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José Luis Mangieri, militante, maestro, compañero

Fuentes: Rebelión

 Recientemente, por esas coincidencias inexplicables de la historia, han fallecido en escaso tiempo tres intelectuales que marcaron toda una época en la cultura argentina, particularmente en sus segmentos de izquierda. Oscar Terán (1938 – 20 de marzo de 2008), José Sazbón (1937 – 16 de septiembre 2008) y ahora José Luis Mangieri ( 14 de […]

 Recientemente, por esas coincidencias inexplicables de la historia, han fallecido en escaso tiempo tres intelectuales que marcaron toda una época en la cultura argentina, particularmente en sus segmentos de izquierda. Oscar Terán (1938 – 20 de marzo de 2008), José Sazbón (1937 – 16 de septiembre 2008) y ahora José Luis Mangieri ( 14 de diciembre de 1924 – 1 de noviembre de 2008). Los tres tenían relación. Tuvimos la suerte de conocerlos de cerca.

Terán y Sazbón fueron nuestros profesores, nos dirigieron incluso investigaciones durante varios años. Nos enseñaron la lectura exhaustiva, el rigor bibliográfico, la obligación de la sistematicidad, el rechazo de la autocomplacencia con la propia escritura, la exigencia de la búsqueda permanente de fuentes y la corroboración al infinito de más fuentes y más fuentes. Nos acompañaron, críticamente, en muchas lecturas y escrituras. Discutimos con ellos. Se lo agradecemos con sinceridad.

Con Oscar Terán, la relación fue compleja. Agudo, lúcido, erudito, exigente y filoso, Oscar mantenía una mirada crítica que obligaba y exigía permanentemente. Al conversar con él, daba siempre la impresión de que sabía de antemano lo que uno iba a argumentar (probablemente por haber compartido de joven la misma concepción del mundo). Para poder dialogar, hacía falta prepararse muy bien. Provenía de la izquierda más radicalizada, vinculada a la lucha armada. Había comenzado a publicar sus primeros ensayos en los años ’60 en la revista La Rosa Blindada, dirigida entonces por José Luis Mangieri y Carlos Brocato (en la intimidad Mangieri se refería a él, amigablemente, como «Oscarcito»). Luego, el joven Terán militó junto a su amigo Carlos Olmedo en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Pero su notable cambio de posición ideológica y su completo abandono del marxismo durante los años del exilio mexicano posteriores a 1976 hicieron la relación difícil, árida, por momentos tensa. Aprendimos mucho de sus clases y sus numerosos libros, no tanto por las tesis que defendían sino más bien porque nos obligaba a polemizar con ellos.

Nos sugirió incursionar en el Club de Cultura Socialista, de inspiración explícitamente socialdemócrata. Le preguntamos: «¿para qué me invita? ¿para pelear?». Nos contestó con sequedad. «No, para discutir«. Aunque era nuestro director, y su invitación marcaba una cierta presión, no fuimos. No le causó ninguna gracia. Cada encuentro era una discusión. Le recordábamos aquello tan valioso que había abandonado, eso le incomodaba notablemente. Luego de muchas discusiones, decidió no dirigirnos más la tesis de doctorado con seis palabras de correo electrónico: «No te dirijo más la tesis«. Le contestamos con un correo todavía más corto de apenas tres palabras, para imitar su economía de lenguaje: «No hay problema«.

Justamente en ese tiempo estábamos investigando sobre La Rosa Blindada. Allí Terán había publicado dos trabajos, uno sobre Roger Garaudy y otro sobre Evita. Cuando realizamos una antología de aquella revista, prologada por el mismo Mangieri, se la regalamos a Terán. Se la dimos en la mano. El estudio preliminar que le hicimos, al mismo tiempo que homenajeaba a Mangieri, constituía una larga crítica del libro de Terán Nuestros años ’60 [Buenos Aires, Puntosur, 1991]. El profesor Terán nos contestó: «No sé si los voy a leer. Me cuesta reconocerme en aquellos escritos. No sé si me quiero acordar«. La relación con Terán continuó un tiempo más hasta que, producto de esas discusiones teóricas y políticas, se cortó. Nos negábamos a la adulonería y a la obsecuencia, tan habitual en el mundillo universitario, imprescindible para escalar en cátedras, puestos y escalafones académicos. Preferimos ser francos. De todas formas, fue un gran profesor, uno de los mejores que tuvimos.

