituciones de gobernanza. Del Fondo Económico Mundial salió hace un par de años un informe que sugería la creación de una especie de «Naciones Unidas público-privadas», lo que se justificaba con el argumento de que la mejor manera de gestionar (reducción ideológica de la política a mera gestión empresarial) el presente mundo globalizado es mediante una coalición de empresas multinacionales y gobiernos.
Los que estarían al frente de ese organismo alternativo de gobierno global serían sujetos que responden al estereotipo acuñado por el sociólogo estadounidense Samuel Hantington de «hombre de Davos», es decir, el hombre (varón) de negocios que comulga con el paradigma neoliberal, cosmopolita y con acceso a las redes de influencia internacionales que dominan la economía global. Son los que acuden cada año a la ciudad suiza a hacer ostentación pública de su poder y a convivir con quienes son iguales a ellos y los que aspiran a serlo. Para satisfacer las necesidades de la carne del hombre de Davos acuden a la meca del capital relacional decenas de mujeres para ofrecer los pertinentes servicios sexuales, según reveló una investigación del periódico británico The Times de 2020.
El coste de la celebración de esas cumbres corre a cargo del erario público suizo, lo que no deja de tener su guasa tratándose de una organización la del WEF que en nada contribuye a las arcas públicas del Estado suizo al no pagar impuestos federales. El coste en términos ecológicos corre a cargo de todos, pues, según un informe de Greenpeace, los desplazamientos en avión privado de los asistentes al Foro de Davos de 2022 causaron el mismo CO2 que 350.000 coches en una semana.
En esta singular ágora fue donde lanzó su discurso el último representante del populismo radical, criatura histórica de esta nueva época que al fin ha alumbrado la utopía neoliberal tras el paradójico anuncio del final de la historia. Expectantes ante el probable inminente regreso de Donald Trump pudimos oír una vez más las ideas que para muchos representan la única opción posible en un país que, en gran medida, es víctima, con el añadido de sus peculiares idiosincrasia e historia, de los desacoplamientos antes referidos, y que se ha entregado presa de la desesperación al nihilismo político.
Libertario, paleo libertario, miniarquista, líder de la ultraderecha. Todas estas etiquetas he hallado colocadas al lado del nombre del flamante presidente de la República de Argentina. En él veo, en cualquier caso, el producto –no sé si indeseado– de la utopía neoliberal nacida hace ya un siglo de la mente de brillantes pensadores que vivieron el final de los grandes imperios, particularmente, del austrohúngaro, resultado del desenlace de la Primera Guerra Mundial. Lo explica excelentemente el historiador canadiense Quinn Slobodian en su libro Globalistas. El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo. Resulta fascinante comprobar a través del recorrido por el que nos conduce el autor cómo unas ideas se abren camino a través de los avatares históricos hasta materializarse en la conformación de toda una estructura institucional que no tiene otro objetivo que embridar la democracia para que nunca sea una amenaza contra el poder económico. Éste, de acuerdo con el ideal neoliberal, nunca debe ser súbdito de la voluntad popular que confiere legitimidad a los gobiernos de los Estados democráticos. Planteamiento que tiene en el socialismo su bestia negra, a tenor de los principios establecidos en Camino de servidumbre,la que para muchos es la biblia del liberalismo contemporáneo, publicada en 1944 y escrita por su principal patrón intelectual, Friedrich A. Von Hayek. He aquí el fundamento ideológico del desacoplamiento entre Estados y mercados enunciado más arriba. El descoyuntamiento político que sufrimos en la actualidad en las tenidas por democracias liberales tiene su origen en ese planteamiento ideológico que ha terminado por quebrantar el espíritu del cuarenta y cinco tal como lo denomina Ken Loach, cuyo núcleo consistía en los valores supremos de la solidaridad y la justicia social. Desde este planteamiento ético se entendía que la economía ha de estar al servicio del bienestar colectivo. Nuestra nueva época lo es porque ha invertido esa relación poniendo la democracia al servicio de los intereses del capitalismo global.
