1Mourinho es un genio del mal. Sin más. Y sus declaraciones, en la reciente ida de la Champions League, ponen de manifiesto la identidad y la caricatura que profesa el fútbol respecto de la guerra. La artimaña era sibilina pero clara: deslegitimar la victoria del Barcelona. »Josep Guardiola es un fantástico entrenador de fútbol pero […]
1Mourinho es un genio del mal. Sin más. Y sus declaraciones, en la reciente ida de la Champions League, ponen de manifiesto la identidad y la caricatura que profesa el fútbol respecto de la guerra. La artimaña era sibilina pero clara: deslegitimar la victoria del Barcelona. »Josep Guardiola es un fantástico entrenador de fútbol pero ha ganado una Champions que a mí me daría vergüenza ganarla con el escándalo de Stamford Bridge. Y este año, si la gana, será con el escándalo del Bernabéu». Vino a decir las cosas claras: si el Barcelona gana, será una vergüenza y supondrá el descrédito de los triunfadores. Con lo que todo aficionado del Barcelona debería escandalizarse por una victoria tramposa que, en verdad, no es que empañe simplemente su triunfo, sino que la convierte en motivo de trapicheos y mafias extradeportivas Y si el fútbol aspira a ser algo, es a representar la virtud del fair play. Sin ella no puede existir el mérito, y menos aun lo que aspira a ser el trofeo en cuanto representación simbólica de la victoria: no puede haber justicia. Tan llana, fatal y reveladora ha sido su declaración. Supuesto de que pudieran filtrarse sus palabras hasta el corazón culé, habría realizado lo político atentando contra su simulación. Y, mientras no se arrebaten de encima el espíritu corrosivo de la maldición del portugués, la copa seguirá perdiendo brillo.
El campo de fútbol es un espacio acotado física y sociológicamente. Por un lado, en una fusión melosa de idealismo atlético y maniqueísmo silenciador del fondo de la cuestión, encontramos un espacio sobre el que se trazan los límites del juego, al que se sumarán el resto de reglas: fuera de juego, criterios de falta, número de jugadores, número de cambios, etc. La más importante, sin embargo, es la del gol, y sin ella, simplemente, no existiría el juego; podríamos sustituir todas las demás, pero tendríamos que darle un sentido al juego, una meta, de lo contrario sería inevitable renunciar a la lógica de la competición.
Por otro lado, y esto se aparta aparentemente del mundo deportivo, encontramos las masas y las pasiones aficionadas que se recrean en el juego identificándose con uno de los equipos. Por supuesto, aunque se ignore convenientemente, también hallamos la «economía real» como un rumor marginal que riega las profundas extensiones sociales del acontecimiento semanal. Ahora bien, si contemplamos el juego tal cual, la analogía guerrera sobresale como evidente. Dos contendientes colectivos luchan en un «campo» por conseguir «llegar hasta la meta» más veces que el contrario, es decir, ganar, alzarse con la victoria. Se trata de una ingeniosa metáfora que, simbolizando en la portería la victoria (esa circunstancia tan abstracta como política), disloca el medio, la aniquilación del enemigo, mediante un duplicado de la meta y una contención de los métodos empleables para la superación del obstáculo que representa el contrario. Después de disputar el partido, en su propio tiempo, se llega a la resolución; y como tal no debe entenderse solamente la del partido en cuestión sino la de la competición completa (»hemos perdido la batalla, pero no la guerra»), con lo que la victoria y la derrota se convierten el único resultado posible: no existe el empate. El «todo o nada» de las mentalidades escatológicas.
En lo que atañe al partido, puede haber «juego bonito» pero, desde luego, no estupidez. A ningún equipo se lo ocurriría ceder voluntariamente la victoria ante la estética; eso sería filosóficamente análogo a exigir «peras al olmo»: de lo contrario, ¿para qué comparar puntos en función de la victoria si el sentido del juego pudiera recaer en el movimiento satisfecho en sí mismo? La exigencia de la victoria como criterio máximo se produce, especialmente, ante la adhesión incondicional de las masas consumidoras al equipo y al club que ostente el más actual y poderoso haber de triunfos. Lo que supone, evidentemente, ríos de dinero inundando la ambición (y la necesidad) de ganancia de una empresa, por mucho que sus estrategias de mercado o sus gastos suntuarios apadrinen la bondad moral o fines filantrópicos.