Con José Sazbón, en cambio, el vínculo asumió otro carácter. José inspiraba una simpatía ideológica y una cercanía mucho mayor. Era menos distante que Terán, aunque no menos exigente. Esa mayor cercanía se debía a que José nunca renunció al marxismo. Por el contrario, Sazbón constituía uno de los grandes eruditos en esa tradición que produjo nuestro país. Su biblioteca personal albergaba en varias habitaciones miles y miles de ejemplares, en todos los idiomas, sobre Marx y Engels y la nutrida familia que los sucedió y prolongó durante el siglo XX. Habiendo tenido que exiliarse en Venezuela y aun sin haber pasado por la lucha armada, Sazbón nunca se arrepintió. En su madurez, no obstante el pleno auge del neoliberalismo, mantenía una simpatía indisimulada por las investigaciones marxistas. Nunca fue un hombre de partido ni un militante orgánico. Pero tampoco se asustaba de ello. Fue, sí, un marxista independiente y académico.

Como no era un converso ni tampoco renegaba de su formación juvenil, muchos jóvenes investigadores lo buscaban pidiéndole consejo y guía. Él siempre accedía. Era más que generoso. Sin embargo, por razones que nunca comprendí del todo, se negaba a romper con la gigantesca, sutil y pegajosa telaraña que en la Universidad coaccionaba y coacciona a los intelectuales para que «no saquen los pies del plato» (expresión que le encantaba a Mangieri y que nosotros compartimos). Esa apabullante erudición, esa aplastante información que poseía sobre cualquier bibliografía marxista que se hubiera producido en el mundo, estaba completamente desaprovechada en el terreno de la praxis política. José Sazbón no logró, nos duele reconocerlo y decirlo, pero es lo que aprendimos al lado suyo durante años, cortar amarras con la jaula de hierro de los mecanismos cruelmente disciplinadores de la institución universitaria. Quizás por su empatía con gran parte del marxismo occidental europeo y norteamericano (principalmente anglosajón, su objeto de estudio dicho sea de paso), terminó víctima de ese mismo divorcio entre academia y política que Perry Anderson había descrito en su célebre trabajo Consideraciones sobre el marxismo occidental. José siempre nos hablaba desde afuera de la política. Se sentía incómodo cuando los jóvenes militantes acudían a él buscando inspiración política.

Por eso gran alegría nos causó el haber encontrado de casualidad un artículo suyo sobre Lukács y Althusser en la revista Los libros de 1975, en tiempos del maoísmo más fanático… cuando aquella publicación era dirigida por Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano. «José, mire lo que encontré…» le dijimos, con satisfacción a Sazbón en su viejo departamento-biblioteca aquella vez… recordándole que también él había tenido una inscripción política, no sólo académica, frente a lo cual nos contestó con una sonrisa burlona «Todos fuimos maoístas«. Y allí nomás se terminó el diálogo.

Sazbón fue también un gran profesor. Tremendamente modesto y humilde. De perfil bajo y voz suave. Un auténtico ratón de biblioteca, como también lo había sido su principal y admirado inspirador, Karl Marx, en el Museo Británico.

¿Qué tuvo de diferente José Luis Mangieri, frente a Oscar Terán y José Sazbón? La respuesta es, demás está aclararlo, extremadamente subjetiva. No nos asusta reconocerlo.

La diferencia reside en que a nosotros José Luis Mangieri no sólo nos enseñó a leer textos y libros, no sólo nos guió en lecturas y debates. José Luis fue mucho más que eso. Fue un maestro de vida. Como antes suyo lo había sido nuestro querido Ernesto Giudici.

Tanto José Luis Mangieri como Ernesto Giudici nos enseñaron, cada uno a su modo, que entre los libros y la militancia no puede haber un divorcio, una escisión ni un abismo. Y si ese divorcio existe constituye un producto directo de una derrota política. Un obstáculo a remover y superar, no una virtud a celebrar y aplaudir.