Klaus Schwab, el Presidente del Foro Económico Mundial, cuando presentó a Milei en el panel de Davos, lo calificó de persona extraordinaria menos radical de lo que se cree que tiene por objetivo político poner a Argentina en la senda del Estado de Derecho. El discurso del flamante jefe del gobierno argentino, sin embargo, fue el de un radical construido a partir de la premisa ideológica según la cual «el socialismo es un fenómeno empobrecedor que fracasó en todos los países y además asesinó a más de 100 millones de seres humanos», mientras que «el capitalismo de libre empresa no solo es el único sistema posible para terminar con la pobreza del mundo, sino que es el único sistema moralmente deseable para lograrlo». Los más entregados a la causa –como es el caso del periodista Jesús Cacho en Vozpópuli, Elon Musk en X y Donald Trump Jr., en la misma red social– han elogiado su discurso. Sin embargo, el tono mesiánico de los mensajes de Milei hablando de «fuerzas del cielo» que lo sostienen en su misión refundadora y libertadora, su postura negacionista de la emergencia climática y contraria al movimiento feminista, las falsedades históricas y de datos en las que evidentemente incurre, su talante populista que se manifestó en su discurso cuando pidió a los empresarios que «no se dejen amedrentar ni por la casta política ni por los parásitos que viven del Estado» ni «se entreguen a una clase política que lo único que quiere es perpetuarse en el poder y mantener sus privilegios», y que su estrategia de salvación para Argentina se basa en un plan económico de Federico Sturzenegger ya fracasado con Macri; todo ello lo convierten en una figura incómoda para la élite neoliberal representada en Davos. Eso explicaría los poco entusiastas aplausos del auditorio así como el estupor causado por pretender decirles a los líderes del capitalismo global cómo hay que ser capitalistas.
¿Puede ser Javier Milei la criatura Frankenstein del capitalismo global que desea ir más allá de lo que sus progenitores querrían de acuerdo con sus intereses? ¿Podría ser su fracaso político la falsación definitiva del discurso neoliberal?
La propuesta de Milei para Argentina es que las empresas la salven, no el Estado que, según él y de acuerdo con el viejo mantra de Ronald Reagan, nunca es la solución sino el problema. Lo que equivale a que sean los mercados los que dicten las normas y no la política (ni, por supuesto, la ética). Es congruente el presidente argentino cuando afirma en su discurso que «el problema es que la justicia social no solo no es justa sino que tampoco aporta al bienestar general. Muy por el contrario, es una idea intrínsecamente injusta, porque es violenta. Es injusta porque el estado se financia a través de impuestos y los impuestos se cobran de manera coactiva ¿o acaso alguno de nosotros puede decir que paga los impuestos de manera voluntaria? Lo cual significa que el estado se financia a través de la coacción y que a mayor carga impositiva, mayor es la coacción, menor es la libertad». No se me ocurre mejor ejemplo de lo que es un sofisma construido sobre una simplona idea de libertad.
La libertad es el valor que se esgrime para sustentar en términos éticos el ideal neoliberal de suplantación del debate democrático por el dictado de las exigencias económicas, lo que desemboca en la mercantilización de la política y en la conversión de la sociedad política en una sociedad de mercado, en la que, en efecto, como señala Milei, valores como la justicia y la igualdad pasan a ser irrelevantes frente al mandato supremo de la generación de riqueza. Pero ya llevamos cuatro décadas al menos transitando por ese camino y sabemos, como referí más arriba, que existe un desacoplamiento objetivo entre crecimiento e igualdad. Así lo demuestran los datos publicados y lo sustentan los análisis de economistas como el ya citado Thomas Piketty y los Premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz y Jean Tirole. Es este último quien afirma en su libro La economía del bien común: «la búsqueda del bien común pasa en gran medida por la creación de instituciones cuyo objetivo sea conciliar en la medida de lo posible el interés individual y el interés general. En este sentido la economía de mercado no es una finalidad».
En el debate sobre el poder, la gran cuestión de siempre, de la que dependen las respuestas que demos a las grandes cuestiones de la ética social, como la justicia o la igualdad, quién intimida a quién es la clave. Hoy en día no parece que las élites, de las que el Foro de Davos es una de sus muchas manifestaciones, vean razón alguna para tener que sentarse a la mesa de los consensos. Por mucho que la propaganda se esfuerce en inculcar la impresión contraria, da más miedo Javier Milei que Pedro Sánchez.
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