Quizá hablar de sentido del juego, de la forma en que se ha hecho, incomode el escrúpulo epistemológico de aficionados y lectores circunstanciales de los diarios deportivos, pero, si bien puede haber juegos cuyo sentido sea su práctica misma (baile, ciertas artes marciales, patinaje), es difícil que se los considere deportes tal como impone la competición máxima de nuestros tiempos, la tan homérica festividad de las patrias del mundo: los Juegos Olímpicos. La victoria, por consiguiente, es el sino del enfrentamiento; de lo contrario, sería vicio o pérdida de tiempo. Con lo que no es únicamente la estructura interna del deporte rey lo que importa, su similitud con el conflicto bélico, sino el entramado social que lo ha elevado a Central de Procesos de la identificación colectiva, la cual, valga la insistencia, se produce exclusivamente en el antagonismo.
Por lo tanto, si se quiere que la victoria sea merecida, y que por lo tanto la inmolación del equipo tenga sentido, tiene que dejarse de lado toda influencia o determinación heterónoma con respecto al juego. La obsesión por el dopaje es una forma paradigmática de legitimación por vía de la distracción. Si bien iguala los organismos de las víctimas simbólicas, lo hace sólo en cuanto órganos del juego. Son de carne y hueso, pero sus atribuciones físicas innatas, el presupuesto técnico y las instalaciones del club quedan excluidas. Del mismo modo que la coerción o la intervención extraeconómica en los mercados arruina la inmanencia de la justicia de las reglas del juego, en la que participan seres compactos hechos de otras dimensiones que quedan subordinadas por la perentoriedad de la satisfacción de las necesidades más básicas, todo lo extradeportivo constituye el proscenio de la competición. Y a nadie en su sano juicio se le ocurriría traerlo a colación a menos que quiera destruir la altura sagrada que adquiere con el fin de invocar las pasiones. Si hay juego limpio hay fútbol, y, si no, es «otra cosa». Si introdujéramos los presupuestos con los que cuentan los equipos (y me refiero a tenerlos en cuenta como el centro de la cuestión, no a simplemente asumirlos como datos reflejos del partido), nos daríamos cuenta de las diferentes opciones de victoria de cada uno; en ese caso, probablemente ya nadie pelearía con pasión hasta que se restableciera la igualdad de dichas condiciones. Para que el artificio funcione tiene que haber un respeto por el decorado, pintado según el color de la era de la tolerancia y del «afán de superación», con lo que, quien finalmente obtenga la victoria lo habrá hecho por sí mismo. Se lo habrá merecido. Y el trofeo podrá recoger como un cáliz el halito vital de los jugadores, delegados libidinales de esas hordas que vitorean desde las gradas y el otro lado de las pantallas. Como en la guerra, la identidad colectiva adquiere rango soberano, disuelve odios privados y proyecta el fondo de las represiones sociales en el escenario conflictivo. El panem et circenses no sólo arrecia los rigores de la marcha de la vida ordinaria, de suyo tan gris, insatisfactoria y humana, demasiado humana. También eleva la fantasía a la categoría de entrenamiento de las entrañas y del sentido común. Aquí se forja la cosmovisión del enfrentamiento que tiene en la guerra el exponente de su posibilidad. Como poco, cuando alguien se proponga idear un mundo sin violencia, sobre todo esos funcionarios del deporte de corte burocrático o atlético-profesional que se llenan la boca de tolerancia y fair play, habría que preguntarles, con la extensión casuística correspondiente, ¿te gusta el fútbol?