José Luis Mangieri fue mucho más que un profesor. Mucho más que una guía bibliográfica. Mucho más que un orientador académico. Fue un maestro. Con sus propios recuerdos y con sus consejos, con su amistad y con su compañerismo, con su amor por los libros, las colecciones y las bibliotecas pero también con sus lecciones y actitudes prácticas, nos enseño que la mera lectura de textos marxistas no alcanza para llegar a ser alguna vez un intelectual de verdad, como tampoco alcanza el loable «compromiso» sartreano (aunque él le tenía un respeto mayúsculo a Sartre). La lectura crítica y el compromiso intelectual no alcanzan ni llegan a superar el vacío de la mediocridad mercantil o de la sumisión académica si no se prolongan en la militancia orgánica. José Luis Mangieri fue exactamente eso: un militante de la cultura crítica, un partisano de la tradición contrahegemónica. Así queremos recordarlo. Un militante. Además de ser un poeta, un editor, un gran amigo, un padre, un hombre de barrio, un habitué de los cafés literarios, un amante, un compañero, José Luis fue un militante. Toda su vida. Con partido o sin partido. Él nos enseñó que el compromiso debe prolongarse en la militancia orgánica y que el intelectual orgánico, en países como los nuestros, debe convertirse en un militante, en un cuadro revolucionario, y llegado el caso, en un combatiente.

No es casual que José Luis, luego de décadas de militancia en el comunismo argentino (por lo cual estuvo varias veces en prisión), se haya vinculado al Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP). Exactamente la misma trayectoria de Raymundo Gleyzer, igualmente querido y admirado aunque no lo hayamos conocido personalmente.

Todavía recuerdo cómo nos recibió Mangieri cuando estábamos elaborando la antología y el estudio preliminar sobre la revista y editorial La Rosa Blindada, con un prólogo suyo que grabamos en su casa. Cuando le preguntamos qué le pareció la primera versión del texto, lo primero que nos dijo José Luis, con una sonrisa ancha en la boca, fue lo siguiente: «está muy bueno, realmente está muy bueno, te felicito, pero te voy a matar…«. Asombrados, le preguntamos la razón y continuó explicando: «¿cómo vas a hacer público eso que te conté, que nosotros publicamos y editamos los documentos fundacionales del ERP, los del quinto congreso del PRT?». Lo decía riéndose muchísimo. Esa es la historia real de La Rosa Blindada. Esa es la historia real de José Luis Mangieri y su visión del mundo. Bien lejos de los galardones institucionales que en su vejez lo homenajearon (con justicia, es cierto, pero al precio muchas veces de intentar edulcorarlo, operación que jamás aceptó).

Años después, cuando tuvimos oportunidad de entrevistar a Enrique Gorriarán Merlo sobre la relación del guevarismo y la cultura argentina, el antiguo líder guerrillero nos corroboró esa misma información. La Rosa Blindada, sin pertenecer oficialmente al PRT, publicaba gran parte de sus materiales, así como los del ERP. Lo mismo hacía con la literatura del Che Guevara y de Giap. De eso se trataba. De trascender las meras lecturas, de ir más allá de los libros (tan acariciados y tan amados, por cierto, nunca abandonados), de prolongar el compromiso en una militancia orgánica transformándose, sin perder jamás la órbita cultural, en militantes revolucionarios que se jugaban la vida por un mundo mejor. José Luis lo hizo. ¡Nunca se arrepintió! ¡Nunca! Siempre ensayaba balances críticos, habitualmente se preguntaba y reflexionaba sobre la derrota, pero jamás aceptó la teoría de los dos demonios. Muchas veces nos relató sus encuentros personales con Mario Roberto Santucho («Robi», «el negro»), en pleno auge de la insurgencia y bajo estricta clandestinidad, sin dejar de ser un poeta y un editor de poetas. Eso es un intelectual de verdad. No uno que busca las caricias del poder, los mimos de la voz del amo, las indulgencias, los guiños y las tolerancias permitidas hacia los niños díscolos que en el fondo «no sacan los pies del plato«, como repetía José Luis. Eso nos enseñó y mucho se lo agradecemos. Nosotros tratamos de transmitirlo a otros compañeros y compañeras todavía más jóvenes.

José Luis tuvo muchos amigos en el campo intelectual. Tenía una amplitud notable. Tejía redes y vinculaciones con un espíritu ecuménico y no dogmático. Sin embargo, no abandonaba la mirada crítica. Le tenía gran admiración, por ejemplo, a José Aricó («Pancho»), aunque nunca dejó de señalarle el reformismo, igualmente presente en las reflexiones de Juan Carlos Portantiero («el negro»). Mangieri siempre contaba una anécdota al respecto que mucho le divertía. Resulta que una vez iban a viajar en avión fuera del país varios integrantes del circuito de Aricó y Portantiero (marxistas radicales en los ’60, cuando publicaban la revista y la editorial Pasado y Presente, luego entusiastas socialdemócratas a partir de los años ’80). Entonces José Luis Mangieri les gastó una broma ácida, con la ironía y la picardía criolla que lo caracterizaba. Les dijo, matándose de risa: «¿ustedes son locos? ¿Van a viajar todos juntos en el mismo avión? ¡Si se cae el avión se termina el reformismo en la Argentina! Viajen separados…». cada vez que lo recordaba, se moría de risa.