La genialidad maquiavélica de Mourinho consiste en ser un excelente hijo de la alegoría. Dicen que »en el amor y en la guerra todo vale», y si el fútbol es una representación tan fotogénica y tan funcionalmente diáfana de la guerra, constreñir el demonio que anima todos los domingos las reglas del juego no sólo será iluso, sino además perverso. Si no puedes ganar, al menos arruínale la victoria al contrario recordándole que es la piedad y el ser buen cristiano, no la victoria en el campo, lo que satisface la denominación de valor supremo. El fútbol resulta ser, sorprendentemente, tratado «como si sólo fuera un juego», porque, aunque no se diga, todo el mundo sabe, o siente con ardor militante, que esto no es «cosa de críos». ¿Cómo podría admitirse el gasto irrefrenable de dinero y la absorción irracional de los corazones, si no fuera más importante que el desafío en el patio del colegio o la apuesta retórica por la propia vanidad del «tengo razón»? Con todo, estas situaciones triviales suelen comportar, en algunas ocasiones, una crueldad e inquina inapropiadas, por no decir incoherentes. Pero la diferencia radical que adquiere el fútbol de primera división no se debe a nada esencial, no existe una separación tajante y por eso inamovible entre la posición jerárquica del primer equipo y el del colegio, sino a la generalidad que adquiere al ser un enfrentamiento socialmente sancionado como máximo. El honor de la ciudad o de los colores se bate en el foro social que más ampliamente representa la ciudadanía (aficionada o, a la postre por la identificación entre el sentimiento que despierta el equipo y la ciudad de la que procede, no aficionada). Así, si lo político es la distinción entre amigo y enemigo que tiene en la eventualidad de la destrucción física su sentido, las muertes que el fútbol provoca en los alrededores de la pornografía guerrera son doble testimonio de que la fantasía tuerce el deseo en frustración, y de que lo que se afronta como un valor pertinente para fundamentar el adoctrinamiento ciudadano desde los colegios, es poner a los niños a ensayar para la guerra.
Los aficionados del Barcelona han podido dejar las palabras de Mourinho caer en el olvido propio de una declaración de este tipo, cuya fecha de caducidad se encuentra en el próximo escándalo, y dado el panorama, no es de extrañar que ya se haya producido. Lo interesante es percibir cómo ese tipo de «afrentas» a la tramoya que sostiene la fantasía arruina su capacidad para metabolizar las pasiones y las emociones colectivas que, si se redujeran a la experiencia solitaria o «evidentemente» cotidiana, quizá no alcanzarían para dar de comer a las masas. Si, además, las patrias se conquistan y su valor depende de una historia de dominio y de una soberbia fundada en la fuerza, no hay mayor acontecimiento para los pueblos reprimidos que anhelan un estatus señorial que la posibilidad de ganar al adversario en un campo que, a falta de otro más realista, ha sido reconocido por ambas partes como un parlamento legítimo donde la justicia y la injusticia, y no tanto un arbitrio que siempre arrebata solemnidad, pueden expresarse en la victoria o la derrota. Parece que en el fútbol, felizmente y por tan poco, se nos va la fuerza por la boca. ¿Estamos, en ése sentido, inmunizados contra el desbordamiento de la ficción?
En el último mundial de fútbol, durante la final, cuando el contingente holandés avasallaba la dignidad sacrificial de los españoles, como si la alegoría se levantara discretamente la venda e inclinara su veredicto sobre el platillo naranja, el comentarista rompió proclamando: »que el fútbol haga justicia». El fútbol tiene que hacer justicia, pues en este juego en el que se absorbe toda dimensión antropológica en la efervescencia pasional, el esfuerzo de los españoles, y por tanto el mérito de la vitoria, tenía que reconocerse teológicamente Como si pudiéramos contar el gasto fisiológico y el «derrame de sangre» desde un criterio objetivo a fin de proclamar, con seguridad metafísica, quién era el justo vencedor. Todo para poder ser los mejores. Y nosotros, sedientos de la soberbia que proporciona adherirse de algún modo a la aristocracia racial, a través de ellos.
1 Rafael Sánchez Ferlosio, entre otras muchas problemáticas y contribuciones interesantes, realiza una crítica radical del fútbol en tanto institución social al servicio de la lógica de la identidad colectiva y de la competición agónica propias de la guerra. Como referencia: Sobre la guerra (2007) y God&Gun (2008).
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