Si con Terán y Sazbón nos vinculamos en las aulas universitarias, con José Luis Mangieri nos conocimos a partir de una entrevista, en la cual le preguntamos por un antecedente olvidado de su célebre revista, La Rosa Blindada. Se trataba de un periódico previo, El popular, donde además de Mangieri compartían periodismo y militancia Andrés Rivera, Juan Gelman, Norberto Vilar, Estela Canto, entre otros y otras. Ese periódico lo dirigía Ernesto Giudici, sobre quien estábamos escribiendo un libro. En esa publicación, con el aliento de Giudici, se incubaron gran parte de las rebeldías juveniles que dieron nacimiento a La Rosa Blindada, gestación mucho menos conocida que el nacimiento de la otra gran disidencia comunista, Pasado y Presente, gestada al amparo de Héctor Pablo Agosti. Mangieri nos relató en aquel primer encuentro, con paciencia y entusiasmo, cada detalle de aquel laboratorio herético donde estaba naciendo una de las rupturas más significativas del comunismo local, conformando los primeros vínculos entre quienes más tarde editarían La Rosa Blindada, símbolo emblemático de la nueva izquierda argentina.

Después de aquella primera entrevista, hicimos buenas migas. Le propuse entonces relanzar el sello editorial de La Rosa Blindada. Aceptó al instante, aunque alertando que no quería convertirse en una caricatura de lo que alguna vez fue. Lo tenía muy en claro. Repetirse es morir. Mejor la creación a cualquier calco y a cualquier copia. Incluso a la copia de uno mismo. Comenzamos por la antología de la revista homónima, todo a pulmón, sin un mínimo dinerillo en el bolsillo. Recolectando centavo a centavo, hasta con la impresión donada por el imprentero. Así la publicamos. De esa forma se relanzó la nueva época de La Rosa Blindada Sin becas, sin subsidios, sin dinero de generosas ONGs o filantrópicas fundaciones.

En la última época estábamos intentando que un editor extranjero reeditara la trilogía del comandante Giap, editada originariamente por La Rosa Blindada para que así le diera algún dinero a José Luis, que mucho lo necesitaba. No se pudo concretar. Lamentablemente no llegamos a tiempo.

Ese fue el José Luis que conocimos. Un militante que no quería repetirse sino crear a cada paso. Que emprendía proyectos culturales contrahegemónicos sin contar con un solo peso. Mate o ginebra de por medio, se acordaba siempre del pasado (no había vez que nos encontráramos que no nos hablara de Raúl González Tuñón, la guerra civil española, Julius Fucik, el libro Lenin de Lukács, Robi Santucho, John William Cooke, Aricó, París, su viaje a China, la guerra de Vietnam, el Che, los tiempos de la clandestinidad…) pero pensaba irremediablemente en el futuro. Nostálgico, tierno, cálido, irónico, entrañable. Invariablemente memorioso. Siempre amable y atento a los detalles de la vida cotidiana. Nunca dejó de preguntar: «¿Y seguís saliendo con esa piba…?» ¿cómo estás de laburo,,,? ¿Pibe, tenés guita para vivir?», ¿Cuándo venís a casa, nos comemos un asado y tomamos un vino?». Ese era José Luis. Le importaba la gente de carne y hueso, no sólo «los grandes ideales». Creía de verdad en el humanismo socialista y comunista sobre el cual tantos libros y artículos publicó. Lo vivía día a día, minuto a minuto.

Había nacido en un conventillo anarquista de Parque Patricios. No se acomodó. No transó con el poder. Murió pobre en su casa de la calle Mercedes 936, en el barrio de Floresta, cerca del colectivo 85. Él, uno de los más grandes de la cultura argentina, te salía a abrir la puerta en alpargatas, saludaba al peluquero de la esquina y a cuanto vecino pasaba cerca. Lo quería todo el mundo. Un maestro.

 

 

(*) Autor de La Rosa Blindada, una pasión de los ’60. Prólogo de José Luis Mangieri: «Una vez más, a resistir». Buenos Aires, Editorial La Rosa Blindada, 1999. 331 páginas. [título del libro elegido por José Luis Mangieri].